Tehuicho, la masacre de los “quemados”

Tehuicho, un cantón de San Juan Opico, era una zona de paso de la guerrilla. A veces escondite, a veces retaguardia. Por eso los vecinos creían que la zona estaba “quemada”, un objetivo permanente de soldados y escuadrones de la muerte.

Foto FACTUM/Salvador Meléndez


Élida recogía barro en la quebrada cercana a su casa cuando escuchó disparos. Las balas venían de distintas partes por lo que apuró el paso hacia su rancho. Ella, como muchos habitantes de Tehuicho sabía que su cantón estaba “quemado”, que era un objetivo militar por la presencia de guerrilleros. Élida dejó el barro dentro de un huacal y se encerró con sus hijos.

A la 1:30 de la tarde dos hombres armados tocaron su puerta y le preguntaron por Manuel, su esposo. Ella les dijo que estaba en la milpa, ellos le respondieron que era mentira y que su esposo era guerrillero. Élida repitió: está en la milpa. Aún no está segura si le creyeron pero lo cierto es que la dejaron tranquila por media hora. Élida tomó a su hija recién nacida y le dio pecho.

Manuel estaba en la milpa y regresó a las 2:00 de la tarde. La puerta sonó otra vez.  Ahora eran hombres “de la tropa” y esta vez decidieron llevarse a Élida y Manuel Avelar a la cancha. En el rancho quedaron sus hijos solos. La bebé también.

Era 23 de julio de 1980, un miércoles muy lluvioso. El Salvador se había sumergido oficialmente en una guerra civil hacía unos meses y en Tehuicho, un cantón de San Juan Opico (La Libertad), la violencia estaba a punto de golpear. Doce personas estaban a punto de ser ejecutadas por un escuadrón de la muerte.

La cancha realmente era un potrero que servía de punto de encuentro y zona de juego de los niños del caserío. José Rosa Molina Menjívar tenía su rancho a menos de 200 metros de la cancha, en la orilla de la vereda que conduce al potrero, una vereda que los habitantes llamaban  “La ronda del valle”. Ahí llegaron los hombres armados a buscarlo: le dijeron que eran de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), uno de los cinco grupos que formaban la guerrilla FMLN. Le repitieron la historia que habían contado en todo el caserío, que venían a repartir armas a la población. Él tampoco les creyó.

Molina Menjívar y otros vecinos, los que eran milicianos y se estaban organizando en la guerrilla, sabían que la historia de la entrega de arma no era cierta, ya en reuniones les habían dicho que así llegarían a buscarlos para que se identificaran.

La misma historia habían dicho en otros lugares del país, como en la masacre de El Chilo, en San Esteban Catarina, San Vicente, donde 19 días antes, según sobrevivientes, “soldados vestidos de civil llegaron al lugar asegurando que eran miembros de las FPL para convocarlos a una reunión”. Se llevaron a algunos y por la tarde solamente se escucharon “ráfagas” de armas de fuego.

La masacre de Tehuicho es uno de los crímenes contemplados en el informe de la Comisión de la Verdad. El documento relata que los hombres armados dijeron ser de la guerrilla, que convocaron a muchas personas a una reunión en la cancha donde supuestamente les entregarían armas. Lo que relatan los vecinos del caserío es que fueron puerta por puerta buscando a los hombres. Si los encontraban les decían que eran de las FPL y que entregarían las armas en la cancha; si no, amenazaban a la gente para que dijeran dónde estaban sus esposos.

“Traían armas largas, de las automáticas, todos vestían de civil, pero todos igual. Esos no eran de las FPL, porque no se tenían esa armas”, asegura Molina Menjívar. Él les dijo que no iría, que no creía en los terroristas, pero igual lo llevaron a la fuerza. En la cancha, como a los demás, lo dejaron en calzoncillo, y le ordenaron tirarse al suelo boca abajo.

Entonces fue que se identificaron como escuadrones de la muerte.

“Un baboso espigado, como de unos 25 años, nos dijo: ‘Bueno, desde como a las dos de la mañana ando detrás de estos hijos de puta. Ahora ya los tengo en mis manos, cabroncitos, ya van a saber de lo bueno’”. Luego ordenó que amarraran y vendaran a un grupo que habían apartado.

