El peligro de un Estado absolutista

En la actualidad, el estado, como ente, interviene directamente en todos las actividades y todos los momentos de la existencia del ser humano, incluso desde antes de su nacimiento y más allá de su muerte, en la regulación, control y vigilancia de sus ciudadanos, mandando, prohibiendo y, sobre todo, resguardando derechos, principalmente los reconocidos en la Constitución. En sentido amplio, el estado es un conglomerado social, político y jurídicamente constituido, asentado en un territorio determinado, sometido a la autoridad que se ejerce a través de sus propios órganos y cuya soberanía es reconocida por otros estados.

Por su misma personalidad jurídica, el estado se encuentra sometido al ordenamiento jurídico. Igual que cualquier ciudadano, puede ser demandante o demandado, celebrar contratos, pagar indemnizaciones, ser representado judicial y extrajudicialmente.

Para el escritor holandés Hugo Krabbe, “el Estado se encuentra sujeto a la autoridad del Derecho”, de ahí pues que para el jurista francés León Duguit esto “supone la existencia de una regla jurídica suprema (Constitución), que está por encima del Estado y limita el poder de sus funcionarios”. Así, pues, vemos cómo desde la época de Montesquieu en el estado se diferencian tres clases de órganos o poderes: el poder legislativo, el poder judicial y el poder ejecutivo, y desde ese entonces se señala el peligro de que un órgano del estado absorba las funciones de otro convirtiendo el gobierno en absolutista.

El propósito del constituyente de repartir atribuciones o funciones del estado en distintos órganos es lograr un equilibrio o balance de poderes en el cual cada uno sirva de freno y control a los demás, lo cual es denominado doctrinariamente como la teoría de frenos y contrapesos, lo que junto al principio de legalidad tienen como principal propósito el de asegurar a los ciudadanos contra los abusos del poder. En la actualidad, esa triple división no ha perdido validez como fórmula para lograr la desconcentración y racionalización del poder de la administración pública mediante la separación, distinción y equilibrio de las ramas del poder, en el orden de impedir la concentración absoluta y totalitaria de las potestades públicas, lo cual debe ser garantizado en todo estado de derecho.

La función legislativa es la realizada por los congresos, parlamentos y asambleas de diputados consistente en la promulgación de las leyes. Por su parte, la función ejecutiva realizada por el gobierno central se refiere a la actividad estatal que tiene como fin ejecutar los actos necesarios para el cumplimiento de las leyes, así como los objetivos del bien común a través de las políticas de gobierno. Y la función judicial tiene la finalidad de ejercer control jurídico sobre los actos de los gobernantes, dirimir los conflictos que se suscitan entre los particulares o entre estos y el estado, y esta función es desempeñada por jueces y tribunales a la hora de impartir justicia, considerando que el órgano judicial es el guardián natural de la legalidad no solo entre particulares, sino también frente al estado mismo.

Actualmente hemos sido testigos de una arremetida en contra de jueces y magistrados quienes por cumplir con su función de garantes de la ley y la Constitución se han vuelto blanco de una serie de ataques y acusaciones por parte del presidente de la República, sus funcionarios, seguidores y correligionarios, cuestionando su independencia, con el propósito de deslegitimar lo actuado en sus resoluciones y sentencias.

Al respecto, es importante aclarar que la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia ha declarado inconstitucionales por conexión, de un modo general y obligatorio, los decretos ejecutivos 5, 12, 18, 22, 24 y 25 (normas de desarrollo de los decretos legislativos emitidos en el contexto de la pandemia por COVID-19 con efectos de cuarentena domiciliaria obligatoria en todo el país) y los decretos ejecutivos 14, 19, 21 y 26, así como la resolución ministerial 101 (normas autónomas que producen efectos de cuarentena domiciliaria obligatoria en todo el país), por violación al artículo 131 ordinal 27 de la Constitución, el decreto ejecutivo 29 y sus reformas, por violación al artículo 131 ordinal 27 de la Constitución, y el decreto ejecutivo del presidente de la República número 19, del 19 de mayo de 2020.

Sin embargo, hemos sido testigos de una actitud reiterada por parte de las autoridades del ejecutivo en continuar con una producción normativa que transgrede parámetros constitucionales, no obstante haber sido expulsadas dichas normas del ordenamiento jurídico por parte del tribunal constitucional.

