En un país con respeto a la independencia de las instituciones del Estado, a las leyes, con separación de poderes, con un Órgano Judicial imparcial, con una Policía y una Fuerza Armada respetuosas de los derechos humanos, con transparencia en la rendición de cuentas a sus ciudadanos, y con respeto hacia la pluralidad de ideas y al disenso, importa –y mucho– quiénes conformarán un nuevo gabinete de Estado. Si bien El Salvador es un país de corte presidencialista, la importancia de quiénes son o serán las nuevas personas que dirigirán ministerios, instituciones autónomas y otras instituciones del Estado que se encargan de desarrollar las políticas públicas a la población, reside en que estas personas deben ser verdaderos expertos en las áreas para las cuales se les ha designado. Estas personas son catalizadoras de las decisiones del Órgano Ejecutivo; es decir, los ejecutores de esas políticas públicas.
Así pues, un ministro o una ministra de Cultura debería ser, por ejemplo, una persona con una larga trayectoria en esa área; ya sea desde el ámbito privado o desde el público, con conocimientos de la historia del desarrollo de las instituciones culturales del Estado y con conocimientos académicos o técnicos sobre la materia. Un ministro o una ministra de Economía debería tener, al menos, una Licenciatura en cualquier ámbito de la economía; aunque lo ideal es que en estos puestos los funcionarios tengan maestrías. Lo mismo aplica para el ministro de hacienda, ministro de seguridad, etc. En estos puestos claves para el país deben estar las personas más capaces, con experiencia y con profundos conocimientos de los temas que dentro de la institución desarrollará. Esto es lo ideal dentro de un país que reúna las características mencionadas.
Pero es el caso que El Salvador ya no reúne esas características. Desde el 1 de mayo de 2021, día en que la Asamblea Legislativa dominada por el oficialismo dio Golpe de Estado a la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, y removió ilegalmente al fiscal general de la república, El Salvador dejó de ser el país democrático que fue desde los Acuerdos de Paz, los cuales implicaron una apertura a la pluralidad de ideologías para que dentro del sistema democrático el soberano decidiera quiénes serían sus gobernantes. Todas las acciones posteriores (destituir a Jueces mayores de 60 años, reformar el Código Electoral antes de un año de elecciones, reestructurar los municipios y, sobre todo, mediante una sentencia espuria de magistrados impuestos, permitir la reelección presidencial inmediata) han sido pasos agigantados para consolidar la dictadura que inició ese día: 1 de mayo de 2021.
El nuestro es un país donde la democracia es cosa del pasado; un país donde todos los Órganos del Estado están controlados por una misma persona; un país donde no existen los frenos y contrapesos que impedirían actos arbitrarios de los funcionarios; un país donde la Policía, la Fiscalía General de la República y el órgano judicial son instrumentalizados para crear casos en contra de la disidencia política; un país donde el ejército no solo permite sino también celebra la permanencia en el poder de la misma persona; un país donde todas las instituciones están cooptadas y que gracias a ello se permitió la evidente inconstitucionalidad que implica la posibilidad de la reelección presidencial inmediata; un país –en fin– dictatorial.
En un país así, de poco o nada sirve estar pendiente o saber quiénes formarán parte del nuevo gabinete del Estado. En primer lugar, cualquier nuevo gabinete es, por naturaleza, inconstitucional, ya que proviene de una sentencia de unos magistrados que fueron impuestos a raíz de un Golpe de Estado (esto sin entrar a fondo en el tecnicismo puro de que una sentencia de un amparo surte efectos inter partes y no erga omnes). En segundo lugar, la futilidad de conocer o estar pendiente de los nuevos ministros o funcionarios reside en que de nada sirve si el funcionario está (o no) preparado para el cargo; si al final el país es administrado como si fuera una finca, donde solo hay un capataz que toma las decisiones y donde los trabajadores están obligados a obedecerlas. En tal escenario, en un país que se ha convertido en una finca, los ministros, los diputados y los funcionarios salen sobrando, ya que se convierten en jornaleros de la finca administrada con el látigo del capataz. Por eso no nos debemos indignar, por ejemplo, que el nuevo ministro de cultura no tenga las credenciales suficientes para el cargo; tampoco nos deberemos indignar si tal o cual funcionario no está preparado para tomar las riendas de las instituciones. Indignarse por ello es llorar sobre la leche derramada. El muerto ya está allí y apesta. Se llama República de El Salvador, y lo mejor que podemos hacer es prepararnos para una resistencia de larga duración, porque el dinosaurio seguirá allí cuando volvamos a despertar.
*Alfonso Fajardo nació en San Salvador, en 1975. Es abogado y poeta. Miembro fundador del Taller Literario TALEGA. Su cuenta de Twitter es: @AlfonsoFajardoC.
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