“Aquí se van a morir, porque somos del escuadrón de la muerte”, dicen algunos sobrevivientes que les dijeron aquellos hombres. El informe de la Comisión de la Verdad relata que los testigos reconocieron a un miembro de la Defensa Civil de la zona: Miguel Lemus. Molina Menjívar no sabe decir si fue el mismo que daba las órdenes.

Panorámica de uno de los tantos paisajes de los caseríos que forman parte del cantón Tehuicho, en San Juan Opico, La Libertad.  Foto FACTUM/ Salvador MELENDEZ

El rancho de Manuel y Élida Avelar estaba a menos de un kilómetro de la cancha, caminando por “La ronda del valle. “Creo que fuimos los últimos del caserío que se llevaron, porque cuando llegamos ya estaban todos hincados en el suelo”, recuerda Manuel. Su esposa dice que apartados, bajo un árbol de madrecacao, tenían a un grupo ya sin camisas, amarrados de manos y vendados.

Al resto los tenían bocabajo mientras los hombres armados se paseaban entre ellos, les daban un golpe con la punta del zapato en la cabeza y pedían que se identificaran, luego comparaban los nombres con algo que tenían escrito en un cuaderno. “Era la lista que habían dado los orejas”, dice Molina Menjívar al recordar a los soplones. Comparaban los nombres y anotaban los de las cédulas de identificación de todos los demás.

Opico, reflejo de un país

“¡Aquí fue serio lo qué pasó! ¡La guerra no fue cosa fácil en Opico!”, recuerda Lola Miranda, quien durante los 12 años oficiales que duró la guerra perdió a cinco de sus seis hijos. La primera, Leticia Miranda, en la masacre de Tehuicho.

Si se mapea la guerra en El Salvador, San Juan Opico parecía estar lejos de los frentes de guerra. Pero no fue así. Opico estaba rodeado de conflictividad: El cementerio municipal recibía como desconocidos los cadáveres que eran arrojados en la carretera; en la frontera con el volcán de San Salvador, las lavas de El Playón eran un cementerio al aire libre; y sobre la carretera Panamericana amanecían cuerpos decapitados, como lo detallan notas de prensa e informes de organismos internacionales de la época.

Pero es la masacre de Tehuicho es la que coloca a San Juan Opico en el mapa de las graves violaciones de derechos humanos durante el conflicto, gracias a que es uno de los casos destacados por el informe final de la Comisión de la Verdad.

El informe escuetamente llega a la conclusión de que la masacre fue realizada por soldados del regimiento de artillería. Asesinaron a doce personas del caserío El Bartolío, parte del cantón Tehuicho, siguiendo órdenes del entonces teniente Carlos Azcúnaga Sánchez, quien buscaba venganza por el asesinato de su padre: Antonio Azcúnaga. El militar, ante la Comisión, negó todo y 40 años después el caso sigue en la impunidad.

Los habitantes del cantón asumen como verdad absoluta que Azcúnaga Sánchez fue el autor intelectual de la masacre, pero no concuerdan con que esta fuera solo producto de una venganza personal por la muerte del padre del militar, a manos de incipientes guerrilleros. “Aquí ya había muertos y represión desde años atrás. Los escuadrones de la muerte llegaban a buscar a los jóvenes a sus casas”, dice un vecino. “Si la puerta del rancho tenía candado, la defensa civil botaba la puerta y entraba”, remarca otro. “La represión se vivía todos los días”, tercia otro.

Lola Miranda cuenta a Revista FACTUM sobre la memoria de los hijos e hijas que perdío el 23 de julio de 1980, durante la poco conocida masacre de Tehuicho, en San Juan Opico, La Libertad.
Foto FACTUM/ Salvador MELENDEZ

San Juan Opico era un reflejo de la desigualdad económica del país. A poco más de 15 kilómetros de la ciudad, los principales asentamientos eran eminentemente rurales sin ningún tipo de prestación social. Solo los cantones poseían algún tipo de calle, mientras que los caseríos se comunicaban entre sí por medio de veredas en medio de la vegetación.

