¿Qué hubiera pasado si la vida de 30 mil indígenas estuvieran en las manos de Nayib Bukele? ¿Daría la misma orden que el general Maximiliano Hernández Martínez en 1932? ¿Ejecutaría públicamente a los que, a su juicio, son delincuentes? ¿Aniquilaría de forma despiadada a todo un pueblo indígena que fue expropiado por la oligarquía cafetalera, que lo despojó de las tierras que fueron heredadas por sus ancestros? ¿Nayib es un Maximiliano?
Noventa años después de aquella masacre ordenada por Maximiliano, el espectro del martinato parece haber vuelto y se ha condensado en un hombre de barbas peinadas, que se ganó la simpatía de un pueblo con sus calcetines de colores y su gorra hacia atrás; que se hizo el objeto de la “buena onda” con la estrategia populista del challenge en el Tagadá y otros más con La Choly. Todo un éxito de mercadeo para las masas.
Pero desde el primer día de su mandato, cuando Nayib asumió la presidencia, presumió con los jets militares que Mauricio Funes le heredó a la Fuerza Aérea, y, a manera de preámbulo, nos advirtió de cómo sería una de sus formas de ejercer el poder: mediante el militarismo.
La insaciabilidad del poder, cual enfermedad, lo llevó a dar un golpe a la Asamblea Legislativa el 9 de febrero de 2020. Un año más tarde, el 1 de mayo, bajo su mandato, sus diputados mancillaron la Constitución y la independencia judicial, cuando destituyeron a la Sala de lo Constitucional y al fiscal general de la República y colocaron abogados sirvientes a él. Diez meses después, luego del repunte histórico de 80 homicidios en el último fin de semana de marzo, Nayib pidió a sus parlamentarios un decreto, una ley sin base legal, que sentenció a El Salvador a repetir un ciclo que nunca fue superado dentro de la historia contemporánea.
El régimen de excepción fue aprobado la madrugada del domingo 27 de marzo. Este decreto faculta a las fuerzas de seguridad pública y militares a capturar a cualquier persona que sea sospechosa de pertenecer a pandillas. En su ejecución, hemos podido ver que las autoridades, en efecto, han capturado a muchos pandilleros. Pero lo inadmisible es que también hemos visto cómo hombres y mujeres de todas las edades, que no tienen ninguna vinculación con las pandillas, que son pobres y que viven en cantones, barrios y ciudades con los mayores índices de inseguridad, han sido detenidos de forma arbitraria.
Ahora en las cárceles hay incluso privados de libertad que creyeron en las promesas de Nayib cuando fue candidato, que aceptaron y agradecieron al presidente los 300 dólares y las bolsas solidarias durante la pandemia (como si la ayuda saliera del bolsillo de Nayib y no de los mismos impuestos que pagamos todos). Un año y medio más tarde, Bukele ha hecho recordar aquella expresión suya de la medicina amarga para sus fieles. Como si se tratara de una ejecución o un linchamiento en una plaza medieval, muchos rostros de personas han sido posteados en redes sociales para el escarnio público; hombres y mujeres que han sido acusados de ser pandilleros o de colaborar con pandillas, sin serlo.
El presidente se ha jactado de que está limpiando a El Salvador de los terroristas y en las mismas cárceles ha confinado a criminales e inocentes. Los diputados de Bukele también han aprobado reformas de ley que dejan a los detenidos sin la posibilidad de un juicio imparcial y ha saturado al sistema judicial con más de 30 mil casos. Nayib, al igual que Maximiliano, ya tiene asegurado su lugar en la historia como un dictador que, en su afán de perpetuarse en el poder, le ha robado la justicia a una nación.
Nayib revivió el espíritu represivo de Maximiliano en sus políticas públicas. Al igual que las víctimas de 1932, y como lo dijo Monseñor Romero, los descalzos del siglo XXI siguen siendo mordidos por la misma serpiente y son reprimidos por ser pobres.
