La atmósfera de la sospecha: régimen de excepción

“Todos aquellos que no tienen poder absoluto pueden necesitar legitimar rutinariamente sus acciones, aunque incluso los dictadores recurrirán regularmente a diversas formas de legitimación por muchas razones; por ejemplo, para mantener la imagen.”

Teun A. van Dijk, Ideología. Una aproximación multidisciplinaria

El Salvador lleva ya más de ocho meses en régimen de excepción y, según Amnistía Internacional, los derechos humanos están amenazados porque miles de personas son detenidas sin que se cumplan requisitos legales como la existencia de una orden de aprehensión o una situación de flagrancia.

Hace unos días, leía un artículo en El País. El periodista cita a Eva, quien vive en la Montreal, una colonia que ha estado dominada por la MS13 durante años. Dice Eva: “Aquí los policías y los soldados tienen poder absoluto. Se pueden llevar a cualquiera solo porque les cae mal. Se han vuelto como otra pandilla”. Al leer esta frase me fue imposible no pensar en la “paralegalidad” como categoría necesaria para entender una realidad que se mueve dentro de la “Necromáquina”.

El concepto de “paralegalidad” se define como esa frontera abierta por las violencias que genera un orden paralelo a lo ilegal. Es decir, tanto policías como soldados no actúan en la ilegalidad (aparentemente), ya que están bajo el respaldo del régimen de excepción. Sin embargo, actúan en ese orden paralelo que produce sus propios códigos, normas y rituales, pero que tampoco podría llamarse legal, debido a la falta de un proceso justo y adecuado para apresar a alguien y que son acciones que se basan únicamente en el ejercicio de poder que el Estado les otorga.

El discurso presidencial sobre violencia muestra una exaltación de puras dicotomías -como suele ser casi todo lo que viene desde el Ejecutivo-: “violencias buenas” y “violencias malas”, “violencias legítimas” y “violencias ilegítimas”, y así. Nos encontramos en un tablero de juego en donde el único movimiento posible para combatir la violencia es la violencia misma.

La seguridad es lo que menos importa; lo principal es la disputa por el espacio público. Y esa disputa nos muestra una violencia desde su acción expresiva -y no desde lo utilitario- donde cuyo sentido parece centrarse en la exhibición de un poder total e incuestionable de tener el monopolio de las “violencias legítimas”, estableciendo quién puede ejercer las violencias y quién no.

Tenemos, por tanto, un discurso presidencial que justifica la acción “oficial” de las “violencias legítimas” en términos legales, porque viene desde un actor institucional que cree, o por lo menos dice, respetar las normas y, en consecuencia, permanece dentro de un orden moral prevaleciente.

El aumento de esta característica expresiva de la violencia tiene como resultado el detrimento de la violencia utilitaria y solo busca afirmar, dominar y exhibir los símbolos del poder.

Las violencias de las pandillas son ilegítimas y malas y las violencias ejercidas por el Estado son legítimas y buenas, bajo el argumento de que, al ser por parte del Estado, legítimamente instituido, tienen, per se, el objetivo de ser en beneficio de la población. Pero Eva, la habitante de la Montreal a la que da voz el periodista, nos enseñó en una sola frase cómo los usos políticos de seguridad, vistos como “espacios-prácticas” de contención de la violencia, se convierten en estrategias de reproducción de la violencia misma. Los policías y los soldados, en calidad de seguridad estatal, “se han vuelto como otras pandillas”.

Más allá del concepto de pandillas, me enfoco más en la comparación, en el “se han vuelto como”, y por eso me parece crucial una de las hipótesis que plantea Rossana Reguillo al analizar las violencias en su libro “Necromáquina: cuando morir no es suficiente”, y es que estas violencias contemporáneas han inaugurado una zona fronteriza que va más allá de lo legal-ilegal y no en el sentido jurídico, sino en la manera de escenificar el poder.

Más allá de lo anecdótico de la historia de Eva, esto lo que revela es la reproducción de una ilegalidad de orden simbólico: ser parte, juez y verdugo de quien ellos decidan. El poder para ejercer la “violencia legítima” pasa a manos de policías y soldados que no tienen más que su propia disposición para decidir quién sí y quién no, quién se va y quién se queda. Quién es y quién no es parte de una pandilla.

Se estima que en estos más de ocho meses hay casi 51 mil personas detenidas, arrestos ilegales, desplazamiento forzado y fallecimientos no esclarecidos dentro de los centros penales. El territorio de la “paralegalidad” actúa sobre números y no sobre personas, y los cuerpos son prescindibles, sacrificables, negociables, traficables. Una vez más, solo importan las cifras, los datos.

Al igual que cuando se reportaban las altas cantidades de homicidios diarios, hay una disolución de la persona. La “Necromáquina” quiere hacer daño, disolver la condición de persona, se generaliza a los detenidos, los cuerpos están desarticulados y rotos, se convierten en cosas, son transfigurados por las violencias y se vuelven entidades abstractas.

El acecho a las comunidades tradicionalmente controladas por las pandillas son ahora territorios cubiertos bajo una atmósfera de la permanente sospecha a priori. Criminalización de la pobreza, incremento de los dispositivos de vigilancia y un tenso debate que vuelven los derechos humanos como espacios de protección de “criminales”, y todo esto sobredimensiona la noción de seguridad.

A los más de ocho meses de un régimen de excepción que no ha tenido ningún freno ni oposición, del cual no tenemos más información que la que escasamente dan algunos funcionarios, ¿debemos de confiar ciegamente en las decisiones de policías y soldados solo porque son legítimamente avalados por la institucionalidad?, ¿debemos de creer ciegamente que toman las mejores decisiones sobre quién debe ser llevado a detención provisional?, ¿debemos de confiar ciegamente en que la institución policial es incorruptible cuando hemos tenido frente a nuestros ojos acciones como las de un grupo de élite de la PNC involucrado en homicidios?

Creo que estamos siendo un poco ingenuos al no poner cuestionamientos ante un Estado que nunca ha sido perfecto y que ahora tampoco lo es.

De esa manera, se está moldeando una de las principales características en torno a las estrategias en pro de la seguridad, y que es el rechazo a cualquier forma de disenso, porque se trata de “la única verdad”, y esa verdad, como cualquier elemento autoritario, se proclama como universal, con altas dosis de disciplinamiento social que poco a poco se sedimentarán en el imaginario como parte de una cotidianidad, con el único objetivo de no despertar argumentación ni cuestionamiento. Cuando ese disciplinamiento se vuelva generalizado para toda la población por igual y vaya más allá que apresar pandilleros, será demasiado tarde para corregir el rumbo.


Reguillo, R. (2021). Necromáquina: cuando morir no es suficiente. Gedisa.

Segato, R. (2013). La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas de Ciudad Juárez. Territorio, soberanía y crímenes de segundo estado. Ciudad de México: Tinta Limón.


*Alexia Ávalos es salvadoreña residente en México. Doctorante en la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco bajo la línea de investigación “Comunicación y Política”. Maestra en Estudios de la Cultura y la Comunicación y especialista en Estudios de Opinión “Monitoreo de la agenda pública y medios de comunicación”.

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