El agua la proporcionaban las quebradas La Puerta, El Zorrillo, La Chuca o El Bartolío, que se alimentaban de agua del río Tehuicho. Estas quebradas proporcionaban el barro para hacer comales que servían para complementar los ingresos de las familias de los cantones, que vivían de las cosechas de maíz, frijol y maicillo.  En una de estas quebradas, mientras recogía barro, Élida escuchó los primeros disparos aquel mediodía del 23 de julio.

Energía eléctrica no había, pero por los cerros del cantón pasaban los cables de alta tensión que alimentaban al occidente del país.

“La desigualdad social y el descontento popular fue el que empezó a alimentar el movimiento social en la zona del occidente”, resume la exdiputada del FMLN Lorena Peña, quien en 1980 lideraba para las FPL el Frente Occidental Feliciano Ama.

Militarmente, en 1980, las fuerzas de las FPL se concentraban en el triángulo que conformaba los municipios de San Pablo Tachico y Ciudad Arce, en La Libertad, y la ciudad de Santa Ana, con presencia mayoritaria en la zona urbana y fuerzas de milicianos en los cantones pero sin armas. “No teníamos armas en los años 70. Teníamos menos de 100: unos pocos fusiles, carabinas M-1, y más que todo revólveres”, dice Peña. En ese esquema, San Juan Opico era parte de la retaguardia.

El principal activo de la naciente guerrilla en la zona occidental estaba en el movimiento de masas, el que en papel, para la ofensiva de enero de 1981, se sumaría a la lucha revolucionaria.

Según el abogado Benjamín Cuellar, que durante muchos dirigió el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana, el frente Occidental tenía un pero histórico: “Pesaba la memoria del movimiento de 1932, habían pasado apenas 40 años de la masacre de pueblos indígenas y campesinos. Eso pesaba más que el descontento y la represión que sufría la población”.

Según recuerda el exalcalde de Nejapa René Canjura, quien llegó como parte del movimiento obrero al frente y que ahora está fuera del FMLN, las zonas boscosas del parque cafetalero tenían presencia de defensas civiles y apoyo de las fuerzas de seguridad estatal. Eran zonas con densos cultivos de café. Las armas, en teoría, deberían de llegar desde Guatemala por el lago de Güija, pero no llegaron.

Sin armas, exmandos de las FPL de la zona, como Peña o Canjura, reconocen que el valor de San Juan Opico estaba en el movimiento de masas, que se agrupó  alrededor de la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (Feccas).

Los “quemados” del cantón

Los pobladores Tehuicho recuerdan que desde los 70 todo el cantón estaba “quemado”. Lo quemaron su ubicación geográfica y la cantidad de personas que se unieron al movimiento campesino del país o que no dudaron en enrolarse como milicianos de las FPL.

Tehuicho servía de paso desde San Juan Opico hacia el occidente del país. Rodeado de quebradas permitía caminar lejos de los caminos y las veredas a la vista de defensas civiles o soldados. Era una salida hacia el cantón Mogotes, de San Pablo Tacachico, por la calle a Potrerón, donde había una cuevas que servían de escondite para los milicianos y organizados.

Cualquier ataque de los milicianos terminaba con una retirada por Tehuicho. Justo en el recodo que sirve de frontera de los caseríos Los Amates y Tehuicho, pasando la quebrada Chuca, en lo alto de un cerro estaba una caseta de vigilancia de la Defensa Civil, al lado de una torre con cables de alta tensión.

Aquel puesto era punto recurrente para el sabotaje. Llegaban los milicianos  y volaban la torre de vigilancia y la de energía. Después llegaban los soldados a arreglar la torre de energía y reconstruían la torre de vigilancia. Desde ese punto no se escapaba de la mirada de las defensas civiles ninguna de las carretas que iban hacia Tehuicho.

“Por aquí pasaban siempre los muchachos, pues. No es que el cantón completo eran guerrilleros”, dice Gerardo Antonio Menjívar Azcúnaga, un habitante de Tehuicho. “Los mayores no éramos combatientes, porque para eso se necesitaba entrenamiento; algunos jóvenes andaban entusiasmados, esos eran milicianos. Nosotros solo estábamos organizados en la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (Feccas)”.

