Varados y desamparados

Más de 150 días desde el cierre del aeropuerto, aún hay salvadoreños varados en el extranjero por falta de una solución de parte del gobierno de El Salvador. La ministra de Relaciones Exteriores, quien tiene el mandato de velar por los salvadoreños en el exterior, ha descrito el plan de repatriación como “un esfuerzo titánico”. Así describe a un plan que ha llegado tarde para muchos, ha violentado derechos humanos, ha separado familias, ha dejado a salvadoreños viviendo de obras de caridad en el exterior, y que más de cinco meses después todavía tiene a decenas de compatriotas sin una fecha de regreso. Detrás de los varados hay un drama de angustia por el desamparo en el que su gobierno los ha dejado. Detrás de este drama, hay toda una serie de violaciones de derechos humanos por las que nuestros funcionarios tienen que responder.

Mi plan original era volver a El Salvador a finales de mayo. Había salido del país hace dos años, cuando recibí una beca para estudiar mi maestría en Nueva York. En Estados Unidos, sobrevivía con los ingresos de mi beca, y no tenía un permiso laboral. Mi beca terminaba en mayo. Después de esa fecha, me quedaría varada sin ingresos y con una visa de estudiante caducada. Además, tenía una condición de vulnerabilidad. Unos meses atrás, estando en Estados Unidos, una camioneta me había arrollado, dejándome una discapacidad temporal en mi pierna izquierda y una lesión en la cabeza. Usaba muletas y brazaletes de metal para poder caminar. Me sentía vulnerable en un país que no era el mío. Esperaba con ansias volver a casa, pero el cierre del aeropuerto me tenía en el limbo.

El aeropuerto cerró el 17 de marzo, casi de manera espontánea. Otros países alertaron a sus ciudadanos acerca de que limitarían fronteras con suficiente tiempo para que pudiesen volver, o comenzaron a repatriarlos cuando la pandemia comenzó a golpearlos. Mis compañeros de estudios empezaron a volver a sus casas en procesos ordenados o en vuelos humanitarios. Yo solo los veía partir. A los salvadoreños varados, el cierre del aeropuerto nos había tomado por sorpresa. Para complicar la situación, comenzaron a circular las noticias sobre las muertes a causa de negligencia en los centros de contención, a donde llevaban a hacer cuarentena forzada a quienes habían ingresado al país a tiempo. Recuerdo las imágenes que compartía la gente que estaba allí encerrada: decenas de personas amontonadas en albergues improvisados, sin ninguna medida higiénica de prevención, y a veces hasta sin acceso a alimentación o a los medicamentos necesarios. En redes sociales y en las cadenas presidenciales se alimentaba un discurso de miedo y hasta odio contra los varados.

Entre los varados comenzaron a surgir voceros, y hasta organizaron un grupo de WhatsApp. En ese chat, la desesperación de los salvadoreños por volver era evidente. Una mañana, una señora envió una nota de voz, rota en llanto. “¿Por qué nos hacen esto?, ¿por qué nos desconocen? Yo solo quiero estar con mis hijos. Necesito volver para estar con mis hijos”, decía. Y esa era la situación de muchos. Habían salido del país por viajes familiares o de trabajo y habían dejado a sus hijos en El Salvador. Pero sus viajes de apenas unos días se habían vuelto ya de meses sin una sola esperanza de cuándo podrían regresar. En el grupo comenzaron a ser evidentes las necesidades: algunos varados ya no tenían dinero para pagar el alquiler, los estaban echando de sus casas, otros comenzaban a perder sus trabajos por no estar en El Salvador, no tenían acceso a sus tratamientos médicos y pedían ayuda hasta para conseguir comida. En todo esto, una salvadoreña dio a luz en California, y entre los varados se organizaron para enviarle víveres y pañales al “varadito” más joven.

El 25 de abril del 2020 me inscribí en un formulario que la Cancillería había creado para nuestro registro. Detallé mi situación, incluida mi discapacidad para caminar y mi lesión en la cabeza. Expliqué que sobrevivía con una beca que estaba a punto de terminar. De no volver cuando eso ocurriera, estaría en serios problemas económicos. El 20 de junio, luego de dos meses sin recibir ninguna respuesta, decidí llamar al Consulado de Nueva York en Long Island. Conté que llevaba semanas esperando volver a casa, pero que no podía por el cierre del aeropuerto. Expliqué que mis ingresos se agotaban y mi permiso de estadía también. Sin embargo, el consulado se rehusó a reconocerme como varada para incluirme en un vuelo de repatriación, porque yo era estudiante. Como si no tuviese derecho de regresar a mi propio país. “Aquí la solucion es que se regrese por tierra”, me dijo la funcionaria del consulado. Para entonces, ya varios varados se habían visto forzados a regresar por tierra, lo que implicaba cruzarse hasta ríos en balsas y llegar caminando a El Salvador para cruzar la frontera a pie. Esa era yo: una mujer joven, sola, con una discapacidad para caminar y una lesión en la cabeza, a quien su propio gobierno le estaba diciendo que mejor se regresara por tierra desde Nueva York para cruzar la frontera caminando.

