Los migrantes de siempre y los mejores amigos de Donald Trump

A los dos les gusta usar Twitter, como dijo uno de ellos. Para los dos el tema migratorio es importante, pero de formas distintas. A Donald Trump la referencia constante a la migración irregular de centroamericanos a Estados Unidos le sirve para cortejar a la base electoral que lo tiene en la Casa Blanca. A Nayib Bukele, así como a los otros dos presidentes del Triángulo Norte de Centroamérica, el asunto les ha servido para amortizar sus propios problemas internos siguiendo la agenda del Washington trumpista en la región. En medio, millones de migrantes para los que es hoy más difícil vivir y trabajar en el norte o viajar hacia allá.

Foto/ cortesía Diario El Mundo


Colonia Reubicación 2. Chalatenango, El Salvador. Septiembre 2019. Giovanni no esconde sus tatuajes. No los ha escondido nunca, dice, aunque ya le han causado más de un problema con la policía. Esta mañana de calor pegajoso, Giovanni espera a una comitiva de investigadores extranjeros que viaja por el departamento en busca de explicaciones sobre la violencia y las migraciones en El Salvador. Giovanni es uno de los que va a explicar; es miembro de la Asociación de Desarrollo Comunitario (Adesco) del lugar.

Entrada la hora de la plática, Giovanni -que solo se identifica con su nombre de pila- acompaña una de las grandes conclusiones a las que él y los otros trece miembros de la Adesco han llegado tras contar sobre las violencias en este lugar, cuyos protagonistas son en este relato policías en busca de jóvenes pandilleros: la única salida posible, aquí, es caminar hacia el norte.

“El futuro es irse a Estados Unidos… siempre”, dice sin demasiados adornos.

Estados Unidos son acaso las dos palabras más importantes en la definición social y económica de esta comunidad, formada cuando, a finales de los años 70, el gobierno de entonces construyó proyectos habitacionales de trazado circular para dar una alternativa de vivienda a las familias que se quedaron sin casa por la inundación que provocó la construcción de la presa hidroeléctrica Cerrón Grande, unos kilómetros al sur.

A Estados Unidos se fueron los jóvenes de la comunidad. De Estados Unidos llega el dinero que mantiene a varias de las familias y jóvenes que se quedaron.

En la narrativa de Giovanni y los otros reubiqueños, Estados Unidos es opción unívoca. No hay trabajo, dicen. Hay acoso de policías que, según sus relatos, arrodillan a jóvenes durante horas porque sospechan que son pandilleros. Y, cada año, la pesca y la agricultura, que son las principales formas de vida, mueren un poco por la falta de lluvias y el exceso de calor. De todo eso solo se sale yendo al norte.

En la galera de piso ajedrezado, cuadrícula ocre y verde musgo, que está al final de una amplia cancha de fútbol, hoy vacía, hablan Giovanni y los miembros de la Adesco este 13 de septiembre de 2019. Falta una semana para que los gobiernos de El Salvador y el de Estados Unidos firmen un acuerdo migratorio, parte de un ramillete de protocolos similares con los que Washington sella la principal política pública del gobierno de Donald Trump: correr hasta Centroamérica las barreras burocráticas que harán más difícil la vida de los migrantes que huyen de las violencias que los rodean.

Y falta una semana para que, en su afán por hacer más digerible la venta de ese acuerdo migratorio que beneficia los afanes antiinmigrantes de Trump, la canciller de El Salvador, Alexandra Hill, mienta diciendo que el trato es parte de un esfuerzo para trabajar por los migrantes.

Aun hoy, antes de que ese acuerdo exista en papel, de los tratos entre gobernantes nada se habla en la colonia Reubicación 2 de Chalatenango. Aquí el futuro es “irse a Estados Unidos… siempre”

Washington, DC. 20 de septiembre de 2019

La canciller salvadoreña Alexandra Hill y el secretario interino de seguridad nacional de los Estados Unidos (DHS), Kevin McAleenan, firman un acuerdo que obliga a El Salvador a recibir a migrantes no-salvadoreños a los que Estados Unidos les hayan negado asilo humanitario. El documento es la “ratificación” de una carta de intenciones que McAleenan había firmado el 28 de agosto anterior con el jefe de Hill, el presidente Nayib Bukele.

Los gobiernos estadounidense y salvadoreño cruzan comunicados y declaraciones en las que repiten palabras como seguridad, frontera, integridad física, migración forzada. Actúan, dicen los funcionarios, en el mejor interés de los migrantes salvadoreños.

