Monumentos al suelo y el ego hasta el cielo

Cualquiera que pasara a su lado podía reconocer lo horrible de esa escultura. El 3 de enero, como primer gran golpe publicitario del año, el gobierno de los Bukele terminó derribándolo. El Monumento a la Reconciliación fue inaugurado el 15 de enero de 2017, en el marco del 25 aniversario de los Acuerdos de Paz, para recordar “a las futuras generaciones que la manera de resolver las diferencias tiene que ser de una manera democrática, civilizada”, según dijo Gerson Martínez, ministro de Obras Públicas por aquellos años. Sobre el tema, recomiendo leer la columna más reciente de Roberto Valencia en su blog Crónicas Guanacas.

No me parece  extraño que lo hayan tirado al suelo. Nayib Bukele dio la orden de que fuera retirada hace algunos años. Y en lo personal, ni siquiera me da un tantito de pena. No por lo que el monumento quería significar sino por lo que terminó significando. Recuerdo los memes de aquel entonces, señalando a la escultura principal de esa plaza como un “Monumento a la Michi”, de generales conocidas por este pueblo tan ocurrente y voluble.

Como señala la escritora española Irene Vallejo, derribar estatuas y bajar del pedestal a ciertos personajes puede parecer posmoderno, pero es en realidad una tradición muy antigua. De hecho, nos hace recordar a Nerón, ególatra por excelencia, que “hizo erigir una colosal escultura suya que dio nombre a El Coliseo; cuando murió, Vespasiano, la reconvirtió en el dios Sol; más tarde, Cómodo mandó decapitar al astro rey y colocar sobre el cuello rebanado su propio retrato, que correría a su vez una suerte similar”.

La académica británica Mary Beard, en su libro “Doce Césares” –una de mis lecturas de inicio de año–, cuenta que el emperador Augusto, en su aubiografía, habla de “unas ochenta” estatuas de plata de su persona, tan solo en la ciudad de Roma. La escritora habla de que, hoy en día, casi todas las versiones en oro, plata y bronce que existieron en el tiempo de Augusto, fueron fundidas y recicladas y acabaron siendo nuevas obras de arte, dinero en efectivo o, en el caso de las de bronce, hasta maquinaria y munición militar.

Es muy similar a la manía del presidente –que ya no es presidente en funciones, pero que goza de los privilegios de un presidente– de borrar cualquier rastro que haga recordar a sus antecesores para, según él, reescribir la historia.

El asunto es que el poder no solo corrompe, a veces embrutece y lleva a creer al poderoso de turno que su intención de reescribir la historia será respetada por los siglos de los siglos. Demasiados ejemplos hay en la historia que nos hacen ver cómo hasta el más poderoso de los gobernantes termina siendo víctima de los mismos abusos y desmanes que provocó.

El «bukelato» puede tirar por suelo todos los símbolos de «los mismos de siempre», pero es incapaz de superar el modelo económico y explotador que aquellos impulsaron, fortalecieron y heredaron. Al final, no se trata de una estatua por aquí o de una escultura por allá, sino de la manipulación de las leyes, el abuso del poder, la utilización de las instituciones y sus recursos para fines gremiales y familiares. En eso, el presidente y «los mismos de siempre» son la misma cosa.

Nayib Bukele ha tenido la gran oportunidad de dejar un legado más allá de los monumentos y las estatuas; pudo fortalecer la institucionalidad y darle al país lo que nunca ha tenido: unas reglas claras para buscar el desarrollo, un respeto por la ley por encima de los caprichos, una búsqueda de la verdad por encima de la manipulación; pero no lo hizo y sería estúpido creer que lo hará.


  • Mauricio Maravilla  es abogado de la República. Cuenta con experiencia en diferentes medios de comunicación como moderador de entrevistas en radio y televisión. Actualmente es conductor del programa “Monseñor Romero: la Iglesia y el país”, en YSUCA.

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