Bukele y su política de seguridad

La evaluación de la política de seguridad del primer año de gobierno de Bukele a la luz de algunos de los principios de la seguridad democrática no resiste el mínimo análisis. Los enfoques integrales, la visión y planificación estratégica medible con base en indicadores, la transparencia y rendición de cuentas, la participación ciudadana, la intervención multisectorial y la gestión de la seguridad bajo un enfoque de respeto y garantía de los derechos de los ciudadanos simplemente no existen en el discurso y la práctica del actual gobierno. En su lugar predomina la improvisación y la reacción, la opacidad, la centralización y gestión autoritaria de la seguridad, el irrespeto a la ley y al estado de derecho, las violaciones a los derechos humanos y la desinstitucionalización.

Pero esa forma de gestionar la seguridad no es mera omisión, inoperancia o falta de capacidad técnica del equipo de gobierno. Ciertamente hay algo de esto, pero la política de seguridad de Bukele hay que analizarla a la luz de la actual crisis institucional, de los intentos del gobierno de neutralizar cualquier oposición para concentrar poder y del proyecto político-autoritario de Bukele y su grupo.

La configuración de una política de seguridad regresiva no tiene como fin en sí misma la garantía de la seguridad de la población, ni siquiera la represión del delito. El propósito de fondo de esta política de seguridad es ejercer el control social y político de la población, en un contexto en el que prevalecen ambiciones de hacerse del poder total. El ingente aumento de efectivos militares y de presupuesto militar, la asignación de suprafacultades a la fuerza armada en seguridad y otras áreas de la vida civil, como la salud pública, la exaltación pública de la figura militar y la profundización de la militarización de la policía cobran sentido en la medida en que Bukele requiere contar con un robusto brazo armado para materializar su proyecto autoritario.

Esto fue constatado en el tristemente célebre autogolpe protagonizado por Bukele el 9 de febrero, en el que usó a las fuerzas de seguridad para presionar al poder legislativo y, más recientemente, en la militarización y la securitización de la respuesta a la pandemia, mediante las cuales se ha sometido a la población a la discrecionalidad de las fuerzas militares y de seguridad, bajo la justificación de proteger la salud general. El uso de la coacción y de la represión, incluidas las detenciones ilegales sin control judicial para mantener confinados a los ciudadanos, los reiterados abusos y graves violaciones a los derechos humanos cometidos por la policía durante la pandemia, y la instauración de un clima de miedo como instrumento de dominación y control social, han sido un ensayo del uso político que Bukele le va a dar a la Policía Nacional Civil y a la Fuerza Armada para concentrar poder en los próximos años.

En este escenario, la política de seguridad de Bukele no se ejecuta en los territorios, como lo publicita su mediático Plan Control Territorial. Su verdadera política es ejecutada en la práctica en dos dimensiones que no necesariamente tienen que ver con una política criminal: a nivel público, desde el ámbito del marketing publicitario, con una retórica de mano dura y falsas salidas recicladas de gobiernos anteriores, que buscan impactar principalmente en las percepciones y el clima de opinión; y, a nivel privado e interno del gobierno, mediante acuerdos con grupos de poder fáctico y decisiones con graves implicaciones para la institucionalidad y la seguridad futura de la población.

En esta lógica, se inscribe el presunto pacto con las pandillas y posiblemente con otros actores de la violencia para bajar la tasa de homicidios. Resulta llamativo el menor énfasis del gobierno en la persecución de la delincuencia organizada y delitos como el contrabando, el tráfico de armas y de drogas y la corrupción, los cuales ni siquiera se mencionan en las prioridades gubernamentales en la persecución del delito.

A escala institucional, si bien gobiernos anteriores debilitaron progresivamente la institucionalidad de la seguridad, las decisiones actuales pueden provocar daños irreversibles a futuro. La asignación de suprapoderes y mayor autonomía a la Fuerza Armada en materia de seguridad, incluso mediáticamente con un papel más protagónico que el de la policía, y la normalización de su participación en el ámbito de la seguridad, no hacen más que desprofesionalizar y debilitar la naturaleza de la institución armada y de la corporación policial, además de ser inconstitucional y contravenir lo pactado en los Acuerdos de Paz.

En el ámbito de la gestión policial, se está consolidando un modelo policial militarizado iniciado por anteriores gobiernos; se han debilitado los sistemas de control disciplinario interno y se han nombrado oficiales en algunas áreas estratégicas, cuestionados en el pasado por sus vínculos con la criminalidad organizada. Se señala además que se han desarticulado áreas dedicadas a la investigación y persecución del delito, principalmente de la criminalidad organizada. Las condiciones laborales y de bienestar policial han empeorado debido a la pandemia, lo que socava la ya deteriorada moral policial.

Los contagios masivos de elementos policiales debido a la falta de medidas de protección y protocolos de seguridad están afectando severamente a la corporación policial, que debería replantear en lo inmediato sus esquemas de operatividad y administración policial, al menos hasta que se reduzca la prevalencia de la Covid-19. Contrario al discurso y a la propaganda gubernamental, todas estas acciones profundizan el debilitamiento institucional, lo que en la práctica potencia y favorece la criminalidad organizada, que ha tenido la capacidad de reacomodarse en cada transición política en el país.

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