Aquella larga batalla por la justicia

En 1991, la guerra era una realidad cotidiana en El Salvador. No solo los muertos diarios, que hasta la fecha siguen formando parte de las estadísticas nacionales. Me refiero a la guerra abierta, con atentados, bombardeos, reclutamientos, cateos y persecuciones en plena ciudad, disparos a granel contra cualquiera identificado como “delincuente terrorista” por las fuerzas gubernamentales, o como “colaborador del régimen”, desde la perspectiva insurgente. Todo dependía de hacia quién señalaba el dedo acusador entonces, y hacia dónde se inclinaba la balanza de la tragedia, el látigo de la desgracia.

En suma, 1991 era otro año en el que se imponía el reinado de la fuerza, de la sinrazón y de la arbitrariedad, esa misma que Simone Weil evoca como “la fuerza manejada por los hombres, la fuerza que somete a los hombres, la fuerza ante la que se retrae la carne de los hombres”, y cuyos resultados en El Salvador fueron decenas de miles de muertos, desaparecidos y torturados, un inmenso mar de victimas cuya mayoría ni siquiera era fuerza combatiente, y entre los que nunca se cuenta a la diáspora, que desde entonces cobró fuerza y justificación.

Renunciar a la preeminencia de esa fuerza sobre la vida y sobre la razón requería terminar con la impunidad, construir un sistema de justicia moderno y seleccionar, para después cualificar, a una nueva generación de hombres y mujeres capaces de juzgar con base en la ley, y no a la capacidad de uno u otro bando para ordenar desde las sombras el destino de las vidas en esta sociedad. En suma, era urgente inaugurar una nueva época definiendo las reglas del Derecho y haciendo cumplir las que estaban todavía vigentes, mientras se buscaban amplios consensos para modificar las disposiciones constitucionales y legales que lo requerían, más acordes con la sociedad en paz que se quería construir.

Fue así como los llamados “Acuerdos de Caracas”, suscritos en mayo de aquel año entre el Gobierno y el FMLN, definieron una serie de temas sobre los que se iniciaría una discusión para darle espacio luego al verdadero proceso de negociación, que al año siguiente posibilitaría la firma de los Acuerdos de Paz en México. De los ocho temas definidos entonces, los tres primeros: Fuerza Armada, derechos humanos y sistema judicial, decían y dicen mucho del orden de prioridades entre los problemas históricos por resolver y que llevaron —y aún llevan al país— al enfrentamiento, la polarización y la falta de gobernabilidad, con independencia de la orientación política del Gobierno de turno.

Fue entonces cuando comenzó a hablarse de contar con un Órgano Judicial realmente independiente, formado por jueces profesionales, que serían capacitados por un Consejo Nacional de la Judicatura ajeno a las influencias político-partidarias, que estaría a cargo de una Escuela de Capacitación Judicial, que además garantizara la idoneidad de los juzgadores, la objetividad en su selección y la igualdad de oportunidades para todos los aspirantes a ejercer lo que se dio en llamar “la carrera judicial”. Este último un concepto tan trillado en tiempos actuales y que entonces no lo era, en un país donde cualquiera podía estar a cargo de un juzgado de Paz y donde los jueces en materia penal portaban al menos un arma bajo el saco, para decir lo menos.

Fue un largo camino que enfrentó no pocas resistencias, por eso es que el informe sobre buena parte de lo ocurrido en la guerra civil, conocido como el “Informe de la Comisión de la Verdad”, publicado en 1993, tenía como nombre oficial “De la locura a la esperanza”, y esa esperanza se cifraba en la erradicación de aquellas temibles prácticas de imposición de fuerza, de las que fueron responsables ambos bandos, pero a la vez de ciertas formas de pensamiento, que desde sucesivas administraciones civiles y militares privilegiaban el secreto, la arbitrariedad y una descarada discrecionalidad al momento de sospesar los derechos y libertades de las personas sometidas a su juicio.

Durante la década siguiente, quienes nos acercábamos de manera tímida pero entusiasta a las escuelas de Derecho constatamos el ímpetu de muchos de nuestros profesores, muchos de ellos recién estrenados como jueces, hablando por primera vez de la supremacía constitucional, de la aplicación directa de la Constitución, y, en particular, de temas como el debido proceso y la presunción de inocencia. Se trajo a cuenta tras décadas de olvido el principio de legalidad y los privilegios y libertades de una nueva generación de personas, conscientes de que la soberanía reside en el pueblo y no en los abanderados o uniformados de turno.

