Todos estaremos de acuerdo con que el fin que se persigue, al invocar o alegar Derechos Humanos, es el de asegurar y garantizar el más alto nivel posible de vida y dignidad humana. Aunque, ya al hablar de lo “posible”, se cae sin embargo en una cierta dosis de pragmatismo que no deja de ser preocupante en aquellos ámbitos en los que la discrecionalidad gubernamental parece no tener límites, o donde el poder económico es equivalente o mayor al de los Estados.
En todo caso, la búsqueda de la dignidad humana constituye una tarea que no tiene límites; pues, como lo demuestra la historia reciente, aquellos avances que creíamos bien cimentados y ya asegurados para la posteridad aún son vulnerables ante retrocesos que no solo creíamos poco probables, sino que algunas veces hasta imposibles. Piénsese sino en amenazas inmediatas como el actual militarismo, el secreto absoluto en el manejo de las finanzas públicas o en el retroceso evidente en garantías —tan afianzadas apenas ayer— como la libertad de prensa y de expresión.
Y es que en esta materia, aunque el fin que se persigue —la dignidad humana— parece estar suficientemente entendido y explicado, los medios varían dependiendo del sujeto que los enarbola, de la situación que se enfrenta y hasta de quién y desde dónde se alega su incumplimiento o su vulneración.
Aquí entran en juego algunas de las características elementales de los Derechos Humanos: su progresividad que asigna un rol activo a los Estados, pero también su “universalidad”, que prohíbe la discriminación y supera la mera legalidad en la que se mueven funcionarios y gobiernos. Pero, también, otra característica que constituye la consecuencia inmediata de las dos anteriores: la “complementariedad”; esto es, que no puede lograrse una plena dignidad de las personas, individual y colectivamente consideradas, si se respetan solo algunos de sus Derechos Humanos, dejando en el abandono las garantías de otros que también le son exigibles al Estado, a la sociedad en su conjunto y hasta a los mismos individuos en el ejercicio de sus libertades.
Este cúmulo de diferencias y contradicciones, reales o aparentes, es el inicio de una pugna constante entre quienes exigen todos los Derechos Humanos para todas las personas, quienes reivindican solo una parte de estos y los agentes estatales que los niegan. Pero no solo los niegan, los restringen más de lo que las mismas leyes se lo permiten, o los utilizan interesadamente para impulsar sus plataformas electorales, castigar a los enemigos políticos o manipular la historia reciente como una mera demostración de poder. Y también para construir un paradigma histórico en el que solo el mandatario de turno pueda dispensar verdad y justicia a quienes lo demandan.
Ejemplos recientes sobran. El impulso dado por el fiscal general de la República al caso de la masacre en la UCA de noviembre de 1989 se inició con la presentación de una demanda de amparo ante la Sala de lo Constitucional el mismo día que se cumplían treinta y dos años de los asesinatos por parte de soldados de élite de la Fuerza Armada. Esta acción fue precedida por una convocatoria de prensa y que aprovechó el fiscal impuesto por el partido oficial para reivindicar el derecho a la verdad y la necesidad de reparar el daño causado por un grupo de soldados que, según él, habrían manchado el honor de la institución castrense, plegándose con este discurso a la tesis de que el crimen se trató de un caso aislado y no de una política sistemática durante la guerra civil de eliminar físicamente a todos aquellos considerados como opositores. Esto quedó probado en el juicio reciente, llevado a cabo ante la Audiencia Nacional de España, donde el viceministro de Seguridad Pública de entonces, el coronel Inocente Orlando Montano, fue condenado a 133 años de cárcel.
La demanda del fiscal no solo fue publicitada por una gran cantidad de medios afines al gobierno, sino que, además, se dio en el contexto de una ola de ataques a la misma universidad a la que pertenecieron las víctimas por parte de la bancada legislativa del oficialismo, descontenta por el papel fiscalizador que desde su misión académica ejerce la UCA. Lo que resulta del todo contradictorio, si se tiene en cuenta la centralización del poder que el régimen de Nayib Bukele ejerce, ya que mientras su fiscal declaraba defender los Derechos Humanos, los legisladores negaban otros atacando a la UCA como si de los gobiernos de Arena se tratara.
