Un palacio de cartón

“Les dieron a los españoles banderas de oro, banderas de pluma de quetzal, y collares de oro. Y cuando les hubieron dado esto, se les puso risueña la cara, se alegraron mucho [los españoles], estaban deleitándose. Como si fueran monos, levantaban el oro, como que se sentaban en ademán de gusto, como que se les renovaba y se les iluminaba el corazón. Como que cierto es que eso anhelan con gran sed. Se les ensancha el cuerpo por eso, tienen hambre furiosa de eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro. Y las banderas de oro las arrebatan ansiosos, las agitan a un lado y a otro, las ven de una parte y de otra. Están como quien habla lengua salvaje; todo lo que dicen, en lengua salvaje es”.
(Relato indígena sobre la conquista de México)


El 30 de marzo de 1980 ocurrió el funeral del arzobispo de San Salvador Óscar Arnulfo Romero, quien había sido asesinado seis días atrás, y sería canonizado por la Iglesia Católica casi 40 años después, en 2018. Al funeral asistieron, según algunos cálculos, más de cien mil personas. Una de ellas, mi mamá, embarazada de mí de apenas un mes. 

En la Plaza Gerardo Barrios, frente a la Catedral Metropolitana, donde se ofició la misa de cuerpo presente, los miles de asistentes quedaron presionados, baleados, vejados, desperdigados ante una agresión militar, en medio del oficio religioso. No son pocas las referencias de francotiradores militares apostados en el techo del Palacio Nacional, disparando desde ahí a la población. A los pies de la estatua de Isabel la Católica, mi mamá se hizo nudo, con decenas de personas más, protegiéndose de las balas, el aplastamiento, el horror. 

No soy religiosa y mucho menos proconquista, pero jamás se me ocurriría aplaudir la destrucción de esa estatua. No solo porque le permitió vivir a mi mamá, le ofreció un refugio ante el estropicio. Es, aunque no comparta la ideología por la que la erigieron, parte de nuestra historia. La de todos, la de mi mamá, la mía. 

Esta semana trascendió a través de noticias y redes sociales la destrucción de las baldosas antiguas del Palacio Nacional y de sus interiores. El periódico El Faro comprobó inicialmente cómo las baldosas de más de cien años de antigüedad fueron lanzadas al río Las Cañas, como un cadáver más de los que frecuentemente eran arrojados ahí hasta hace poco tiempo. Luego, La Prensa Gráfica obtuvo confirmación a través de los albañiles de que el trabajo va a marchas forzadas para lograr el remozamiento, sí o sí, antes del 1 de junio. Lo último ha sido la demolición de estructuras completas aledañas a la zona del Palacio, bajo la justificación del remozamiento del centro histórico.

El gobierno del presidente reelegido inconstitucionalmente, Nayib Bukele, sí está haciendo historia, a la mala. Bajo la premisa de desligarse del pasado y optar por la modernidad, lo “nuevo”, destruye todo a su paso: patrimonio cultural, áreas naturales protegidas, décadas de legislación surgidas de ejercicios de consenso. 

El problema de cualquier proyecto que nace sin raíz, sin bases sólidas, sin ideología, es que en algún momento se desmorona, como cualquier puente mal hecho. No se puede legislar sin conocer qué leyes existen previamente. Ni cuidar lo que no se conoce. Ni castigar o premiar lo que no está calificado como objeto de.  

Reconocernos en el pasado, para bien o para mal, nos permite ser y tomar decisiones. El presidente Bukele mismo es hijo de ese derecho ciudadano. De no ser porque los gobiernos precedentes a él lo hicieron tan mal, y la población tomó repudio por ello, él no estaría preparándose para sentarse en un trono diseñado a su medida. 

Darle la espalda a lo que nos precede provoca una opción obvia: dar tumbos sin entender por qué pasa lo que pasa y qué se puede hacer para solucionarlo, cambiarlo o mejorarlo. Caminar deslumbrados por la siguiente emoción y, luego, el vacío. Ejemplo de esto es la nueva Biblioteca Nacional. Una macroestructura disonante con el resto del espacio, llena de luces permanentes, pero que en su interior no hay ni un solo catálogo de libros. Vaya, ni un simple inventario para saber qué libros hay; con estantes que repiten el mismo título hasta tres o cuatro veces en el mismo lugar; casi como una librería, excepto que en estas sí hay inventario.  

Cuando no se posee referentes queda rellenarse con placeres efímeros, impulsados por los chorros de la dopamina que exigen una recompensa una y otra vez, de formas cada vez más facilonas, banales y desechables; como ratas de laboratorio que presionan una y otra vez el mecanismo que les provee de pellets dulces, para lograr la siguiente recompensa.


*Suchit Chávez es periodista de Revista Factum. Ha trabajado en La Prensa Gráfica cubriendo temas culturales, medioambientales, seguridad, violencia y crimen organizado. Desde 2013, ha trabajado y colaborado con los siguientes medios de comunicación y organizaciones: Connectas (Colombia), Plaza Pública (Guatemala), Centro Latinoamericano de Investigación Periodística, Ojo Público (Perú), Alharaca (El Salvador), International Center for Journalists, International Consortium of Investigative Reporters, Agenda Propia (Colombia) y Dromómanos (México), entre otros.

¿TE HA GUSTADO EL ARTÍCULO?

Suscríbete al boletín y recibe cada semana los contenidos en tu email.