En su incansable búsqueda de culpables por el estrepitoso fracaso de sus políticas socioeconómicas, este presidente está llevando a un abismo a toda una nación. Nayib nunca se vio en el espejo de sus antecesores corruptos, nunca puso sus barbas en remojo. Desde el principio instaló en su gabinete a funcionarios cuestionados por corrupción en gobiernos anteriores. Permitió el nepotismo. Permitió el lucro personal con el dinero de los impuestos. Y, como buen imitador de lo malo que hicieron los gobiernos pasados, acusó a la sociedad civil organizada, al periodismo y a la comunidad internacional de ser opositores a su gobierno, pero con un nuevo agravante: ahora Nayib enarbola un discurso perverso, falso por supuesto, de calificar a todos los antes mencionados como financistas, colaboradores, aliados, amigos, defensores, y cualquier otro invento que se le venga a la cabeza, de las pandillas.
Este año 2022 se está escribiendo con el sufrimiento de una población salvadoreña que aún arrastra los efectos del conflicto armado, que viene siendo víctima del acoso de las pandillas desde la firma de los Acuerdos de Paz, que ha sido defraudada por presidentes que ofrecieron mejor educación, mejor acceso a la salud, fábricas de empleos y mejor calidad de vida, pero hicieron todo lo contrario. Peor aún, hicieron pactos a oscuras con los criminales y usaron la vida de los salvadoreños como moneda de cambio. Y este presidente, Nayib, no ha sido la excepción en esos negocios con pandillas. Por otra parte, la población salvadoreña en este 2022 está siendo perseguida por quienes deberían protegerla: la policía, el ejército, los fiscales, los jueces, los diputados, los ministros, el presidente.
En estos meses de 2022 ya se fueron al exilio activistas de derechos humanos, abogados, periodistas y miles de salvadoreños que se ahogaron en la crisis económica ascendente, en la falta de empleo y en la inseguridad. En este punto de la historia, el “bukelato” está más cerca de provocar un genocidio que de garantizar justicia. La sobrepoblación en el sistema penitenciario es una bomba de tiempo, en medio de esta cruzada antipandillera que, en su mala ejecución, ha terminado de dividir a toda la sociedad.
Cientos de familias acampan y velan en la periferia de los centros penales. Muchas madres cargan a sus bebés fuera de las cárceles. A esta nueva generación le falló su presidente, “el más cool del mundo”, que prometió patinetas e instrumentos musicales en su campaña electoral. Pero hoy solo ofrece más fusiles a los jóvenes que se quieran enlistar en su ejército, mientras vende la ciudadanía salvadoreña a extranjeros a cambio de inversión, y los libera de impuestos que todos los salvadoreños sí debemos pagar, abriendo la puerta a una nueva clase de terratenientes. Nayib ha originado un nuevo ciclo de represión social, que la historia ya nos enseñó que termina en traumas y resentimientos, como sucedió con la masacre del 32. En este sentido, Nayib ha retrocedido tanto que se parece a Maximiliano.
Al final, este régimen de excepción pudiera adaptarse fácilmente a los experimentos sociales que refleja el director Christopher Nolan en sus películas de “El Caballero de la Noche”. La división social, la violencia y la creación del enemigo interno son escenarios en los que un sociópata con poder deja que sean los mismos civiles y criminales los que decidan quién vive y quién muere, para justificar el caos creado por el villano. Pero en esa película, por todo lo hecho, Nayib en realidad se parece más al antagonista. No sería Batman ni de lejos, aunque los pandilleros con los que su gobierno negoció lo llamen así.
*Gerson Nájera realizó sus estudios de Comunicación Social y Periodismo en la UCA. Desde 2012 trabaja como productor audiovisual independiente. Trabajó como fotógrafo para La Prensa Gráfica y desde 2017 es fotoperiodista y documetalista de Revista Factum.
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1 Responses to “Nayib, Maximiliano o Batman”
Prefiero 1000 veces vivir en régimen de excepción q acompañado de pandilleros.