¡Resiste!, pero piensa.
Cuando despertemos del confinamiento, nuestra vida ya no será igual a como la despedimos. Quizás no logremos apreciar la diferencia, con eso de que atesoramos una inmejorable suerte para adaptarnos a lo nuevo y olvidar lo irremediable. La recta autoridad que por mucho tiempo creyó combatir la triada ecologista, animalista y feminista está de regreso. Pero no se dejen engañar. No es la autoridad china la que pesa como espada de Damocles sobre la cabeza de Europa, como algunos nos advierten (Žižek nos da a elegir entre su anhelada reconquista comunista ¡necesitábamos una catástrofe! o la ley de la jungla) y otros incluso nos la recomiendan con descaro (Byung-Chul Han añora los “éxitos” de control y video- vigilancia digital en Asia). Lo que llama a nuestras puertas es una autoridad que al condenarnos nos liberará. Vayamos paso a paso.
En China, la autoridad sigue un modelo clásico. Su legitimidad se funda en métodos coactivos no democráticos y su propagación se acelera gracias al miedo de sus súbditos. La autoridad se apoya en la conciencia servil que arrastra a todo el pueblo asiático. El chino es fundamentalmente un parásito social. El omnipotente partido comunista impone los modos y costumbres que favorecen el restringido ejercicio de las libertades individuales y civiles (el chino no elige, es elegido por la tradición, la jerarquía, etcétera). Carecen de redes sociales universales en servicio de otras Made in China que facilitan el monitoreo y el control 24 horas. En ellos, la (falsa) libertad de su modelo capitalista los condena a una vida sumisa.
La autoridad que acecha a Europa, en cambio, es otra muy distinta. Su energía se conduce desde una “falsa” modestia hacia el prójimo. Apelamos a la autoridad como instrumento para protegernos de los demás. La autoridad de la que hablo es una que irrumpe desde nosotros (servidumbre voluntaria). Cuando la gente en sus balcones increpa a los viandantes (en España se le llaman popularmente balconazis), ejerce inconscientemente una autoridad distinta de la asiática. Aunque en ambos la libertad resulta inoperativa, en el caso europeo no es erradicada, sino suspendida. El lema que anima el confinamiento es #yomequedoencasa y no #quédateencasa, que en justicia sería el más indicado para un auténtico Leviatán. El primero de los lemas solo puede surgir en una sociedad insubordinada donde el individuo no se opone a la autoridad (como hace China), sino que la abraza de forma inconsciente (autocensura).
La autoridad sigue el siguiente patrón: se revela primeramente como coacción (¡obedece!), regresa como autocensura (¡prefiero no tener que (…)!) y finalmente se resuelve como farsa (acato para protegerte de mí). China se encuentra en la primera fase; Europa, en la segunda, mientras que la tercera fase es esa supuesta vuelta a una “nueva normalidad”. En esta inédita etapa se espera una sociedad libremente sometida en favor de ese falso sentimiento de protección colectiva. Ya no buscaremos preservarnos de la autoridad como ocurría en la fase posmoderna (pre Covid-19), sino someternos a ella por un bien superior (sentirnos protegidos, ¡cuidar(nos) del prójimo!).
Fíjense en el lema archipregonado en todos los medios de comunicación: “¡Usa la mascarilla (tapabocas) para proteger a tus seres queridos!” Lo que se oculta tras esta “cordial” invitación fraternal es en realidad un mandato cínico: me coloco la mascarilla para que te obligues a usarla; es decir, tras el acto de aparente solidaridad palpita nuestro profundo deseo de protegernos de aquello que pretendemos proteger. ¿No es, acaso, el verdadero trauma a la Covid-19 (¡no el número de muertes!) el miedo a ser contagiado por el prójimo? ¿No se parece este miedo al que infligen los inmigrantes en situación irregular cuando asolan nuestras costas europeas o al del mundo musulmán que amenaza con disolver nuestros valores occidentales (burka, velo islámico, etcétera)? El virus ha inoculado ese miedo al otro (ahora todos somos un potencial enemigo), capaz de infectarnos de algo horrible que disuelva nuestra acomodada vida normal. Por eso, preferimos suspender la vida (¡sobredimensionando la “pandemia”!) antes que reconocer que todo esto es producto de la paranoia. ¿No es acaso esta la misma lógica (de protección frente a lo real) que adoptan los niños cuando fingen que Papá Noel trae los regalos de Navidad para no decepcionar a sus padres?
Y, sin embargo, aunque resulte paradójico, el confinamiento se presenta como la única esperanza para una libertad mejorada (un hijo se libera de su padre solo cuando se revela como firme autoridad y no como amigo al que le confía sus secretos). El consentido sometimiento a horarios, restricciones, protocolos nos colocará frente a una libertad consciente de sus límites, reconocedora de la autoridad que la confronta y alejada del afán de novedades que la aturde y la estrangula.
Nous n’avons pas le choix!
*Antonini de Jiménez es doctor en Economía por la Universidad Católica de Pereira, Colombia. Ha sido profesor universitario en Camboya, México y Colombia. @antoninidejimenez.
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