Transparencia y utilización de recursos públicos

Actualmente grupos de la sociedad salvadoreña se esfuerzan en tener información sobre la utilización de los recursos que los ciudadanos entregan al Estado para el cumplimiento de sus funciones constitucionales. Las gestiones para obtener acceso a una cantidad y calidad cada vez mayor de esa información son parte del menú noticioso en forma casi cotidiana. Como también lo es la realización de acciones judiciales contra expresidentes y empresarios, por corrupciones en el manejo de fondos públicos o en la manipulación de la justicia.

En una democracia debería ser normal que los ciudadanos exijan a sus autoridades el rendimiento de cuentas; al fin y al cabo, el Estado es de los ciudadanos, debe trabajar en su beneficio, y es financiado con impuestos que salen de su bolsillo. Esa misma calidad tendría que tener el enjuiciamiento de quienes son sospechosos de delitos como los mencionados, sean altos funcionarios públicos (que a veces también son empresarios), o importantes empresarios que se benefician de estar coludidos con los primeros.  Sin embargo, en El Salvador la transparencia no ha sido una costumbre. Históricamente la utilización patrimonial de la función pública ha sido la base para la generación de grandes fortunas, lo que ha sido un comportamiento aceptado por buena parte de la ciudadanía; como resultado, salvo excepciones, ni los funcionarios públicos se han sentido obligados a rendir cuentas, ni los ciudadanos han ejercido su derecho a pedirlas, y menos ha habido interés de los medios de comunicación sobre ese tema. La opacidad no es sinónimo de corrupción, pero es innegable que la favorece; más aún si está acompañada de la inacción de las instituciones que deben combatirla.

Para ejemplificar lo afirmado arriba citaremos algunos casos relativamente recientes, y correspondientes a sectores muy sensibles: la forma poco clara en la que se hicieron las privatizaciones de las empresas del Estado que administraban bancos, distribuidoras de energía, ingenios azucareros o prestadoras de servicios de telecomunicaciones; o el procedimiento de concesión de las AFP. Eso sin meternos en un tema básico: la privatización de las propiedades del Estado estaba integrada a un cambio de patrón de acumulación, y se determinaba desde el gobierno a sus beneficiarios. Tampoco existían en el pasado leyes que regularan adecuadamente la participación en licitaciones y en las respectivas adjudicaciones. Frecuentemente éstas se daban a los allegados, y en no pocos casos a empresas de los mismos funcionarios.

Quizá lo más grave era que una compleja red de instituciones encargada de la supervisión de los funcionarios públicos no parecía actuar de manera adecuada en la vigilancia de su comportamiento ético, o en la preservación del patrimonio del Estado, es decir, de todos los salvadoreños. Una Corte de Cuentas actuando con criterios partidarios, una sección de probidad de la Corte Suprema de Justicia cuyas capacidades fueron mermadas cuando había comenzado a actuar, un Tribunal de Ética Gubernamental prácticamente inoperante, una Fiscalía General que no cumplía con sus obligaciones constitucionales de ser la defensora del Estado. Salvo casos excepcionales –que sirven para confirmar la regla, dice el refrán– ninguna de ellas se distinguió por responder a la función que la Constitución Política y las leyes les determinan.

En 2009 confluyeron varias causas para provocar un cambio. Una alianza, con el FMLN como eje, ganó las elecciones presidenciales; así, los sectores que antes ejercían el gobierno en forma patrimonial perdieron buena parte del manejo del Estado, y ya no veían a los potenciales usufructuarios de la función pública como parte de “los míos”. Desde algunos años atrás se había desarrollado una tendencia internacional de demanda de la transparencia y de combate a la corrupción, que ya empezaba a expresarse en el país preferentemente en sectores de clase media, y en algunos medios de comunicación que habían irrumpido con una renovada versión de la responsabilidad periodística. Las nuevas tecnologías facilitaban a los ciudadanos la denuncia de probables frutos de corrupción, y creció la demanda de información sobre la utilización de los recursos del Estado. En su discurso inaugural, el presidente Mauricio Funes se comprometió al combate sin descanso contra la corrupción, y al establecimiento de mecanismos de transparencia. Poco después, se abrió una posibilidad inédita al aprobarse una ley de acceso a la información pública – propuesta desde antes por sectores ciudadanos,  sin que ARENA hubiera respaldado su aprobación. Pese a los defectos que la ley pueda tener, y aún teniendo en cuenta los abusos en las reservas de información, el acceso al conocimiento de las acciones de los funcionarios y del manejo de los fondos públicos es un paso importante a partir del cual puede avanzarse.

