Migrantes, un camino pavimentado por la corrupción

Esta semana tuve el honor de hablar en el 35º aniversario de fundación del Centro de Recursos para Centroamericanos (CARECEN), una de las organizaciones que más ha ayudado a salvadoreños guatemaltecos y hondureños que viven, con y sin documentos, en la capital de los Estados Unidos. Abel Núñez, el presidente de CARECEN, me pidió dar a los asistentes mis comentarios sobre las condiciones que, en el Triángulo Norte de Centroamérica, siguen empujando la migración masiva hacia el norte.

Traduzco en esta columna, parte de la edición especial del segundo aniversario de Revista Factum, extractos de lo que dije, que puede resumirse así: la debilidad de los estados nacionales del norte de Centroamérica, sus corrupciones, la mezquindad de sus empresarios y sobre todo sus violencias siguen expulsando a decenas de miles de jóvenes. El Triángulo Norte sigue perdiendo a manos llenos a una generación completa, a manos de esas violencias y de la desidia criminal de sus funcionarios y sus elites.

La violencia extrema y sus causas históricas son las que empujan a los centroamericanos, sobre todo a los más jóvenes, a dejar sus comunidades y emprender la peligrosa ruta hacia el norte, donde la promesa de algo mejor sigue motivándolos.

Sí, es la violencia. Para Yanira, por ejemplo, una joven con la que hablé el verano pasado en una corte migratoria de Baltimore; para ella es la violencia personificada en el jefe local de la pandilla que la hace vivir bajo una amenaza inapelable: o se convierte en su esclava sexual o ella y su familia mueren.

Es la violencia amparada por la falta de un Estado competente capaz de controlar y proteger el barrio en el que Yanira vive.

Sí, es la violencia, pero no solo la que suele atribuirse a las pandillas. Es también la violencia incrustada en un sistema económico excluyente creado y desarrollado a lo largo de siglos de vida republicana para favorecer a unos pocos y dejar a la gran mayoría en la miseria; un sistema propiciador de desigualdad en el que, en Centroamérica, somos expertos.

Es a violencia perpetrada por el Estado, sin importar los colores o ideología de quienes lo administran. En El Salvador, Guatemala y Honduras, las elites económicas utilizaron sus ejércitos, entrenados por Estados Unidos con métodos brutales e inhumanos, para contener y reprimir a quienes reclamaron sus derechos. La represión, la falta de espacios políticos o del diálogo como forma de resolución pacífica de conflictos llevaron a la insurrección en las últimas décadas del siglo pasado. Y la violencia política nos llevó a las guerras. En los 80, en plena Guerra Fría, el Triángulo Norte de Centroamérica era desgarrado por sus conflictos internos, pero también por las consecuencias nefastas de la política exterior de los Estados Unidos, que puso en esa región del mundo, nuestra región, el centro de sus planes contrainsurgentes.

Aquello provocó, en los 80 y la primera mitad de los 90, la primera gran ola de migración centroamericana a los Estados Unidos.

En El Salvador y Guatemala firmamos acuerdos de paz en 1992 y 1996 y soñamos con construir nuevas sociedades, nuevos espacios para la democracia, y países más justos. Pero resultó que todo era un sueño, o al menos que es un sueño inacabado.

Las elites económicas que sobrevivieron las guerras no estaban dispuestas a ceder su poder. Nuevas elites nacieron en forma de organizaciones criminales alimentadas por la corrupción extendida en el aparato público y por la impunidad, las dos herencias más visibles de esas guerras.

En El Salvador, las guerrillas de izquierda se convirtieron también en elites políticas una vez que llegaron a administrar la cosa pública, y una vez en el Gobierno probaron ser una decepción, ya sea porque la revolución que pregonaban no les bastó para evitar las alucinaciones que produce el poder o porque, simplemente, se corrompieron.

La violencia también es corrupción e incompetencia.

Estados débiles, incapaces de brindar servicios básicos de justicia, salud y educación han cedido el control territorial a otros poderes, como las pandillas, los narcotraficantes o a caudillos locales corruptos. Estas son las principales causas que empujan la llegada de miles de jóvenes a la frontera sur de los Estados Unidos.

Estuve en Tucson y en Nogales, Arizona, en 2014, cuando la primera ola de jóvenes centroamericanos llegó a esa frontera. Estuve ahí poco después de que Obama hablara de una crisis humanitaria. Ahí, la mayoría de jóvenes, activistas, personal consular o abogados con los que hablé me dijeron que los niños centroamericanos indocumentados sin compañía (los UAC se les llamó en la jerga oficial estadounidense) habían llegado huyendo de la violencia, de la muerte, de una tierra sin futuro.

Una trabajadora social en Tucson me contó la historia de un niño guatemalteco, un maya que apenas hablaba español. Llamémosle Mateo. Vino huyendo de su pequeña aldea en Huehuetenango, donde hombres armados habían matado a su mamá. En Tucson, nadie le dijo que tenía el derecho de presentarse ante un juez estadounidense antes de ser deportado. Eso también es violencia.

En julio de 2014, con la crisis fronteriza en pleno apogeo, la académica estadounidense Elizabeth Kennedy viajó a El Salvador y entrevistó a 300 niños en comunidades que se habían convertido, por sus condiciones de pobreza, violencia, corrupción y falta de Estado, en plataformas para la migración. “El crimen, las amenazas de las pandillas o la violencia parecen ser los determinantes más fuertes en la decisión de migrar”, escribió Kennedy en un estudio titulado ‘No hay niñez aquí: por qué los niños centroamericanos están huyendo de sus hogares’.

En 2014, cuando afrontaban importantes presiones de Washington por la crisis de los UAC, los gobiernos centroamericanos insistían en mantener otra narrativa, una que los hacía parecer menos incompetentes: es, sobre todo, el deseo de reunificación familiar el que motiva la migración. En su estudio, Kennedy concluyó que la violencia es la que motiva a los menores a querer reunirse con sus familias en Estados Unidos.

 

Estuve en Guatemala a finales de septiembre y escuché allá a un viceministro de Relaciones Exteriores insistir en lo mismo, en que era la reunificación familiar, no en principio la violencia la que motivaba los flujos migratorios.

Déjenme utilizar las palabras de una migrante hondureña que conocí en Langley Park, Maryland, para responder a eso. Madre de dos adolescentes, esta mujer trabaja dos turnos diarios, 14 horas, para traer a sus hijos a vivir con ella en Estados Unidos. “Todo, hasta al camino por México, va a ser mejor que lo que yo dejé allá”, me dijo.

Permítanme disentir con los funcionarios. Lo que he visto en las cortes migratorias de Baltimore, en la comunidades receptoras en Silver Spring o Langley Park, en Maryland, o en Fairfax, Virginia, me dice otra cosa: el principal motivo de migración es el monstruo de la violencia, alimentado por nuestras enfermedades históricas, y entre ellas listo a las culturas de corrupción e impunidad como las peores.

El problema sigue aquí. Vean los números. A agosto de este año, 54,000 menores migrantes habían sido arrestados en la frontera sur, unos 15,000 menos que la cifra récord de 2014, según cifras oficiales. 68,000 unidades familiares –niños acompañados al menos de uno de los padres o un adulto– fueron detenidas, el mismo número que en 2014.

Nada ha cambiado en Centroamérica.

Los que ya viven aquí no se van a ir. Y los que quieren irse de sus barrios violentos en Apopa, La Ceiba o Huehuetenango seguirán tratando.

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