Dilemas y paradojas de la Fuerza Armada de El Salvador

Lo que está en juego no es solamente el futuro de la FAES, sino de la democracia propiamente, escriben los historiadores Knut Walter y Otto Argueta. El uso desmedido de la fuerza violenta –sobre todo si es innecesaria– deslegitima al gobierno y a la misma institución que la ejerce porque evidencia su incapacidad de hacerse respetar y acatar por la libre voluntad de la población.

Foto Archivo FACTUM/Salvador Meléndez


Bajo el embate de una pandemia de grandes consecuencias, las instituciones políticas de la República de El Salvador se encuentran en un momento que habrá de definir el desarrollo social y económico del país en términos igualmente decisivos como el Acuerdo de Paz firmado en 1992. En los años desde la finalización de la guerra, las dos fuerzas políticas más importantes del país –Arena y el FMLN– se sucedieron en la conducción de alcaldías, legislatura y ejecutivo nacional. El país vivió una relativa paz política, aunque aquejado por altos índices de violencia social y una economía de crecimiento muy bajo. Quizás el único indicador positivo fue el de un aumento de las remesas que permitió a muchas familias mantenerse por encima de la línea de pobreza, así como oxigenar las aspiraciones consumistas de la clase media. Mucho de eso ha cambiado en el último año.

En junio de 2019, El Salvador estrenó su primer presidente de una generación de posguerra, Nayib Bukele, acuerpado por una coalición poco ideológica e impulsado por un desencanto abrumador con los resultados de las gestiones de los gobiernos anteriores. Aunque su trayectoria política la construyó dentro del FMLN, su expulsión de ese partido sentó las bases de una animosidad aguda hacia la izquierda sin que se acercara a la derecha empresarial. Es más, encabeza el primer gobierno en que el partido político del presidente no tiene ni un solo diputado en la Asamblea Legislativa debido a la asincronía de las elecciones presidenciales y legislativas; a lo sumo, puede recibir el apoyo de diez diputados del partido GANA (bajo el cual Bukele se postuló) y de unos pocos más de partidos minoritarios o que se han desligado del partido Arena. Sin embargo, los seguidores del presidente hacen alarde de que su victoria electoral –con un poco más del 53% de los votos en primera vuelta– lo faculta para gobernar bajo criterios de excepcionalidad que riñen con las disposiciones y normas constitucionales.

Quizás la característica más evidente del nuevo gobierno es la juventud de sus principales cuadros ministeriales y administrativos. Estamos frente a un cambio generacional que se refleja en la generalidad del gabinete de gobierno y la dirección de las empresas estatales: personas (mujeres y hombres) de la edad del presidente quienes le han acompañado en su trayectoria política de la última década. Con toda razón se autoproclama como el primer gobierno de “posguerra”, cuyos integrantes no se sienten tan identificados con los resultados o las consecuencias de la guerra, tales como el Acuerdo de Paz, las reformas a la Constitución y la ideología de los partidos políticos en contienda desde entonces.

La condición de “posguerra” también se manifiesta en las tareas que se le han encomendado a la Fuerza Armada de El Salvador (FAES) en los planes del nuevo gobierno. Algunos de estos roles son una herencia de los seis gobiernos anteriores, especialmente en lo que se refiere a la participación de soldados y oficiales en el área de seguridad pública, pero otros sugieren una mayor identificación con los programas y objetivos del actual gobierno, además de un protagonismo político más destacado. ¿Cómo se manifiesta la relación de este gobierno y la FAES transcurrido más de un año de haberse juramentado el presidente Bukele, la de un gobierno y una Fuerza Armada aparentemente sin mayores compromisos con un pasado que prefieren olvidar?