Decenas de salvadoreños durante un evento deportivo en Washington. Archivo FACTUM.

La canciller Hill asegura, por ejemplo, que el acuerdo es para “trabajar en diferentes áreas” y remarca que lo principal “es proteger a nuestra gente”. Pero el texto del acuerdo, publicado por El Faro, desmiente a la ministra salvadoreña: nada dice de proteger a salvadoreños.

Muy pronto, el discurso oficial queda desmontado.

El primero en arrojar claridad es el periódico The Washington Post. Citando fuentes de la administración Trump, el diario dice que lo firmado permitirá a Estados Unidos enviar a El Salvador a otros centroamericanos o migrantes de otras nacionalidades en un afán de inhibir los flujos migratorios que llegan hasta la frontera estadounidense con México.

En Estados Unidos, entre defensores de los derechos de los migrantes y en las oficinas del Congreso que han adversado las políticas migratorias de Trump, las interpretaciones sobre los fines políticos de este acuerdo con El Salvador, y otros similares firmados con Honduras y Guatemala, apuntan más a las urgencias domésticas del presidente republicano, acorralado en su país por la amenaza de un juicio político de destitución y por los efectos que este puede tener en su intención de reelegirse en 2020.

“La idea de que Honduras, Guatemala y El Salvador deberían de ser los que acepten refugiados es absurda”, dice a Factum la congresista demócrata de origen guatemalteco Norma Torres, una de las voces más críticas a Trump en la cámara baja del congreso en Washington y una de las que más de cerca sigue los asuntos migratorios y las luchas anticorrupción en el Triángulo Norte de Centroamérica.

Para Torres, como para otros consultados, los acuerdos migratorios firmados por la administración Trump con las de Jimmy Morales en Guatemala, Nayib Bukele en El Salvador y Juan Orlando Hernández en Honduras no son más que intentos del presidente estadounidense por desviar la atención de lo que pasa en su propio patio. “Estos acuerdos son una distracción”, opina la congresista.

Geoff Thale, director de programas en la influyente Oficina de Washington para América Latina (WOLA), cree que los acuerdos son parte de una estrategia de Trump que “de cara a desafíos como este -posible juicio político en el Congreso- (busca) irse a la ofensiva y apelar a su base política con los temas que les interesan -como la arremetida contra los migrantes-, tratando de desviar el asunto lejos de su propio comportamiento (el de Trump)”, dice.

Es como si Trump estuviese siguiendo el guion de “Wag the dog”, la película de 1997 dirigida por David Mamet y protagonizada por Robert DeNiro y Dustin Hoffman, una sátira sobre cómo el poder político crea cortinas de humo destinadas a desviar la atención de sus escándalos de corrupción y, de paso, alimentar el fuego de su base más fanática.

Firma del acuerdo migratorio entre El Salvador y Estados Unidos por Alexandra Hill, canciller salvadoreña, y Kevin McAleenan, director interino de DHS. Foto cortesía.

Porque lo de la migración, para Trump, es el argumento perfecto, uno que incluso va más allá de una mera distracción coyuntural en los momentos más críticos de su presidencia. Frenar la migración irregular, culpar a los migrantes de los males económicos y sociales de Estados Unidos y utilizarlos como chivo expiatorio cada vez que algo le sale mal son algunos de los ejes centrales de la narrativa trumpista, aun antes de que el magnate fuese presidente.

Eric Hershberg, director del Centro de Estudios Latinoamericanos de American University en Washington, elabora: “La migración es central para su agenda… Si se quiere pensar que la migración es una distracción debe de hacerse en el contexto más amplio, en el marco de cómo Trump ha movilizado la frustración de los votantes blancos de clases trabajadoras y poca educación en favor de las élites políticas de Estados Unidos, cuyo principal logro en esta presidencia ha sido un amplio recorte de impuestos para los ricos; culpar de lo malo a los migrantes es mucho más conveniente que achacarlo a los robos de los ricos”.

Thale, de WOLA, cierra el argumento: “Estas políticas están diseñadas para frenar la migración y mantener a los migrantes alejados de la frontera estadounidense. No están diseñadas tomando en cuenta el impacto que tendrán en los migrantes o en la región (el Triángulo Norte de Centroamérica)”.

El asunto, en Washington, parece claro. En los pasillos del poder político de las capitales centroamericanas, sin embargo, la vuelta retórica insiste en torcerse hacia otro lado, ese al que apuntó la canciller salvadoreña al decir que la principal preocupación es “proteger a nuestra gente”.