Ese “solo” era suficiente para ser considerados de izquierda, guerrilleros, terroristas, enemigos del gobierno. Todos eran sinónimos de “organizados”.

Gerardo Menjívar Azcúnaga (79) observa la fotografía de su hija que en 1980 tenía 17 años y cumplía su cuarto mes de embarazo. La joven fue una de las víctimas de la masacre del cantón Tehuicho, en San Juan Opico. Foto FACTUM/ Salvador MELENDEZ

Dimas Molina no se veía como un organizado, pero a los ojos del Estado sí lo era: era “Delegado o Celebrador de la palabra”, un puesto que lo convertía en alguien de peligro. “Yo solo me metía en cosa de la iglesia”, recuerda desde el corredor de su casa.

El párroco de San Juan Opico era Raymundo Brizuela, que abrió la puerta a Guillermo Alfonso Rodríguez Orellana y Alfonso Navarro Oviedo, sacerdotes jóvenes que fueron tachados de “nuevaoleros” o llanamente “subversivos”. Ambos fueron perseguidos por el Estado: Navarro fue asesinado el 11 de mayo de 1977.

“Ellos nos enseñaban a cómo leer la biblia y cuál era la vida de uno al seguir los caminos de la iglesia: velar por los que sufrían, por los más necesitados”, dice Dimas Molina.

“Los orejas (informantes) sabían quiénes estábamos organizados, con Feccas o con la iglesia”, dice Menjívar Azcúnaga. Y la pertenencia a ambas eran mala a los ojos del gobierno.  Ante la misma Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en 1978, autoridades del Gobierno indicaron que tanto la Unión de Trabajadores del Campo (UTC) y la Federación Cristiana de Campesinos del Campo (FECCAS) estuvieron “involucradas en actividades subversivas y terroristas lo mismo que, en general, las organizaciones campesinas”.

Las organizaciones campesinas lo negaron, pero siguieron siendo un blanco. Los máximos líderes de la UTC fueron asesinados a pocos kilómetros de San Juan Opico, cuando el vehículo en que se transportaban fue acribillado en un retén frente al Regimiento de Caballería el 29 de septiembre de 1979. Murieron los dirigentes Apolinario Serrano, José López, Patricia Puertas y Félix García Grande, máximos líderes del movimiento campesino.

Menjívar Azcúnaga sabía que estar organizado representaba un riesgo: “Para el ejército era malo que estuviéramos organizados, porque estábamos queriendo luchar por una vida mejor. Ahí nos hablaban de que teníamos derecho de exigir cosas”, recuerda.

En 1980, y antes de la masacre de Tehuicho, según documentación de diferentes organizaciones de derechos humanos, hubo nueve masacres en el occidente del país atribuidas a fuerzas estatales y escuadrones de la muerte. En estos crímenes se contabilizaron 149 asesinatos.

La más reconocida de ellas, por estar detalla en el informe de la Comisión de la verdad, es la de San Francisco Guajoyo, en Metapán, Ese 29 de mayo de 1980 fueron asesinados a 10 cooperativistas y dos técnicos del Instituto Salvadoreño de Transformación Agraria (ISTA).

San Juan Opico no era ajeno a las masacres. En diciembre de 1979, jornaleros de la finca El Porvenir, del caserío El Refugio, fueron reprimidos cuando exigían mejores raciones de alimentación durante la corta de café. La toma de la finca terminó con 71 víctimas.

Las masacres tenían varios puntos en común: era efectuadas por elementos de las fuerzas de seguridad, que se hacían pasar por grupos guerrilleros, mientras los perímetros de la zona eran resguardados por efectivos militares que incluso impedían la investigación judicial.

El operativo entre veredas

El 23 de julio de 1980, poco antes del mediodía y bajo una fuerte tormenta, empezó un movimiento de hombres armados en los alrededores del cantón Tehuicho. Por la calle principal de El Amate pasaron hombres armados vestidos de civil y con el rostro cubierto. Se desplegaron por la vereda al cantón San Pedro Mártir y por el caserío Tehuicho, el que comparte nombre con el cantón.

