La risa y los ataques: los remedios preferidos del gobierno

Cuando una persona nos pregunta algo incómodo, una estrategia clásica que solemos usar para no contestar es la de reír y evadir la respuesta. No obstante ello, esta estrategia resulta inaceptable cuando la misma es adoptada por un funcionario del gobierno ante una pregunta incómoda que se refiere a asuntos de interés nacional. En una democracia, los representantes del pueblo tienen el deber constitucional y legal de dar respuestas a la población. Es parte de las obligaciones connaturales al cargo. Sin embargo, recientemente, hemos visto que los presidentes de varios países, incluido el nuestro, usan la risa, la banalización y la ridiculización de quienes los interpelan o de la situación misma como mecanismo para no tener que dar explicaciones sobre alguna acusación para la cual no tienen una respuesta digna o sobre alguna situación que no han logrado manejar adecuadamente.

La escritora turca Ece Temelkuran lo describe maravillosamente en su manual sobre populismo “Cómo destruir un país en 7 pasos”, como una de las etapas que llevan a la destrucción de la democracia por parte de este tipo de gobernantes: la banalización y la ridiculización de los hechos ilegales, graves e inaceptables. Ella lo denomina “dejemos que se rían del horror”. Es una estrategia con doble finalidad. En primer lugar, es una forma de desensibilizar a la población ante las ilegalidades o las atrocidades que cometen los gobernantes. En segundo lugar, es una forma grotesca de hostigar y de atacar a los opositores, tildándolos de llorones, exagerados, ridículos, etcétera. Se recurre al humor más negro o se banalizan con repetidos chistes los hechos graves y dolorosos para ir generando una suerte de indiferencia colectiva ante los eventos más horribles. También se desalienta la crítica o la compasión para que lo que antes nos estremecía se vuelva habitual. El que se queja o reclama es un “exagerado”, un “agitador con agenda” o un “opositor con una campaña sucia”.

En nuestro país estamos presenciando algo parecido con los integrantes de este gobierno, incluido el presidente de la República. Cuando los ciudadanos o la prensa interpelan a altos funcionarios por situaciones o hechos de los que no tienen forma de salir bien librados, los funcionarios recurren a la banalización o a la ridiculización de los hechos o de quienes los denuncian. Entre los hechos más recientes es muy importante mencionar que un medio digital de investigación publicó fotos del actual ministro de Gobernación reunido con supuestos líderes de pandillas en un restaurante público. En lugar de ofrecer a la población una necesaria explicación sobre la conducta sumamente preocupante de su subalterno, el presidente y el ministro en cuestión intercambiaron en redes sociales una serie de chistes y de mensajes, supuestamente graciosos, sobre los alimentos ingeridos durante la reunión con los pandilleros, cuales adolescentes en plena transición a la edad adulta. Llámenme exagerada, pero la supuesta reunión entre un ministro en funciones y líderes de estructuras ilegales que se dedican a cometer algunos de los crímenes más atroces en este país, como las pandillas, merecía y sigue mereciendo una explicación oficial.

No es la primera vez que observamos al presidente de la República o a algunos de sus altos funcionarios reaccionar de esta forma ante las graves acusaciones que se le han hecho a través de algún medio de prensa, de la sociedad civil o de medios extranjeros. Muchas veces, en lugar de brindar una respuesta mínimamente seria, las reacciones oficiales se limitan a un ataque ad hominem o a la burla, la ridiculización o la negación de los hechos. Por ejemplo, cada vez que los periodistas, las organizaciones de derechos humanos o los ciudadanos denunciamos públicamente abusos policiales, los hechos concretos se minimizan, se niegan o se distorsionan y las víctimas o quienes reclamamos somos insultados o ridiculizados, tildándonos de mentirosos, de activistas pagados o de cosas peores.

Esta no es una forma aceptable de reaccionar ni de responder en una república democrática ni en un Estado constitucional de derecho. El presidente no está al margen de la ley y como todo ciudadano debe rendir cuentas y exigir a sus funcionarios que rindan cuentas. Si él o cualquiera de los servidores que integran el Ejecutivo quebranta la ley o realiza actos que parecen haberla quebrantado, deben rendir cuentas; y si no lo hacen, deben asumir las consecuencias. La forma correcta de reaccionar por parte de un representante del pueblo ante un cuestionamiento válido —como pueden serlo reportajes periodísticos o denuncias ciudadanas— es ofreciendo una explicación directa y verídica, que además incluya un informe sobre las investigaciones que se iniciarán, sus resultados y las consecuencias de tales investigaciones. ¡Quedamos en la espera, señor presidente!


*Lilliam Arrieta es investigadora en temas de transparencia, lucha contra la corrupción, libertad de expresión y funcionamiento de la justicia en El Salvador. Catedrática universitaria desde hace 17 años. Anteriormente trabajó nueve años en la Corte Suprema de Justicia. Es abogada y notaria, doctora en Derecho por la Universidad Autónoma de Barcelona y licenciada en Ciencias Jurídicas de la UCA.

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