Antecedentes

El camino que se ha transitado para llegar al momento político actual es en algunos sentidos la historia de la Fuerza Armada propiamente. Los orígenes de la moderna Fuerza Armada de El Salvador se remontan al golpe de estado de octubre de 1979, cuando un grupo de oficiales, tanto jóvenes (capitanes y mayores) como algunos veteranos (coroneles) decidieron que el gobierno del general Carlos Humberto Romero no estaba en capacidad de ponerle fin a la creciente efervescencia social de sindicatos obreros, asociaciones estudiantiles, organizaciones profesionales y grupos de izquierda que pronto se convertirían en escuadras guerrilleras, primero en las principales ciudades del país y después en las zonas rurales. El derrocamiento del general Romero también puso fin a casi cincuenta años de gobiernos encabezados por militares quienes se turnaban en el poder mediante elecciones amañadas y ocasionales golpes de estado.

Pero el acuerdo para derrocar a Romero no se tradujo en consenso sobre cómo enfrentar el auge de la movilización social; algunos sectores militares y civiles abogaban por un entendimiento político con la oposición mientras que otros optaron por una intensificación de la represión. Sí hubo acuerdo sobre varias reformas relativamente radicales en lo económico (reforma agraria, nacionalización de la banca y del comercio exterior) y lo político (elecciones multipartidistas, reforma constitucional) supuestamente en respuesta a las demandas populares, mientras que la FAES se retiró de la administración directa del gobierno para dedicarse a la guerra contrainsurgente que comenzó a arreciar después de 1980.

Durante la década de los ochenta, la relación de la FAES con el Departamento de Defensa (Pentágono) de Estados Unidos se volvió indispensable, no solamente en lo militar, sino en toda la gama de acciones y procesos de la contrainsurgencia. Sin ese apoyo externo en pertrechos y asesoría, es probable que la FAES no habría podido mantener a raya a las diversas fuerzas guerrilleras que se unieron para formar el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). La actividad económica tampoco habría subsistido sin las inyecciones masivas de dólares de ayuda, complementadas con el paso del tiempo por las remesas que comenzaron a enviar los cada vez más grandes contingentes de población salvadoreña que habían emigrado hacia el norte.

Durante la guerra contrainsurgente de la década de los ochenta, la FAES fue criticada duramente por los abusos a los derechos humanos cometidos contra la población civil no combatiente. Varias masacres de poblaciones enteras fueron documentadas por los medios de comunicación y se convirtieron en parte del debate político en Estados Unidos sobre la conveniencia o la moralidad de seguir apoyando a la FAES. El Congreso estadounidense, controlado por el Partido Demócrata, condicionó el envío de ayuda militar y económica a unas certificaciones semestrales que debía emitir el Departamento de Estado sobre la mejora del respeto a los derechos humanos en El Salvador. La ayuda estadounidense también se asoció directamente con la instauración de un sistema democrático de elecciones plurales y regulares que comenzó con la elección de una asamblea constituyente en 1982, a la que siguieron elecciones presidenciales en 1984 y 1989, y elecciones legislativas y municipales en 1985, 1988 y 1991, es decir, una elección cada quince meses en promedio, todas ellas bajo una más o menos nutrida lluvia de balas.

En resumidas cuentas, los procesos militar, político y social que vivió el país en la década de los ochenta resultaron en un entramado de fuerzas políticas, militares y sociales que nunca antes se había conocido en el país: una derecha empresarial involucrada directamente en la vida política a través del partido Arena; un partido de centro-izquierda (la Democracia Cristiana) en el poder, identificado con la democratización, pero también debilitado por la oposición al proyecto reformista contrainsurgente y el desgaste de la guerra; una izquierda en armas que se convirtió en partido político de amplio arrastre popular, pero sin los números de votos suficientes para ganar una elección presidencial sino hasta 2009; y una Fuerza Armada que aceptó una solución negociada a la guerra sin haberla perdido militarmente, pero que bajo el Acuerdo de Paz de 1992 tuvo que dar por concluida una larga presencia cuasihegemónica en la conducción política del país. Sin embargo, todavía quedan cabos sueltos de un pasado que chocan con las nuevas realidades sociales, económicas, políticas y geopolíticas del país desde que terminaron la Guerra Fría y la guerra contrainsurgente.