Los habitantes del caserío creían que era una patrulla que buscaba a los organizados de Tehuicho. Por la casa de Menjívar Azcúnaga pasaron algunos milicianos diciéndole que se fuera porque el Ejército estaba entrando. Lo supieron porque escucharon la señal: un cohete que explotaba los periféricos, los milicianos encargados de dar la voz de alarma.

Cuando los hombres armados entraron al caserío Tehuicho se dividieron en dos grupos: el primero se dirigió hacia El Bartolío, un callejón de piedra y tierra que llevaba cerca de La Quebradona, y el otro hacia las cuevas de El Potrerón. Ahí un periférico hizo un disparo con una escopeta, abandonó el arma y huyó. Otro no tuvo la misma suerte y murió cuando intentaba escapar.

Lo que no sabía la gente de Tehuicho era que el operativo estaba dirigido al caserío El Bartolío, al norte del cantón. El caserío estuvo rodeado minutos después: habían entrado por San Pedro Mártir, por la calle al cantón y por la vereda de “la ronda del valle”, que llegaba desde el caserío Tehuicho.

Todo eso se supo después, cuando se entrecruzaron las historias de los vecinos. Lola Miranda, que venía iba a pie de la clínica de San Juan Opico a su rancho en el caserío Tehuicho, fue escuchando de vecinos que vieron pasar a “la tropa” y encontró rastros de su paso: dos jóvenes muertos, una camisa verde olivo tirada en el camino y escuchó disparos. Entonces se metió a la quebrada La Chuca.

A los que identificaron se los llevaron con rumbo a La Quebradona, una quebrada que separa los cantones San Pedro Mártir y Tehuicho. Escucharon disparos. “Ahí fue la exclamación de la gente. Ahí se acuerda uno de Dios y de los santos”, dice Molina Menjívar, uno de los hombres que fueron sacados de sus casas.

“¡Ya se armó!”, dijo uno de los hombres que custodiaba y luego miró al grupo que seguía en la cancha. “’¡Ojalá no muera ningún soldado! Porque si muere uno ahí sí que no dejamos a nadie con vida’, nos amenazó, dice Élida, la mujer que recogía barro y que fue arrastrada al potrero junto con su esposo Manuel.

“Yo pensé que ahí nos mataban a todos, pero no pasó más”, recuerda. Entonces preguntaron a las mujeres quiénes estaban dando de amamantar y dejaron ir a cinco. Élida iba entre ellas, pero su esposo quedó en la cancha. “Ahí íbamos abriendo breña hacia los ranchos. Yo miraba amarillo de la aflicción”.

En la cancha se repitió la ronda de  preguntas a los hombres. Les ordenaron que dijeran quiénes estaban organizados. Todos lo negaron y a la media hora los dejaron ir. Manuel, el esposo de Élida, recuerda que le dijeron que tenían su nombre y su número de cédula, que si lo veían en “cosas” iban a regresar por ellos. Después escucharon los disparos en La Quebradona, ubicada a un kilómetro de la cancha. Ahí estaba el grupo que previamente habían separado.

Un mural que recrea la ejecución de pobladores en Tehuicho, por parte de soldados de la Fuerza Armada, forma parte de un memorial en las viejas instalaciones del Instituto Regulador de Abastecimientos (IRA) en la entrada de San Juan Opico, La Libertad. Esta fue una de las masacres poco conocidas en 1980.  Foto FACTUM/ Salvador MELENDEZ

La masacre se descubrió hasta el día siguiente, cuando algunos vecinos de El Bartolío, desde una distancia prudente, vieron una hilera de cuerpos. No se acercaron más porque había soldados resguardando la zona. Incluso, la tropa disparó a dos personas que intentaron acercarse desde los cerros de San Pedro Mártir.

Aunque algunos regresaron a sus ranchos, muchos sobrevivientes se dispersaron y se escondieron. Los soldados se quedaron en la zona de La Quebradona, lo que aumentó la incertidumbre en el cantón.

Molina Menjívar asegura que la gente decía que no podían dejar que los animales se comieran los cuerpos. El miedo y precaución retrasaron la búsqueda. Tres días después, el 26 de julio, ya sin la tropa en la zona, varias personas bajaron a la quebrada. “Estaban todos hediondos, a algunos ya se los habían comido los animales, unos tenían tiro de gracia en la cara”, dice.