Con estas convicciones, y aireando temas que antes se consideraban proscritos y hasta peligrosos, se gestó un incipiente Estado de Derecho, en cuyos contornos fue posible dar la batalla por la ampliación de libertades y garantías. Así, ya entrado el presente siglo, diversas luchas ciudadanas, como la de una justa sindicalización para los trabajadores del sector público, la necesidad de limitar la libertad contractual entre particulares en lo que a la renuncia anticipada de derechos se refiere, la proscripción del aislamiento e incomunicación de los detenidos, y la obligatoriedad en el cumplimiento de las sentencias de la Sala de lo Constitucional, así como la vigilancia ciudadana sobre su cumplimiento, fueron solo algunos de los peldaños que hubo que escalar a fuerza de exigir, alegar y probar los argumentos que sostenían tales aspiraciones y derechos de libertad.

El poco o mucho éxito que se tuvo en estas gestas descansó siempre en el compromiso de los jueces y juezas del país, que desde sus respectivas instancias y jurisdicciones fueron capaces, en muchos casos, de estar a la altura de la misión constitucional encomendada, sabedores estos de la historia que les permitió desempeñar una carrera judicial que, en los años de la guerra civil, cobró tantas víctimas entre el mismo gremio, o favoreció la impunidad de los perpetradores de la muerte por su complicidad. Cada tribunal del país, pues, se constituyó, o debió hacerlo, en un baluarte de la democracia que no existe sin Estado de Derecho, sin aprecio por la Ley, y sin ocuparse del bienestar y las vidas de los destinatarios de estas.

Lo que ocurrió después de la toma de posesión de la actual Asamblea Legislativa ya había sido anticipado desde inicios del año. Basta volver sobre la nota publicada por Revista Factum en marzo (“La nueva Corte Suprema y el próximo fiscal general en manos de la Asamblea de Bukele”). Pero lo que no se esperaba es que la voluntad presidencial fuera más allá del nombramiento arbitrario de esos funcionarios a través de los delegados del oficialismo, sino que llegaría a socavar las bases mismas de un sistema ya de por si frágil e imperfecto. La decisión de la Asamblea Legislativa de aprobar un decreto inconstitucional que “jubiló a la fuerza” a muchos jueces de esa misma generación de los Acuerdos de Paz encontró una sociedad en su gran mayoría incapaz de valorar una independencia judicial que le ha dado pocos resultados, y mucho menos de defenderla antes instituciones de control que ya habían sido cooptadas por los aliados de la Presidencia.

Aquella larga batalla por la justicia, y para que sus bondades estuvieran al alcance de todos, “basada en la continua y perpetua voluntad de darle a cada quien lo que le corresponde”, como dijo el jurista romano Ulpiano en el siglo III, nunca fue un proceso que alcanzara todas las metas y expectativas de quienes negociaron la paz hace décadas, pero sí era una aspiración posible, en continua reconstrucción, que pasó este año de ser un proceso imperfecto a una trama interrumpida por el voluntarismo y la fuerza del actual gobernante, más preocupado por controlar a quienes debían controlarlo que por rendir cuentas de sus actos y de los de su Gabinete de Gobierno, siempre complaciente, siempre obediente.

Al final, quién sabe, será cuestión de tiempo volver a construir un sistema de justicia basado en el mérito y la experiencia, en el acatamiento a la Constitución y a la Ley, con una joven generación obediente, pero nada más que al texto fundamental e inmune al poder de turno, y, más importante aún, a cargo de hombres y mujeres con los conocimientos pero también el temple y la valentía para que puedan resistir al embate autoritario de quien vea en la investidura oficial una coraza que le protege contra las consecuencias de sus desmanes, en esa larga batalla que repetirá el principio pero que no tiene fin.


*Roberto Burgos Viale es abogado y catedrático salvadoreño.

¿TE HA GUSTADO EL ARTÍCULO?

Suscríbete al boletín y recibe cada semana los contenidos en tu email.