Soldados del Comando de Transmisiones de la Fuerza Armada durante un desfile militar como parte de las celebraciones del 15 de septiembre.  Foto Archivo FACTUM/Salvador MELENDEZ

Estos cabos sueltos pueden describirse como una herencia de dilemas y paradojas que no se superaron o resolvieron en su momento. En otras palabras, son el producto de una secuencia o trayectoria de decisiones acertadas o desacertadas o que simplemente dejaron de tomarse. Los dilemas son problemáticos porque obligan a tomar una decisión a partir de opciones que son igualmente buenas o malas, mientras que una paradoja se refiere a una situación contradictoria cuya superación requiere con frecuencia la toma de medidas excepcionales.

La primera paradoja está presente desde hace muchas décadas: la función principal de la FAES, para la cual se entrenan sus oficiales y su tropa, es la guerra en defensa de la soberanía nacional y la integridad del territorio salvadoreño. Sin embargo, desde al menos 1907 no ha habido guerras entre países centroamericanos desde que Estados Unidos se interesó en mantener la estabilidad en la región para asegurar su importantísima inversión militar y comercial en el Canal de Panamá y patrocinó, en consecuencia, la firma de tratados de paz y amistad en la ciudad de Washington en 1907 y 1923 que fueron suscritos por todos los países centroamericanos. La única excepción a esta pax americana centenaria fue el enfrentamiento de cuatro días entre El Salvador y Honduras en julio de 1969, que no tuvo que ver con la integridad del territorio nacional sino con la situación de centenares de miles de salvadoreños indocumentados que se habían ido a vivir a Honduras. Todos los otros enfrentamientos armados en los que han participado los ejércitos nacionales en Centroamérica en el siglo XX han sido guerras internas, de los cuales solamente Honduras se ha visto eximida.

La cuasi imposibilidad de que estalle una guerra entre países centroamericanos se refleja en la ausencia de problemas limítrofes y en los altos niveles de integración económica y social que se han alcanzado en la región desde el final de los conflictos armados internos. En términos estrictamente militares, ningún país centroamericano está en capacidad de invadir y derrotar a un ejército vecino. Ni se preparan para ello, como sería el caso de existir planes de guerra o la realización de maniobras militares de guerra convencional. En otras palabras, ningún país centroamericano –que sepamos– está pensando en invadir a otro.

El Acuerdo de Paz y las reformas constitucionales correspondientes permitieron superar del todo una segunda paradoja cuando le retiraron a la FAES una función problemática que había asumido en 1931: la de gobernar el país a partir de su control del órgano ejecutivo y de los ministerios claves. Este protagonismo político adquirió visos de paradoja después de 1950 especialmente, cuando los sucesivos militares de carrera al frente del gobierno decían defender la república y la democracia, pero procedían con drasticidad a reprimir las actividades de la oposición política, especialmente cuando se trataba de grupos y movimientos de orientación izquierdista o reformista. Este orden político que marginaba y excluía a grupos opositores fue una de las principales causas del estallido de la insurgencia popular en la década de los ochenta.

En un plano internacional, esta paradoja de regímenes encabezados por militares se manifestó en su cada vez más difícil relación con los gobiernos en occidente de corte liberal y democrático, una discrepancia que resultó evidente aún antes de agotarse la Guerra Fría y de conocerse la magnitud de la destrucción en vidas humanas y costos económicos del conflicto interno. Es decir, se evidenció la obsolescencia del modelo político autoritario-militar así como la barbaridad de la guerra contrainsurgente, a tal grado de que la opción por la democracia pluralista y el respeto a los derechos humanos y cívicos fundamentales no fue objetada sino por grupos radicales de extrema izquierda y derecha.

Aunque el entorno internacional no ha sido favorable para que las fuerzas armadas centroamericanas vuelvan a desempeñar un papel político directamente, otros fenómenos transnacionales han ocupado su atención, tales como la migración indocumentada, el contrabando, el narcotráfico y las pandillas con vínculos internacionales, todos ellos combatidos especialmente por el gobierno de Estados Unidos, el cual ha procurado reclutar a los gobiernos centroamericanos para auxiliarle en estos empeños. Esto ha abierto las puertas a nuevas oportunidades para los militares en tareas que permiten utilizar la fuerza de las armas en temas como el control fronterizo y los patrullajes en zonas de tránsito de migrantes y rutas de narcotráfico y contrabando.