Lo anterior debe ser visto como un fraude reiterado a la Constitución por parte del órgano ejecutivo, pues este ha implementado como estrategia parajurídica la emisión de nuevos decretos de corta duración, para evitar de esta forma el posible control de constitucionalidad sobre estos por parte de la Sala de lo Constitucional.

Respecto de esto, el tribunal constitucional ha establecido que “constituye fraude a la Constitución que, por medio de la emergencia, se afecten el núcleo esencial de los derechos fundamentales de los habitantes sujetos a un régimen de excepción, pues ello no puede hacerse ni por la ley que regule la emergencia, mucho menos por los decretos ejecutivos que la desarrollen por vía de remisión”, es decir, el fraude a la Constitución opera como una deformación artificial de los que serían elementos relevantes del supuesto fáctico (hechos) de la norma infringida, que al revestirlos de otras apariencias escapan de la asignación jurídica (supuesto normativo) que les corresponde por esencia (por su condición real y verificable).

En honor a la verdad debe destacarse la importante labor realizada actualmente por la Sala de lo Constitucional, cumpliendo con su “función de contención”, resguardando el ordenamiento constitucional frente a las reiteradas embestidas del órgano ejecutivo, que ha pretendido por medio de interpretaciones retorcidas de la norma invadir facultades del órgano legislativo y restringir arbitrariamente derechos fundamentales de los ciudadanos. Y es que los cuestionamientos y ataques a las resoluciones de la Sala de lo Constitucional representan un riesgo de llevarnos a un conflicto sin solución, que no solo sirve para eludir responsabilidades y para apartar principios que hacen a las más elementales garantías republicanas, sino que terminan destruyendo la independencia judicial, porque después del descrédito contra los magistrados, la intromisión de los poderes del gobierno ejecutivo en el poder judicial provoca mucha menos resistencia pública o hasta es recibida con beneplácito por la opinión por parte de sus afines.

El relator especial de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas, Diego García-Sayán, criticó la actuación del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, expresando su preocupación por la “amenaza a la vida e integridad” de los magistrados. El relator de la ONU agregó que “es inaceptable el ataque a la independencia y dignidad judicial”. Al respecto, es importante recordar que en América Latina cualquier tentativa de independencia real de los poderes judiciales fue desacreditada como acto de injerencia política, particularmente cuando se traducía en defensa de derechos individuales y sociales. Incluso se apeló a la propia destrucción física de sus operadores, como en el triste caso del Palacio de Justicia de Bogotá.

En conclusion, es importante que la administración pública deje de actuar con intención de sacar provecho político de la coyuntura actual, que los funcionarios se comporten dentro de los límites de la ética gubernamental y sobre todo dentro del principio de constitucionalidad y de legalidad actuando dentro de sus facultades.

Debe de fomentarse el diálogo para llegar a acuerdos de nación, pero esto no se puede con actitudes irracionales que rayan en la inmoralidad absoluta. El ejecutivo debe de abstenerse de seguir promulgando falsos criterios jurídicos, pretendiendo defender la legalidad de sus actuaciones, sobre todo cuando ya existen resoluciones judiciales que han declarado la inconstitucionalidad de las mismas.

En toda república, la concentración del poder constituye un alto riesgo al estado de derecho y principalmente a la democracia. Es por esto que la independencia interorgánica debe ser considerada como piedra angular para el respeto y garantía de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Es necesario que quienes conducen hoy en día la nación apelen a la racionalidad para tomar decisiones que lejos de dividir fomenten la unidad en el país, en beneficio del pueblo y para salvaguardar sus derechos. Que aparten la confrontación y la represión del discurso y de las acciones del gobierno. Que tengan como ejes principales la transparencia, la probidad y el cumplimiento de la Constitución por encima de cualquier ley y, sobre todo, de cualquier decreto ejecutivo fraudulento.


*Óscar Canjura es abogado y notario de la República, licenciado en Ciencias Jurídicas y maestro en Derecho de Empresa por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), con estudios especializados en Derecho Administrativo, Derecho Constitucional y Políticas Publicas. Miembro de la Asociación Americana de Juristas (AAJ), organización no gubernamental con estado consultivo ante la ONU.

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