Como se dice al inicio de este artículo, en diversas instancias del Estado sigue habiendo casos en los que al menos existe sospecha de mal manejo de la función pública: licitaciones amañadas, favorecimiento a empresarios allegados, utilización abusiva de los fondos públicos, relaciones potencialmente delictivas entre acusados y fiscales acusadores, etc. Los discursos pueden favorecer la búsqueda de transparencia. Las leyes pueden señalar procedimientos para lograrla, o reforzar la capacidad de perseguir la corrupción. Pero no bastan. Nada se consigue sin que los que los ciudadanos reclamen por la utilización de fondos que son de ellos y no de los funcionarios.  Y en esta dirección hay un despertar que influye enormemente. La prensa alternativa ha tenido gran influencia en el cambio; el periodismo investigativo ha puesto a la luz del día realidades que exigen aclaración y deducción de responsabilidades, sea quien sea el funcionario que los cometa, sea quien sea el beneficiario privado o el corruptor en caso en que lo haya. También grupos ciudadanos, a veces muy pequeños pero en varios casos muy comprometidos, han presionado para que los avances legales sean convertidos en práctica cotidiana de las instituciones públicas.

La atención al tema de la transparencia y la corrupción se va generalizando en el mundo, y es cada vez más una exigencia en las relaciones internacionales. Los casos paradigmáticos de Guatemala deben servirnos para ver cómo un gobierno radical de derecha llegó a niveles muy avanzados de comisión de delitos contra el erario público, y cómo el gobierno que lo sucedió – encabezado por un evangélico fundamentalista – no ha estado exento de ellos. En tanto, en otros países, como Brasil, son políticos que se autoproclaman de izquierda los que están señalados junto a colegas que se definen como derecha, coludidos con empresarios de alto nivel. En el primer caso, es una instancia internacional la que se ha encargado del combate a la corrupción, en el segundo la justicia local. Sirvan estas menciones para mostrar cómo el problema va más allá de las lealtades ideológicas expresadas. Lo mismo pudiéramos decir sobre personajes de diversas ideologías que han considerado la función pública como un espacio de servicio, y lo han ejercido con probidad; entre éstos suele señalarse al expresidente uruguayo José Mujica.

La lección principal es que la corrupción se expresa con intensidad en la política, pero no nace en la política. Una sociedad con comportamientos éticos generalizados sólo por excepción presenta casos de corrupción, en tanto una sociedad permisiva con el tema verá aumentada la posibilidad de que los que carecen de los principios éticos necesarios asuman la conducción del Estado; no es extraño entonces que se sucedan manejos impropios de los fondos públicos así como que puedan ceder a las presiones de intereses empresariales en busca de favores que les mejoren sus condiciones en el mercado. Es la sociedad en su conjunto, y en especial sus dirigentes, la que debe vigilar la probidad y en general la función del Estado que le pertenece.

En nuestro país estamos en la vorágine de utilizar instrumentos que no se tenían. Una parte de la sociedad – minoritaria aún – ha dado muestras de su compromiso para actuar en búsqueda de una mayor transparencia y un serio combate a la corrupción. Algunas instituciones han comenzado a actuar, de forma aún muy imperfecta, a veces priorizando los efectos mediáticos sobre las acciones que la ley establece. Se ha señalado que esto genera el riesgo de condenas sociales previas a la demostración de las culpas; lo que no quita el reconocimiento de los avances logrados, a la vez que señala la responsabilidad de que en tanto se procede al castigo de quienes son responsables se evite causar daños irreparables a quienes terminen siendo inocentes. La obligación de las instituciones encargadas del combate a la corrupción es esforzarse en lograr este difícil equilibrio; los medios, es obvio, tienen una gran responsabilidad ética este respecto.

Por último, no puede dejar de mencionarse la presión de países externos, primordialmente en el llamado “triángulo norte” de Centroamérica. Por intereses estratégicos coyunturales, varios países – sobre todo Estados Unidos – han convertido la seguridad pública y el combate a la corrupción en dos ejes centrales de su política hacia esos países. Esa presión externa se ha señalado como una de las explicaciones que puede tener la energía con que la Fiscalía General y la Sección de Probidad han comenzado a actuar en casos hasta ahora muy contados. La colaboración externa puede ayudar, pero de ninguna manera debe sustituir al esfuerzo interno.

Queda mucho por hacer. Un hábito de décadas es difícil minimizarlo de la noche a la mañana. Eso depende primordialmente de lo que los salvadoreños hagamos para tener una sociedad que sea intolerante a la corrupción de sus ciudadanos, sean o no funcionarios públicos.

 

 

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