Son precisamente las nuevas fuentes y expresiones de violencia social y criminal que vuelven a colocar sobre el tapete la paradoja quizás más importante que haya afectado a la FAES durante buena parte del siglo XX hasta la firma del Acuerdo de Paz en 1992: las responsabilidades que se le encomendaron en el ámbito de la seguridad pública. La Guardia Nacional (GN), fundada en 1912 como una policía rural inspirada en la Guardia Civil de España, siempre estuvo bajo la dirección administrativa y operativa del Ministerio de Guerra (después Defensa), mientras que la Policía Nacional (PN), la policía urbana, pasó a ser parte del Ministerio de Defensa en 1946. El resultado fue que el papel más importante de la FAES antes del Acuerdo de Paz (exceptuada la guerra contrainsurgente) se centró en la dirección por parte de oficiales de carrera de la totalidad de los cuerpos de seguridad (policías urbanas y rurales). Esta “militarización” de la seguridad pública fue vista con buenos ojos por aquellas personas que estaban convencidas de que la población salvadoreña debía ser tratada con firmeza para mantener el orden social vigente. Sin embargo, el respeto hacia la autoridad policial, basada más en el temor que en la legitimidad, se fue perdiendo hasta quedar en entredicho con el inicio del conflicto armado.

El Acuerdo de Paz de 1992 y las reformas correspondientes a la Constitución separaron a la FAES de las labores de seguridad pública, las cuales fueron asumidas por una nueva Policía Nacional Civil (PNC), con su propia Academia Nacional de Seguridad Pública (ANSP), Inspectoría General y administración financiera. Sin embargo, casi desde el momento de la firma del Acuerdo de Paz, se presentaron nuevos desafíos que la PNC no estuvo en condiciones de controlar debidamente: la violencia social o comunitaria asociada con las pandillas y el crimen organizado que se sumaron a la delincuencia común de larga data. El país ha sufrido –con sus altibajos– una de las tasas de homicidios más altas del planeta. Esto convenció a los presidentes de la República de que era indispensable echar mano de la FAES para apoyar las labores de patrullaje de la PNC, una atribución que les confiere la Constitución (artículo 168) cuando se hayan “agotado los medios ordinarios para el mantenimiento de la paz interna, la tranquilidad y la seguridad pública”.

Crisis de la seguridad pública y reposicionamiento militar

El período comprendido entre 1992 y 2003 puede entenderse como una puerta giratoria por donde salió y volvió a entrar la Fuerza Armada como protagonista en la vida política del país. Al mismo tiempo que se implementaron reformas destinadas a reducir el papel de la FAES –tanto en términos de su dimensión como de sus atribuciones en la sociedad salvadoreña– crecía el problema de seguridad pública, especialmente en torno a las pandillas, la principal causa de la inseguridad en el país relacionada con los homicidios y las extorsiones. Si bien las pandillas existían desde antes del fin de la guerra, su crecimiento numérico y su actividad violenta son fenómenos de posguerra que fueron desatendidos por los primeros gobiernos de tiempos de paz, mientras la apuesta giraba en torno a la estabilización política y económica del país y de la competencia partidaria.

Fue hasta el gobierno de Francisco Flores (1999-2004) que las pandillas recibieron una atención específica por parte del Estado, que no solo fue tardía, sino contraria a los principios democráticos que se buscaba asentar en la sociedad. El gobierno de Flores identificó a las pandillas como un problema de primer orden y las declaró como una amenaza a la seguridad nacional. Las acciones fueron punitivas y basadas en un enfoque de guerra, que se extendería por los siguientes gobiernos hasta el actual.