Una suma de contradicciones similares, producto de la misma manipulación política de la que se está hablando, se observa en el reciente fallo de la Sala de lo Constitucional, en el que declaró: “La inconstitucionalidad por omisión parcial del artículo 23 inciso 2° de la Ley del Nombre de la Persona Natural, pues la falta de regulación de los supuestos y condiciones para que un ser humano cambien su nombre por razones de identidad de género constituye un trato discriminatorio no justificado…”.
¿Cómo no estar de acuerdo con una declaración que reconoce la dignidad de las personas demandantes y de todas aquellas que se encuentran en la misma situación?
Sin embargo, debe recordarse que se trata de una Sala de lo Constitucional impuesta por el régimen, que funciona en evidente infracción de las mismas disposiciones constitucionales que ahora pretende garantizar, y cuya legitimidad pretende construir emitiendo decisiones de avanzada como la aquí citada. Decisiones, por cierto, con un efecto postergado, ya que la institución encargada de ejecutarla será la Asamblea Legislativa, en el plazo de un año, es decir, cuando se esté a las puertas de un nuevo proceso electoral, y cuando discusiones como esta, que implican reconocer la diversidad, la igualdad y la libertad de las personas, suelen mantenerse en un punto muerto, para decir lo menos.
Finalmente, es necesario hacer referencia a lo que está ocurriendo en el caserío El Mozote, donde autoridades de la gubernamental Dirección de Obras Municipales terminaron de destruir el monumento en memoria de las víctimas de la masacre cometida por el ejército en diciembre de 1981, a pesar de que el Estado salvadoreño quedó obligado, tras el fallo de este caso por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Párr. 371), a respetar estos espacios de la memoria.
Y es que al gobierno de Bukele le fue más fácil prometer beneficios millonarios a los sobrevivientes y familiares de las víctimas directas que cumplirlos o permitir la existencia de un memorial que no solo representaba el dolor y el martirio de muchos, sino que, a la vez, la capacidad de organización local de sus familiares a lo largo de la posguerra, que fueron quienes construyeron lo que ahora se destruye.
El monumento era una representación de todo lo que a este gobernante le incomoda: la autonomía de la voluntad ciudadana, la espontaneidad de las personas que desean honrar su historia de vida y de dolor sin que se convoque a cámaras de televisión, o se utilice la alfombra roja presidencial. Basta para todos ellos con el duelo familiar, y con buscar la justa reparación por la estela de dolor dejada por el operativo contrainsurgente al mando del coronel Domingo Monterrosa Barrios, a quien, por cierto, los anteriores gobiernos permitieron que se le honrara con su nombre en una brigada militar, pero al menos respetaron los monumentos ciudadanos.
Lo veremos en más casos en los próximos días: la manipulación, el sesgo, las órdenes contradictorias y los discursos vacíos de agentes estatales que han encontrado en la causa de los Derechos Humanos su nuevo punto de apoyo para alcanzar la credibilidad que sus mismas acciones desmerecen.
Nota:
- El Estado expresó su disposición de aceptar y realizar la creación de espacios para reconocer la dignidad de las víctimas y recordarlas, en el plazo razonable que por su naturaleza requiera. Al respecto, el Estado indicó que se había iniciado con el trámite correspondiente para declarar como bien cultural el sitio donde ocurrió la masacre de El Mozote, como un acto de reparación moral para las víctimas y sus familiares, y que adicionalmente se elaborará un plan para la creación de diferentes espacios para reconocer la dignidad de las víctimas en las poblaciones afectadas, todo esto en coordinación con las comunidades afectadas.
(CIDH: “Caso masacre de El Mozote y lugares aledaños vs. El Salvador)
*Roberto Burgos Viale es abogado y catedrático salvadoreño.
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