Pero los migrantes no están protegidos por las políticas que ha echado a andar la presidencia Trump, hoy en colaboración con sus homólogos centroamericanos. De esas políticas no son beneficiarios  la gente que ya migró, la que está migrando, o los hombres y mujeres que, como los vecinos de la colonia Recubicación 2 de Chalatenango, siguen viendo en Estados Unidos el futuro. En la narrativa de Washington esos, los que migran, son la gente mala, a la que hay que frenar a toda costa.

Washington, 24 de septiembre de 2019

La bomba, la que parece ser la más dañina que le haya explotado alguna vez en la cara a Donald Trump, acaba de activarse. Nancy Pelosi, demócrata de California, presidenta de la cámara baja del Congreso y tercera en la sucesión presidencial en los Estados Unidos, ha anunciado que iniciará un juicio político contra el presidente por presuntos actos de corrupción.

A la base de la acción de Pelosi y de los demócratas en Washington está información filtrada por un oficial no identificado de la comunidad de inteligencia de los Estados Unidos, quien había advertido a sus jefes de que Trump intentó presionar a un gobierno extranjero, el de Ucrania, para que investigara a Hunter Biden, hijo del exvicepresidente Joe Biden, uno de los potenciales adversarios del republicano en las presidenciales de 2020.

Trump, además, ha utilizado a su abogado personal y al fiscal general de los Estados Unidos para ayudar en esa investigación contra Biden, según se desprende de la transcripción de una llamada telefónica sostenida con Volodímir Zelensky, el presidente ucranio.

No es un buen día para Trump: por primera vez, y tras múltiples acusaciones que van desde el intento por obstruir investigaciones del FBI hasta la misoginia y el abuso sexual, el presidente número 45º de la Unión Americana se enfrenta a la posibilidad real de un juicio. Como suele hacerlo, Trump reacciona a través de Twitter, acusando a Pelosi y a los demócratas de impulsar una cacería de brujas en su contra. Pero, a pesar del ruido, sigue siendo un mal día.

Nueva York, 25 de septiembre de 2019

En medio de la tormenta, a Trump le llega un pequeño respiro en Manhattan, donde se encuentra para participar en la sesión anual ordinaria de la Asamblea General de Naciones Unidas y en reuniones bilaterales con homólogos de otros países.

Una de las primeras reuniones del día es con Zelensky, el ucranio, que Trump aprovecha para cimentar su narrativa: él, dice, no presionó a nadie; todo es una vendetta política, alega. Zelensky se apega al guion.

Luego, en otra bilateral, Trump escuchará algo que le gusta: halagos. Se los ofrece Nayib Bukele, cuyos comunicadores han hecho de la reunión con el inquilino de la Casa Blanca uno de los eventos centrales del primer viaje del salvadoreño a la sede de Naciones Unidas como presidente de la república centroamericana.

Bukele también usa la reunión para intentar quitar hierro al asunto del acuerdo migratorio que, en la práctica, convierte a El Salvador en otro “tercer país seguro” receptor de peticionarios de asilo a los que Estados Unidos no quiere en su territorio. Y lo hace, Bukele, siguiendo una línea argumentativa que ya meses antes ha expuesto su canciller, Alexandra Hill: a Estados Unidos no se le contradice; es “la mano que nos da de comer”.

“Una de las razones por las que firmamos el acuerdo es porque queríamos demostrar nuestra amistad a uno de nuestros aliados más importantes”, dice Bukele en la breve comparecencia ante medios estadounidenses y salvadoreños llevados por Casa Presidencial a Nueva York.

Sigue, a esas palabras, un guiño a la reelección y el intercambio de afectos.

  • Bukele: “Esperamos trabajar con el presidente de los Estados Unidos durante los próximos cinco años…”

 

  • Trump: “Creía que querías estar más tiempo que ese… Risas… Les encantaría… Serían noticias rompedoras…”

 

  • Bukele: “Solo estaré cinco años… tendrá que hablar con el próximo presidente…”

 

  • Trump: “Lo sé… Lo sé…”

 

  • Bukele: “El presidente Trump es ‘nice’ y ‘cool’ y yo soy ‘nice’ y ‘cool’ también… Los dos usamos Twitter bastante, así que nos llevamos bien”.