El enfoque punitivo y reactivo ampliamente conocido como “política de mano dura” fue estrenado por el gobierno de Flores en julio de 2003 con el Plan Mano Dura, que luego dio lugar a la política de Súper Mano Dura durante el gobierno de Antonio Saca (2004-2009). Ese enfoque contempló la creación de leyes antimaras, el encarcelamiento masivo de jóvenes asociados a las pandillas por su apariencia y lugar de habitación y el despliegue de soldados en las calles del país en tareas conjuntas con la Policía Nacional Civil.

La mano dura inició en un periodo en que la tasa de homicidios no se encontraba en los niveles a los que subió después del inicio de esos planes. Entre 2003 y 2006, el período de implementación de las acciones de mano dura, la tasa de homicidios pasó de 36 a 65 muertes por cada cien mil habitantes por año.

Las acciones punitivas de la “mano dura” fueron acompañadas de una retórica oficial de guerra contra un enemigo único. Una campaña mediática oficial incidió en el aumento de la percepción de inseguridad y recalcó que las pandillas eran la causa de esa situación. Según diversos estudios, entre ellos “Las políticas de seguridad pública en El Salvador” elaborado por Jeannette Aguilar, las políticas de mano dura tuvieron una finalidad electoral y de incidencia en la opinión pública más efectiva que los objetivos propios de una política de seguridad.

Durante los siguientes dos gobiernos del FMLN, los militares adquirieron un rol aún más protagónico en la seguridad pública respecto del que tuvieron en los gobiernos de Arena. Durante la gestión de Mauricio Funes (2009-2014) se intensificaron las leyes antipandillas durante un alza nunca antes vista de homicidios y hechos violentos que impactaron de manera especial la opinión pública, como la quema de un bus con pasajeros en junio de 2010. La “Política Nacional de Justicia, Seguridad y Convivencia” propuesta por el gobierno de Funes nunca fue debidamente implementada y en su lugar se impuso una visión represiva de la seguridad pública que formalizó el incremento de la fuerza militar. De acuerdo al estudio de Aguilar antes mencionado, a la llegada de Funes a la presidencia en junio de 2009, el número de efectivos militares destinados a la seguridad pública era de 1,975. Al finalizar el primer año de su gobierno, ese número se incrementó a 6,500, mientras que en 2014, el último de su gobierno, el número de militares asignados a esas tareas era de 11,200. Al concluir el gobierno de Funes, el total de efectivos militares (24,799) era superior al de la Policía Nacional Civil (23,000).

Paradójicamente, ese masivo despliegue militar fue liderado por la misma autoridad que propició la llamada tregua entre pandillas (2012-2013), el único experimento que dio lugar a un descenso significativo de los homicidios en el país. La tregua generó una polémica que aún polariza las opiniones pero que permite hacer algunas consideraciones importantes. La primera de ellas es que la tregua fue una oportunidad para un cambio de enfoque sobre la inseguridad que, debido a la manipulación política y a la falta de transparencia, impidió explotar su potencial como medida para reducir la violencia y transformarla. La segunda es que se demostró que políticamente la mano dura, el discurso antipandillas y la demostración de cero tolerancia es una necesidad política electoral en el país. La tregua, como método no violento de reducción de la violencia, demostró ser efectiva, pero también vulnerable ante los mensajes electorales de los partidos en contienda. Mientras eso sucedía, se afianzó una narrativa oficial que desmeritaba a la Policía Nacional Civil y justificaba la necesidad de darle un mayor protagonismo a la FAES, además de que profundizó la retórica de guerra y descalificó a la tregua.

Dos estudiantes caminan al lado de soldados salvadoreños que montan guardia en la intersección de Residencial La Gloria y la entrada a San Roque, en San Salvador. 
Foto Archivo FACTUM/ Salvador MELENDEZ

Durante el segundo gobierno del FMLN (2014-2019), la opción preventiva y de rehabilitación, siempre plasmada en los planes y políticas, quedó nuevamente descartada. Más bien, fue la retórica de guerra que caracterizó al presidente Sánchez Cerén y la tregua se convirtió en otra pieza del campo de batalla electoral. Una nueva política, denominada Medidas Extraordinarias de Seguridad, dio continuidad a las anteriores, incluyendo la expansión de la presencia militar en la seguridad pública y el endurecimiento de las leyes y disposiciones especiales en las cárceles de pandilleros que provocaron numerosas denuncias de violaciones a los derechos humanos.

