El Salvador en que yo crecí, de los años cincuenta en adelante, era un país de alta discriminación. Se discriminaba a las mujeres porque eran “menos que los hombres”; la comunidad de lesbianas, gays, bisexuales y transexuales (LGTB) no existía —bueno, existía pero eso era tabú—; existía mucha discriminación basada en etnias, se discriminaba a los judios, a los turcos (todos los descendientes de países árabes caían en esa catregoría) y a otros. Las personas de descendencia indígena —las pocas que quedaron— eran vistas de menos. A las personas con discapacidades se les tenía pena. Y la mayor discriminación era socioeconómica: ser pobre era —casi seguro—una condena a seguir pobre.
Las mujeres no eran “aptas” para muchas tareas. El mundo profesional y el político eran, en su gran mayoría, de hombres. El hombre era el jefe del hogar; bajo su nombre estaban las propiedades, aunque en muchos casos eran las mujeres quienes sostenían el hogar. Si la mujer quedaba embarazada, era su problema. El aborto era otro tema tabú. Incluso la planificación familiar tuvo una gran resistencia y era responsabilidad solo de la mujer. Uno de los peores insultos era llamar a alguien “marica” o “lesbiana”. Unas etnias excluían a las otras y los salvadoreños excluíamos a muchas de ellas de varias actividades. Ser “indio” era ser tonto; mantener las costumbres, valores y lenguaje indígenas era algo sin ningún valor. Y el pobre era pobre, encargado de su supervivencia, y pare de contar.
Todo ello produjo una sociedad muy desigual, injusta y pobre, material y moralmente. Produjo un país que no valora la diversidad. Y ahora vemos que la diversidad aporta mucho, pues nos enseña otros puntos de vista, nos enseña el valor de otras opiniones y costumbres, nos enseña a ser flexibles y a defender nuestras opiniones, no porque yo las pueda imponer, sino que porque hacen sentido, porque puedo convencer a los otros. Poder escoger nos hace libres. Respetar el derecho ajeno —sea el de las mujeres, de los pobres, de la comunidad LGTB, de los grupos étnicos— es indispensable para garantizar la paz.
Ese irrespeto por la diversidad, por la libertad de otros de escoger lo que desean ser, produjo el país machista, poco creativo y muy injusto en el que vivimos. Sin embargo, nuestra historia nos demuestra en repetidas ocasiones nuestra interdependencia. Ello implica que si no respetamos y otorgamos sus derechos a los ciudadanos y permitimos a todos escoger, tarde o temprano lo pagamos todos. La guerra civil, las maras y esta pandemia son los mejores ejemplos. A nivel personal muchos han sufrido, pues algún pariente o amigo es aquello que ellos han condenado.
Esa discriminación produjo ciudadanos con sesgos arraigados y, muchas veces, inconscientes. Discriminamos sin saber por qué y sin causa justificada. Basamos nuestra discriminación en prototipos y eso afecta a muchos. ¿Cuántas veces no hemos considerado que las personas con discapacidades físicas y mentales no son capaces de ser productivas? ¿Cuántas veces no hemos insultado llamando a alguien indio, marica, negro, turco, etcetera?
Esos son daños a nuestra sociedad como un todo, pero el mayor precio lo pagan las personas discriminadas. Algunos ejemplos: la vida oculta que muchas de esas personas deben llevan; el sufrimiento de las mujeres ante la violencia machista; las etnias a las cuales se les niega el acceso a muchos lugares o se les menosprecia directamente; el dolor de todos ellos ante una falta constante de reconocimiento, e incluso burla, a lo que ellos son; la pobreza, el hambre y las injusticias de las mayorías pobres.
Hemos adelantado un poco, pero muy poco, y en unas áreas se ha avanzado más que en otras, pero la mayor tarea está todavía por delante para lograr una sociedad más inclusiva y justa. En El Salvador, dos de cada tres mujeres mayores de 15 años han sufrido violencia física. Una de cada cinco mujeres entre 15 y 19 años tiene un hijo o está embarazada. El aborto está penado en toda sus circunstancias. Los LGTB siguen sin ser reconocidos, pero siguen sufriendo violencia. Muchos de ellos han emigrado. En estas dos áreas la iglesia católica tiene mucho de culpa.
Se habla de reconocer los derechos de las personas con discapacidades, pero solo una fracción de ellas logra incorporase a la vida productiva; muy pocos servicios o facilidades se les presta o se construyen para asegurar su movilidad y sus derechos. Más de la mitad de la población sigue viviendo en pobreza y uno de cuatro niños menores de cinco años vive en extrema pobreza, o sea, sin lo mínimo necesario para poder comprar la canasta básica que garantice sobrevivir.
La cultura, el lenguaje y los valores indígenas son solo simbólicos. Hace muchos años matamos a casi todos. Su cultura, sin embargo, enriquecería tanto nuestra sociedad. Los grupos étnicos se han incorporado bastante a nuestra sociedad, y aunque los últimos presidentes árabes han dañado la imagen de ese grupo, no podemos juzgar al grupo por esos casos.
Es mucho lo que podemos hacer para lograr una sociedad más inclusiva y justa. Debemos empezar por quitarnos los sesgos basados en estereotipos, reeducarnos en nuestros valores e ir eliminando de nuestro lenguaje esas frases discriminatorias y que insultan como son: “es que sos indio”, “sos un gran marica”, “es negro”, etcetera. El gobierno puede hacer mucho, sin mucho costo, en campañas educativas, revisando el lenguaje en los pensums, volviendo la inclusión y equidad indicadores claves de un plan de nación. Las empresas y el gobierno deben hacer un esfuerzo especial por evitar la discriminación en sus instituciones, empezando por el reclutamiento. Para corregir la discriminación, debemos hacer e invertir significativamente. Las poblaciones discriminadas merecen derechos iguales, pero ello significa, dadas las injusticias que han sufrido, que debe haber una mayor inversión en ellos para poder igualarlos al resto.
Las leyes deben revisarse, especialmente las que penalizan el aborto bajo cualquier circunstancia. Se debe apoyar leyes y acciones que busquen igualdad, independientemente de la preferencia étnica, sexual y religiosa, y apoyar leyes que protejan a los grupos vulnerables o con necesidades especiales. Hay instituciones que han asumido esta labor y que necesitan pocos recursos para el trabajo que hacen; los costos de apoyarlas son muy bajos comparados con lo que aportan a toda nuestra sociedad.
La paz que vino después de la guerra nos permitió corregir muchas disparidades. Cuando termine la pandemia, tendremos otra oportunidad, deberíamos aprovecharla. Una política y acciones encaminadas a buscar una sociedad más inclusiva y justa, con participación comunitaria, traerían muchos beneficios y pueden ayudar también a dinamizar la economía en forma inmediata y práctica.
*Mauricio Silva ha trabajado por más de 40 años en administración pública. Ha sido director y gerente de varias instituciones en El Salvador y experto en el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo.
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