La negligencia del gobierno de El Salvador con los varados en el exterior es una afrenta a los derechos humanos. La misma Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha llamado la atención al respecto. Paulo Abrau, secretario ejecutivo de la comisión, sostuvo una conferencia con la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos en El Salvador, en la que expresó su preocupación por la situación. “Me parece impensable que se pueda impedir que las personas puedan regresar a sus propios países”, declaró. El secretario señaló que esencialmente el gobierno está violando el derecho a la nacionalidad y, con ello, el ejercicio de otros derechos básicos.

De las violaciones más graves que se han cometido contra los varados es privarlos del derecho a la salud en su propio país. En medio de una pandemia, estos salvadoreños no pueden hacer uso del sistema de salud nacional por el cual han estado cotizando y pagando durante años. En Estados Unidos, el país donde se encuentra la mayoría, el acceso a la salud es exorbitantemente caro; y si no tienen un seguro médico privado, las cuentas de un tratamiento pueden ser altísimas. Hablé con otros salvadoreños que me contaron que habían tenido percances médicos mientras estaban en Estados Unidos. Una mujer, por ejemplo, tuvo una complicación médica estando varada en Houston. Me comentó que casi se muere, porque tenía miedo de los costos económicos de ir a un hospital. Finalmente, los bomberos la llevaron, pero ahora tiene una deuda que sobrepasa los 35,000 dólares. “Si hubiera regresado a tiempo a mi país, esto no hubiera pasado”, me dijo.

Otro derecho gravemente violentado es el de la reunificación familiar. El gobierno de El Salvador ha separado a familias salvadoreñas durante meses. En medio de una pandemia, niños pequeños o adolescentes han sido separados de sus padres y con ello se han visto privados de tener la protección de su familia. Otros varados no han podido regresar a tiempo para cuidar a sus adultos mayores, ni para darles un último adiós. Recuerdo que una varada traía consigo un cartel de protesta en su vuelo de repatriación. En él se leía que un familiar había muerto mientras estaba varada y que no había podido cuidarlo en sus últimos días como se lo había prometido.

El gobierno salvadoreño tiene la obligación de resarcir los daños psicológicos y costos económicos que han enfrentado los varados a causa de su negligencia. El gobierno los ha discriminado y ha negado que accedan a derechos básicos en su propio país. De acuerdo con la Cancillería, habría unos 4,000 varados fuera. La repatriación inició varios meses tarde y requirió la intervención de la Sala de lo Constitucional, que emitió medidas cautelares y ordenó al gobierno crear un plan de repatriación. El plan demoró en ser presentado oficialmente y los varados aún siguen cuestionando su existencia ante la improvisación de la que siguen siendo víctimas.

Finalmente, yo pude volver a El Salvador en un vuelo humanitario desde Nueva York, el 8 de julio del 2020. El Consulado de Manhattan fue muy receptivo sobre mi situación de vulnerabilidad y me incluyó en la lista de repatriación. Como otros varados, pagué más de 400 dólares para poder regresar e hice una cuarentena domiciliaria durante 14 días. Lastimosamente, no todos han ejercido su derecho de volver. Más de cinco meses después, aún hay salvadoreños varados sufriendo en el desamparo. Están enfrentando graves daños psicológicos, problemas económicos y violaciones a sus derechos humanos. Necesitan volver a casa para acceder a sus tratamientos médicos, volver a sus trabajos y ver a sus familias. Los abusos a la dignidad de los varados y a sus derechos dejará otra mancha en la administración del presidente Bukele y de su gabinete.


*Karla Castillo es salvadoreña. Estudia Administración Pública en Cornell University, New York. Trabajó en la Agencia de la ONU para los Refugiados y colaboró con la organización Border Angels, en la frontera sur de Estados Unidos. Esta columna refleja exclusivamente su opinión individual.

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