 

Más tarde, Bukele aprovecha una entrevista con la cadena Fox, una de las más conservadoras de Estados Unidos y aliada política de Trump, para lanzar más guiños de amistad a su homólogo estadounidense.

A nadie le importa”, dice el salvadoreño, el asunto de la presión al presidente ucranio que ha desembocado en el juicio político al presidente de los Estados Unidos. En realidad, de acuerdo con una encuesta de CNN publicada el lunes 30 de septiembre, el 47% de los estadounidenses está de acuerdo con que el Congreso siga adelante en su investigación a Trump.

También dice Bukele, en ese y otros intercambios con la prensa, que los migrantes salvadoreños son esenciales en su agenda.

Los críticos, sin embargo, creen que es muy poco probable que el intercambio de gestos amistosos entre Bukele y Trump implique que el estadounidense dé marcha atrás en políticas de salvaguardas que benefician a los migrantes y que él mismo dinamitó al inicio de su mandato en 2017.

Abel Núñez, director del Centro de Recursos para Centroamérica en Washington (Carecen),  piensa que todo el asunto del reciente acuerdo migratorio firmado por Trump y los presidentes del Triángulo Norte centroamericano sirve mucho a las políticas del trumpismo y muy poco a los migrantes:

“Bukele está más que dispuesto a hacer lo que Estados Unidos quiere. Este acuerdo es súper peligroso porque le da la autoridad a Estados Unidos de deportar a los salvadoreños y a otros migrantes que pasan por Estados Unidos que piden asilo… El acuerdo es ridículo porque El Salvador no es seguro y miles siguen saliendo del territorio”, dice Núñez.

El director de Carecen cree que Bukele también obtiene beneficios políticos de toda está retórica de mano dura contra la migración. Lo peligroso, considera Núñez, es que el acuerdo de recibir a solicitantes de asilo en El Salvador, además de empoderar a los gobiernos centroamericanos para que apliquen mano dura a la migración, “encaja muy bien con la narrativa de control territorial que está implementando Bukele… Mientras están usando unos 800 policías en la frontera con Guatemala para prevenir el flujo migratorio, lo que está consiguiendo es que las personas que están huyendo sean más vulnerables”, dice.

Washington, DC. Septiembre 2019

La sede de Carecen está en la calle Columbia, en Columbia Heights, al noreste de la ciudad, en el corazón de uno de los primeros barrios de la capital estadounidense que los centroamericanos pueblan desde finales de los 80. A este edificio vienen, a diario, decenas que buscan respuestas a los problemas prácticos que implica vivir aquí sin papeles. Y aquí lo que se dice en los pasillos del poder político y en las reuniones que Donald Trump y sus funcionarios han tenido en los últimos días con Nayib Bukele, Juan Orlando Hernández y Jimmy Morales se oye igual que el murmullo de la lluvia de otoño precoz: como un ruido que, si uno se descuida, puede volverse tormenta peligrosa.

El salvadoreño Víctor Díaz, de 68 años, se detiene en un puesto de venta de periódicos cerca de la Plaza Las Américas, en San Salvador, un día después que el presidente de EE.UU., Donald Trump, dijera que paises como Haiti, El Salvador y Sudán, eran agujeros de mierda en abril de 2018. Foto FACTUM/Archivo.

Abel Núñez despacha en este edificio como director de Carecen desde 2013. En sus respuestas sobre el tema migratorio devuelve la experiencia y el escepticismo que ha acumulado durante años de ver pasar presidentes a ambos lados de las fronteras y de hablar con quienes vienen al 1240 de la Columbia Road a buscar alguien que les explique cómo navegar en una ciudad y un sistema político cada vez más hostil.

El panorama que Núñez pinta sobre la situación actual de esos migrantes es sombrío.

“No se ve muy bien. La administración (Trump) cada día está cambiando las políticas que impactan a la comunidad migrante. La cancelación del TPS en enero y la posible decisión del DACA  (el programa que echó a andar la administración de Barack Obama y que protegía de la deportación a hijos de migrantes indocumentados) en noviembre tiene a la gente asustada”, dice Núñez sobre dos de los beneficios migratorios que Trump y los suyos echaron al cesto de la basura a poco de llegar al poder.

El pasado 8 de enero de 2018, a poco menos de dos años de haber asumido como presidente de Estados Unidos, Trump puso fin al Estatus de Protección Temporal (TPS), el beneficio migratorio aprobado por la administración de George W. Bush tras los terremotos de 2001 en El Salvador.

