La reciente elección de magistrados al Tribunal Supremo Electoral (TSE) viene a confirmar lo que todos ya sabemos: en El Salvador no existe independencia judicial.
Tanto la Constitución como la reiterada jurisprudencia de las legítimas Salas de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) han establecido que no se puede elegir magistrados que tengan o hayan tenido vínculos partidarios; es decir, que hayan sido parte orgánica o que tengan afinidad con partidos políticos. Se busca, mediante esta disposición, evitar que las decisiones judiciales sean arbitrarias, ya sea favoreciendo a una fuerza política, a un grupo económico, a cualquier grupo que ostente poder fáctico o al Estado mismo.
Al evitar la arbitrariedad, las decisiones judiciales pueden contener características como la imparcialidad, la independencia y la objetividad. Son características que también se buscan en los funcionarios de segundo grado que toman las principales decisiones en el país. Sin embargo, desde el golpe de Estado del 1 de mayo de 2021 (fecha en que se destituyó a la legítima Sala de lo Constitucional, sin la posibilidad de ejercer su derecho de defensa, y utilizando la fuerza policial y militar para que los magistrados firmasen cartas de renuncia), El Salvador carece de independencia judicial y del principio de separación de poderes. En nuestro país, una sola persona –Nayib Bukele– está al mando de los tres órganos del Estado. El presidente de facto tampoco debería estar gozando de este segundo mandato presidencial consecutivo. La Constitución vigente prohíbe hasta en seis artículos la posibilidad de la reelección presidencial inmediata.
Parecería cansado repetir por qué es necesaria la independencia judicial, la separación de poderes y el sistema de frenos y contrapesos en un país que se considera democrático, pero a veces hay que repetirlo porque El Salvador tiene poca memoria histórica y suele olvidar todos los errores del pasado. Por eso está condenado a repetir su historia.
Baste mencionar un ejemplo de por qué estos principios se consideran fundamentales en una democracia: actualmente hay cientos –sino miles– de personas inocentes que han sido detenidas bajo el régimen de excepción, sin la posibilidad de una defensa jurídica adecuada. Todos estamos de acuerdo en que los miembros de pandillas deben permanecer privados de libertad, cumpliendo la sentencia por los delitos cometidos, pero es evidente que, dentro de los miles de detenidos, hay gente inocente que, en tiempos de democracia y con una justicia verdaderamente independiente, ya hubieran recuperado su libertad.
Por otra parte, en cuanto a la elección de magistrados al TSE se refiere, está claro que los diputados del oficialismo quieren mantener cooptada la institución y así obtener decisiones judiciales favorables en el momento en que ocurran las elecciones para diputados o la elección presidencial. Con un TSE cooptado, al régimen dictatorial de Bukele se le facilitará incidir directamente para que se autorice la posibilidad de una reelección presidencial indefinida. Hay varias vías para que esto sea posible: si la también cooptada Sala de lo Constitucional emite un nuevo adefesio jurídico en forma de sentencia que permita semejante posibilidad; o si se reforma la actual Constitución; o si se deroga y se forma una nueva Asamblea Constituyente, con lo cual no quedaría duda alguna acerca de las intenciones del oficialismo por perpetrarse en el poder, como ocurre con cualquier dictadura.
Lejos está la época en la que las distintas conformaciones de la Sala de lo Constitucional –hasta antes del Golpe de Estado del 1 de mayo de 2021– no permitían que la Asamblea Legislativa eligiera funcionarios de segundo grado que tuvieran vínculo partidario, evitando, de esta manera, decisiones que buscaran menoscabar la débil democracia de la que gozábamos hasta la instauración del actual régimen autoritario.
Ahora es cuando se anhela tener, por ejemplo, aquella Sala de lo Constitucional de la mal llamada “cuatro fantásticos”, una Sala que emitió sentencias emblemáticas en contra de cualquier tipo de poderes fácticos o formales, apegándose a la Constitución, pero que también era atacada tanto por el oficialismo como de la oposición de turno. Pareciera ser que no aprendemos de nuestros errores y que no tenemos memoria histórica. Por eso los regímenes dictatoriales se aprovechan de esa amnesia colectiva para vulnerar cualquier derecho ciudadano o conquista, haciendo retroceder la institucionalidad del Estado hasta convertirla en un mero instrumento para perpetuarse en el poder.
En el momento actual, de nada sirve quejarse de la falta de independencia de funcionarios de segundo grado. Es como llorar sobre la leche derramada. Tampoco sirve de nada poner en funcionamiento o a prueba los despojos de institucionalidad que tenemos para revertir esas elecciones de funcionarios de segundo grado, pues ya sabemos que los también genuflexos magistrados de la Corte Suprema de Justicia nunca lo harán. En el momento actual, solo el pueblo salvará al pueblo. Y por ello, quizá la única solución sea poner en práctica el único artículo de la Constitución que puede operativizar el pueblo, el mismo artículo que el actual presidente inconstitucional invocó en su momento: el artículo 87, el derecho inalienable a la insurrección.
*Alfonso Fajardo nació en San Salvador, en 1975. Es abogado y poeta. Miembro fundador del Taller Literario TALEGA. Su cuenta de Twitter es: @AlfonsoFajardoC.
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