Durante ese gobierno fueron creados varios batallones dentro de la FAES dedicados específicamente a la seguridad pública. La imagen que describe este periodo en la democracia salvadoreña es la de un vehículo artillado recorriendo las calles de un barrio urbano y marginal, una imagen con un alto contenido simbólico pero con muy bajo nivel de efectividad en materia de seguridad. De hecho, la violencia se transformó y si bien inició un descenso en 2016, esta se orientó a una confrontación con las fuerzas de seguridad del país.

La presidencia de Bukele

Ningún presidente hace tabula rasa al inicio de su gobierno. Nayib Bukele tomó la conducción del gobierno sobre unos rieles que tenían ya una dirección establecida: la seguridad pública en El Salvador es represiva y la FAES tiene un lugar privilegiado en ella, producto de una inversión de recursos y publicidad que sitúa a cualquier presidente ante el dilema de transformar o reproducir.

La gestión del nuevo presidente comenzó sin demoras con una intervención en el área militar. “Se ordena a las Fuerzas Armadas retirar de inmediato el nombre del Coronel Domingo Monterrosa, del Cuartel de la Tercera Brigada de Infantería, en San Miguel”, escribió Nayib Bukele en su cuenta de Twitter el 2 de junio de 2019, un día después de la toma de posesión de su mandato presidencial. El nombre que el presidente ordenó retirar de la instalación militar es el de uno de los responsables de la masacre en El Mozote cuando dirigía el Batallón Atlacatl a inicios de la guerra civil en 1981, según lo señala la Comisión de la Verdad de la ONU.

Esa decisión dio la señal de que el gobierno definía su postura frente al dilema de: a) apoyar el reclamo de las víctimas de la guerra, los señalamientos de la Comisión de la Verdad de la ONU y las investigaciones sobre los responsables de la masacre en El Mozote cuando fueron asesinadas al menos 800 personas; o b) mantener la distancia política sobre esos temas y evitar el escabroso camino de la justicia y la memoria de la guerra. La opción que escogieron los dos gobiernos anteriores del FMLN fue precisamente la de obviar en buena medida el tema, a pesar del reclamo de las víctimas.

Toda decisión tiene consecuencias, activa fuerzas y visibiliza las diferentes opciones existentes sobre el camino a seguir. Para muchas personas, la decisión del presidente Bukele rompió con las tradicionales lealtades presidenciales hacia uno u otro bando de la guerra y situaba al gobierno del lado de la reparación, la justicia y la memoria. Eso convenció a muchas personas de darle el beneficio de la duda a un presidente y a un gabinete de gobierno que se presentó como nuevo, distanciado de las posturas ideológicas que habían dominado la política nacional.

Posteriormente, se activaron otras acciones coherentes con esa decisión inicial. En noviembre de 2019, el juez que tramita el caso de la masacre en El Mozote le requirió al presidente Bukele entregar los documentos militares relativos al caso, que juzga al Alto Mando que comandaba la FAES en 1981. El presidente, como comandante general de la Fuerza Armada, tiene la potestad de que sus órdenes prevalezcan sobre las del ministro de la Defensa, además de que la orden de un juez al presidente de la República es vinculante. Es decir, Bukele pudo ordenar abrir los archivos y además debía hacerlo. Si bien el presidente repitió lo que desde 1990 han dicho diferentes gobiernos en el sentido de que no existen documentos relacionados con las acciones militares como la de El Mozote, ordenó que se abrieran los archivos a un equipo de peritos que forma parte del proceso que se lleva por la masacre.