Gracias al TPS poco más de 200,000 salvadoreños echaron raíces en Estados Unidos: el beneficio los protegió de la deportación y les dio permisos de trabajo, lo que los convirtió, en la práctica, en residentes legales. Salvaguardas similares se concedieron a oriundos de Honduras y de otros países caribeños y africanos.

En total, considera Núñez, unas 300,000 personas son beneficiarias del TPS, el 78% de ellas nacidas en El Salvador. Hoy, en su afán por hacer de la migración el tema central de sus políticas públicas, Trump ha despojado a todas esas personas de lo único que los ataba a la dignidad laboral y económica en los Estados Unidos.

A casi dos años de que Trump anunciara el fin del TPS, la situación de los “tepesianos” salvadoreños es precaria: “Los beneficiarios están sintiendo el cambio porque… no han recibido ni tarjeta de trabajo y muchos están perdiendo las licencias de conducir y los trabajos porque las entidades de gobierno y empleadores no entienden que el TPS aún está vigente (en principio, la vigencia termina en enero de 2020)”, explica Núñez.

Desde que el TPS se aprobó, los presidentes salvadoreños que han gobernado intentaron atribuirse como méritos propios las subsiguientes renovaciones del beneficio temporal. En realidad, como lo dijo una vez a Factum Doris Meissner, exasesora migratoria de Bill Clinton y miembro del Instituto de Políticas Migratorias de Washington (MPI), el TPS se convirtió, durante las administraciones de Bush hijo y Obama, en una “señal amistosa” hacia los países beneficiarios. Todo eso cambió con el ascenso de Trump.

El actual presidente salvadoreño, Nayib Bukele, había preferido no hablar de TPS. Hasta que ha tenido que hacerlo después de firmar, con la administración de Trump, ese acuerdo que obliga a El Salvador a recibir y atender a los solicitantes no-salvadoreño de asilo en Estados Unidos.

Bukele aprovecha su viaje a Nueva York para hacer una escala posterior en Washington, donde incluye en su agenda una reunión con beneficiarios del TPS. Pero es poco lo que el gobierno puede ofrecerles: según Jonathan Blitzer, el reportero de la revista New Yorker que cubre temas migratorios, El Salvador intentó poner una extensión del TPS como condición para firmar el acuerdo migratorio de país seguro. No funcionó. Esto ha tuiteado Blitzer:

“Para ser claro, antes de firmar el nuevo pacto con los Estados Unidos, el gobierno de El Salvador pidió a la administración Trump la extensión del TPS para salvadoreños… El gobierno de Estados Unidos lo rechazó. Los salvadoreños firmaron el acuerdo de todas maneras. ¿Qué poder de negociación tiene ahora Bukele que no haya tenido antes?”

 

El acuerdo migratorio ha sido la última en una serie de concesiones hechas por el gobierno salvadoreño a la política exterior estadounidense en Centroamérica, que es en realidad política doméstica antiinmigrante del trumpismo.

Antes habían llegado la disposición de crear la patrulla fronteriza de la que habla Abel Núñez y la confección de la retórica, en boca del mismo de Bukele, según la cual la responsabilidad última de la migración es del país emisor y de quienes se arriesgan en el viaje, nunca de la economía estadounidense que sigue reclamando la mano de obra barata que los centroamericanos ofrecen a los mercados de la construcción, los servicios y de servicios domésticos en las grandes urbes de la Unión.

Este trato firmado en septiembre, similar a otros adoptados por los vecinos Honduras y Guatemala, es entendido por los críticos del trumpismo como una forma de inhibir, desde los puntos de origen, las migraciones hacia Estados Unidos. Juntos, los pactos son el sello final del sueño húmedo más recurrente de Trump: la construcción de un muro en el sur, lo más al sur posible; no uno de ladrillos, más bien una pared virtual repellada con el visto bueno y la fuerza pública de los gobiernos aliados en el Triángulo Norte.

Así, casi todos ganan. Gana Trump en su afán por volver a la migración como argumento principal para cortejar a sus votantes y distraer la atención de los líos internos que le desvelan.

Ganan los presidentes centroamericanos. Jimmy Morales, de Guatemala, se asegura, al menos, la simpatía estadounidense en el ocaso de su desprestigiado mandato. Juan Orlando Hernández, de Honduras, se toma fotos con Trump en Nueva York a pocos días de que su hermano, Tony Hernández, sea enjuiciado, en esa misma ciudad, por narcotráfico. Y gana Nayib Bukele, el amigo cool y nice de Trump y el aliado más atractivo del estadounidense en el norte de Centroamérica.