A 10 hombres los encontraron formando un zurco en las veras de La Quebradona y los enterraron en una fosa común del lado de El Bartolío. Las dos mujeres, María Leticia Miranda, hija de Lola Miranda, y Rosa Mirian Molina, estaban unos metros quebrada abajo. Por decisión de una de los familiares abrieron una fosa en el lado de San Pedro Mártir. Ahí quedaron sepultados hasta 1994, cuando por orden del juzgado San Juan Opico los cuerpos fueron exhumados por Medicina Legal.

Una espera de 40 años

La violencia continúo en el cantón. El 11 de septiembre asesinaron a dos catequistas de El Bartolío frente a todos sus hijos. Han pasado 39 años y la la familia aún prefiere guardar silencio. Uno de ellos, fornido y de casi 1.75 metros de altura, mientras hacía un muro con ladrillo de su casa, solo dijo: “Yo de eso no le hablo”. Con el dedo índice de su mano derecha se tocó el pecho y agregó: “El recuerdo todavía duele aquí”.

Menjívar Azcúnaga perdió a una hija, que asesinaron en la calle hacia Potrerón, y ahí mismo la enterraron. Franco Molina, el que huyó de la masacre en La Quebradona, fue asesinado cuando fumigaba su milpa. Del otro lado, los milicianos asesinaron a aquellos que consideraban orejas.

Las masacres en la zona occidental continuaron en 1980: el 8 de octubre asesinaron 23 persona en el caserío Las Canoas, en el cantón El Pinalito, a 15 kilómetros de Santa Ana. La Guardia Nacional sospechaba de los habitantes porque estaban organizados en grupos de catequistas y cooperativistas.

El resultado de la violencia que vivía la zona fue el abandono. Según pobladores, el caserío de Tehuicho se redujo a seis o siete familias;  en el caserío El Bartolío, en igual número. Algunos se fueron a San Salvador, otros a Belice, los organizados a Chinandega y León, en Nicaragua. El exilo se extendió hasta que empezaron a repoblar entre finales de 1985 y principios de 1986.

“De la masacre se hablaba solo entre conocidos”, dice Dimas Molina, otro de los sobrevivientes, recordando el regreso a los caseríos. Fue hasta 1992, con la firma de los Acuerdos de Paz, cuando el tema se pudo hablar abiertamente. Dos años después, las víctimas de la masacre fueron exhumadas por orden la jueza Dina Gladis Medrano de Fuentes. Para entonces todavía estaba en vigor la Ley de Amnistía, aprobada en1993, y no se siguió ningún proceso penal.

En la actualidad, el caso está en etapa procesal de investigación por el Grupo para la Investigación de los Delitos Cometidos durante el Conflicto Armado de la Fiscalía General de la República (FGR), que ha hecho gestiones para obtener toda la información existente en el sistema judicial.

Una pequeña placa conmemorativa a las víctimas de la masacre del cantón Tehuicho, en San Juan Opico, es el único reconocimiento construido por los pobladores de la zona para no olvidar a sus familiares que murieron víctimas de las Fuerzas Armadas a inicios de los 80.
Foto FACTUM/ Salvador MELENDEZ

Según el informe de la Comisión de la Verdad, no hay mucha información documental disponible: como hizo en el pasado, la Brigada de Artillería dijo no tener archivos sobre el hecho, y lo mismo repitió el Ministerio de Defensa cuando Revista Factum lo solicitó vía acceso a la información pública. Además, en 1980, el entonces juez de Paz de la localidad, Rodolfo Sánchez, no efectuó el reconocimiento de los cuerpos por lo que no habría información de ello, mientras que el Juzgado de Primera Instancia de Opico afirmó que la información de las exhumaciones está en el Archivo Judicial.

Lo poco que queda son los testimonios de los sobrevivientes  y los familiares de las víctimas. “Azcúnaga Sánchez ya murió (en noviembre de 2002)… Como que ya solo queda la justicia divina”, dice Víctor Manuel Avelar, quien reconoce que cuando inició el proceso de exhumación lo que buscaba era obtener la partida de defunción de su hermano. Cuarenta años después todavía no la tiene.

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