La justicia en El Salvador no agoniza: ha sido ejecutada. Y su restos yacen bajo las botas de un régimen que ha hecho de la persecución una de sus políticas de Estado. La captura de Fidel Zavala y otros activistas y voceros de un movimiento por la defensa de los derechos humanos y comunitarios confirma lo que ya era evidente: en este país, defender derechos fundamentales es un delito.
Mejor dicho: defender derechos y denunciar abusos del Estado es un delito.
Zavala y el resto de activistas fueron acusados de asociaciones ilícitas, la fórmula mágica que la Fiscalía y en particular los tribunales domesticados, que al final son los que avalan las ilegalidades en tiempos de régimen de excepción, han encontrado para criminalizar a cualquiera que se atreva a cuestionar la narrativa oficial.
Una narrativa que, por supuesto, no vieron -o no quisieron ver- los empresarios extranjeros y salvadoreños que rindieron pleitesía y que hábilmente fueron presentados como adornos de las libreras de Casa Presidencial.
El verdadero pecado de Zavala no fue cometer un crimen, sino documentar los abusos del Estado, denunciar las detenciones arbitrarias y dar voz a las víctimas del régimen de excepción. No hay que olvidar que fue Zavala, quien ya estuvo preso al inicio del régimen, quien denunció lo que vio en las cárceles: torturas, corrupción y la complicidad de funcionarios como Osiris Luna, director de Centros Penales.
La persecución contra activistas no empezó con Zavala. La Fiscalía continúa su campaña contra los cinco ambientalistas de Santa Marta, en Cabañas. En noviembre de 2024, la Cámara de Cojutepeque anuló un fallo absolutorio y ordenó repetir el juicio contra los ambientalistas, reactivando el hostigamiento en su contra.
La razón de esta cacería es más que evidente: estos líderes comunitarios han sido el rostro de la lucha contra la minería, una industria que el gobierno reactivará a toda costa. Su activismo incomoda a los intereses del poder, la respuesta del Estado es la criminalización y la persecución judicial.
Por eso el mensaje es claro: en El Salvador, nadie que se oponga a los intereses del régimen estará a salvo. Ni los defensores de derechos humanos, ni los ambientalistas, ni los periodistas, ni nadie que se atreva a desafiar la narrativa oficial.
La justicia ha sido reducida a una farsa, las cárceles también guardan a inocentes y el aparato de seguridad, en lugar de combatir el crimen, se ha convertido en un instrumento de represión política.
El gobierno ha logrado lo que quería: sembrar miedo. Pero también ha dejado en evidencia su propia fragilidad. Un régimen que necesita silenciar, encarcelar y perseguir a quienes defienden los derechos humanos no es fuerte: es muy débil.
Un gobierno que teme a la verdad y necesita destruir a sus críticos no es invencible; está desesperado. La historia nacional ya ha visto este guion antes. Y sabemos cómo termina.
Foto/Cortesía El Diario de Hoy
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