Ganan todos menos los migrantes. Sobre todo pierden los que, huyendo de las violencias centroamericanas, pidan asilo al gobierno de los Estados Unidos, los que de hoy en adelante engrosen la cifra de 164,000 ciudadanos del norte de Centroamérica que a 2017 habían solicitado refugio según Naciones Unidas.

César Ríos, director del Instituto Salvadoreño del Migrante, resume así los objetivos reales del acuerdo migratorio: “No somos un tercer país seguro. Solamente hemos prestado o alquilado nuestro país para una estrategia de contención de migrantes”. Y añade: “…Es como si estuviéramos aceptando ir a un baile donde no deberíamos estar: el baile electorero de Estados Unidos”.

Ocotepeque, Honduras. 6 de agosto 2019

En la casa del migrante de esta ciudad, a medio camino entre los pasos migratorios oficiales en los puestos de Aguacaliente en el límite con Guatemala y El Poy en la frontera con El Salvador, la actividad matutina es muy poca. Apenas un migrante guatemalteco que pasó la noche anterior en el cuarto común para hombres de este refugio. Nada que ver con los desbordes de enero de 2018 y febrero  y abril de este año, cuando caravanas multitudinarias de migrantes abarrotaron este lugar, el parque y las calles de Ocotepeque.

Esta mañana templada de agosto, María Elena Sánchez, voluntaria del lugar, recuerda aquello. “No había dónde poner a la gente… Nosotros empezamos a oír que la caravana venía de San Pedro Sula y nos preparamos… pero no se pudo con toda la gente que llegó”.

La caravana migrante centroamericana. Foto cortesía.

Al ver hoy vacías las instalaciones discretas de esta pequeña casa de pueblo que alberga dos dormitorios comunales, media docena de inodoros, un recibidor, una sala-comedor ocupada por una mesa para seis y un escritorio, y un pasillo largo que lleva a un patio de cemento con lavadero cuesta imaginar que aquí encontraron refugio decenas de los miles que se fueron, juntos, hacia el norte a finales de 2018 y principios de 2019.

Todos los que emprendieron camino hacia Estados Unidos en caravana huían de lo mismo que aún huyen los que, después, han seguido pasando por esta casa y por las similares que están listadas en un cuadro colgado de una pared del refugio de Ocotepeque, atrás de donde está sentada María Elena. Todos huyen de la desesperanza que convive con ellos en forma de pobreza, violencia o, simplemente, de la falta de algo mejor para el futuro. Huyen de lo mismo que empuja a migrar a las gentes de La Reubicación en Chalatenango, esas que piensan que el futuro siempre pasa por irse a Estados Unidos.

El periodista Alberto Pradilla lo describe así en su libro Caravana, una crónica extendida de las migraciones masivas de 2018 e inicios de 2019: “Cada historia, cada vida nos habla de un mundo inhóspito, amenazante, brutal. Pobreza y violencia… Las dos ideas se repiten en una letanía. También, y esto se dice menos…, de un gobierno inexistente que no se preocupa por sus ciudadanos”.

Refugios como el de Ocotepeque no saben aún qué esperar de los acuerdos como los que el gobierno de Honduras firmó hace unos días con el gobierno de Donald Trump, pero incluso en agosto, cuando la vecina Guatemala acababa de firmar un pacto similar, la llegada de más migrantes desprotegidos como consecuencia directa de ese acuerdo a los puestos fronterizos era ya una posibilidad.

En Aguacaliente, un empleado migratorio que conversó sobre los acuerdos recientes desde el anonimato por no estar autorizado a hacerlo de otra forma, comentó que, después de la firma del acuerdo guatemalteco a finales de julio, la Policía de Guatemala había reforzado lo patrullajes en su lado de la frontera y había devuelto, en un solo fin de semana, a 200 hondureños que habían intentado pasar. Correr la frontera sur, que dicen los analistas.

María Elena Sánchez, de la casa ocotepecana del migrante, tiene ya años viendo ir y venir a los peregrinos, y de oír de las decisiones de los políticos que, al final, nunca han mermado los flujos de caminantes. Las caravanas, insiste la mujer, la tomaron por sorpresa, pero hoy vuelve a estar lista para dejar entrar a quienes busquen unas horas de descanso antes de seguir el mismo camino que siguen caminando con los ojos puestos allá, lejos, en el norte.

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