Tres años han pasado desde que El Salvador entró en régimen de excepción. Tres años en los que el país ha sido testigo de un cambio radical: los derechos humanos han dejado de ser garantías para convertirse en concesiones del poder.
No se esfumaron de golpe; El Salvador los dejó en el camino, como quien suelta lastre sin darse cuenta, convencido de que no eran necesarios. O peor aún, de que esa era la única forma de estar seguros. Hoy, la cárcel sin juicios es aceptada como una medida de seguridad; el silencio ante las desapariciones e injusticias, un acto de prudencia; y el miedo a denunciar, una regla para sobrevivir.
Este régimen no solo ha cambiado las reglas del juego, ha cambiado a la sociedad. Nos han querido convencer de que el sacrificio de algunos es el precio del bienestar de muchos. Nos han querido enseñar a vivir con la incertidumbre de lo arbitrario, a normalizar la idea de que cualquiera es culpable si así lo desea el régimen, a normalizar el margen de error: a que paguen justos por inocentes.
Pero lo más terrible es que han logrado que el miedo se transforme en complicidad y que la resignación se convierta en aceptación.
El régimen de excepción, aprobado el 27 de marzo de 2022, es una herramienta para controlar a El Salvador. Para someterlo silenciosamente. No se trata solo de encarcelar a quienes hayan cometido crímenes, sino demostrar que nadie está a salvo si el poder así lo decide.
Es un recordatorio constante de que la voluntad del gobierno está por encima de cualquier norma, de que la justicia no responde a las leyes sino a decisiones políticas.
Por que, ¿quién está dispuesto a desafiar esas decisiones cuando el castigo es pudrirse en una celda?
Pero el régimen de excepción es también el mayor éxito de los nuevos tiranos. O mejor dicho, de los tiranos que solo esperaban su oportunidad para emerger. El gobernante de El Salvador no solo administra la libertad de sus ciudadanos, ahora también recibe dinero para administrar la libertad de presos -y de migrantes- de otros países.
En el pasado, Factum denunció el uso del régimen de excepción como un instrumento de control a través de la imposición del miedo. La novedad, tres años después, es que ya podemos entender por qué el gobierno salvadoreño asumió el bochorno de mostrarse internacionalmente como abiertos violadores de derechos humanos.
Los venezolanos encarcelados en el Centro de Confinamiento del Terrorismo y la reciente visita de la secretaria de Seguridad Nacional de Estados Unidos –quien usó al CECOT como escarmiento para migrantes– son clave para entender que, en realidad, el gobierno salvadoreño fue siempre varios pasos adelante y leyó con anticipación que los autoritarios del futuro también querrían inyectar su propia dosis de miedo.
No solo eso: también entendieron que buscarían usar a El Salvador como un infierno, como el “shithole” del que siempre habló Trump y que Bukele no solo aceptó; también lo puso en alquiler.
Después de tres años, la gran pregunta no es cuánto más durará el régimen de excepción, sino cuánto más está dispuesto El Salvador a tolerar. ¿Cuánto más el país aceptará la idea de que la justicia es opcional y que la libertad es un privilegio revocable?
¿Cuándo dejaremos de creer que el miedo es normal?
Porque si algo ha demostrado este régimen -con su régimen de excepción- es que, mientras el miedo siga siendo más fuerte que la indignación, la excepción será la nueva normalidad.
Y cuando un país se acostumbra a vivir sin justicia, sin juicios y con la tortura y la muerte en las cárceles como parte del paisaje, lo que le espera es un futuro gobernando por el abuso como regla y el poder sin límites como única ley.
Una sociedad que acepta la brutalidad como solución está condenada a que la brutalidad se vuelva su única forma de gobierno.
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