Otra decisión que dio signos de un camino diferente fue el nombramiento del actual ministro de la Defensa, René Merino Monroy, ascendido a contraalmirante de la Fuerza Naval a los 55 años de edad. Es la primera vez que un ministro de la Defensa proviene de la Fuerza Naval, además de que la mayor parte de su carrera como oficial ha transcurrido en tiempos de paz, es decir, de un militar relativamente joven que no representa las tradicionales fuerzas ligadas al conflicto armado en el país.

Si bien estas decisiones daban signos de la inclinación del presidente por una de las opciones en el dilema de las relaciones con los militares en el país, también permiten identificar lo que posteriormente se convirtió en una paradoja: signos de cambio democrático (nueva generación, cambios relativos a la memoria histórica) que refuerzan prácticas no democráticas. Desde el inicio de su gestión, el nuevo ministro de la Defensa fue uno de los principales defensores de mantener el despliegue militar para la seguridad pública, algo que se había iniciado con los gobiernos pasados y que forma parte del Plan de Control Territorial del presidente Bukele, uno de los más importantes planes de su gestión.

El Plan de Control Territorial tiene el objetivo de hacer frente a los grupos criminales en el país, para lo cual se requiere un financiamiento de $575.2 millones. El presidente Bukele atribuyó a ese plan el descenso de los homicidios en el país, algo que ha sido cuestionado porque el plan inició a finales del mes de junio de 2019 y la tendencia al descenso de los homicidios empezó en 2016. De acuerdo con datos de la Policía Nacional Civil, en 2015 el promedio fue de 18 asesinatos diarios, 14 en 2016, 11 en 2017 y hasta julio de 2019 el promedio era de ocho homicidios diarios.

El plan consta de siete fases de las cuales solamente se conocen tres. La primera de ellas, llamada “Control Territorial”, contempló el despliegue de militares y policías y el estado de emergencia en las cárceles de manera similar al de los dos gobiernos del FMLN; la segunda fase, denominada “Oportunidad”, está orientada a la reconstrucción del tejido social y debe involucrar a todas las carteras del gobierno para evitar que los jóvenes ingresen a las pandillas; y la tercera fase, llamada “Modernización”, incluye la compra de equipo de tecnología de punta para la Fuerza Armada y la Policía Nacional Civil. La fase 3 fue oficialmente presentada en agosto de 2019 y tendría un costo de $210.1 millones. El presidente Bukele buscó obtener un crédito del Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) por $109 millones, los cuales se destinarían a la compra del equipo en cuestión.

La demora en la aprobación del financiamiento de la tercera fase del Plan Control Territorial fue la razón principal por la cual el presidente Bukele irrumpió en la Asamblea Legislativa acompañado por un contingente militar y policial el 9 de febrero de 2020. Este hecho ocurrió luego de varias semanas de ataques mediáticos del presidente en contra de los diputados y de amenazas de cerrar la Asamblea Legislativa y de encabezar la “ira del pueblo” contra los diputados.

Durante las siguientes semanas, este hecho fue calificado nacional e internacionalmente como uno de los atentados más graves a la democracia y la institucionalidad política de El Salvador y se convirtió en un tema que dominó la opinión pública. De particular importancia fue la decisión de acompañar la transgresión a la institucionalidad democrática, específicamente a la independencia de los órganos del Estado, con la Fuerza Armada y la Policía Nacional Civil y sumarle a eso la movilización de servidores públicos como una forma de presión.

El presidente Bukele acompañado con militares tras la toma con soldados del Salón Azul de la Asamblea Legislativa el pasado 9 de febrero.  Foto Archivo FACTUM/ Salvador MELENDEZ

En abril de 2020, el presidente Bukele anunció su intención de ignorar la sentencia de la Corte Suprema de Justicia que ordenó frenar las detenciones y los confinamientos “forzosos” de quienes violaran la cuarentena decretada ante la pandemia del COVID-19. Al igual que en el resto del triángulo norte centroamericano, en El Salvador las medidas para prevenir el contagio durante la pandemia por COVID-19 fueron impuestas a través de toques de queda y estados de emergencia que otorgaron a las fuerzas armadas y policiales la potestad para controlar el movimiento de las personas.  El presidente incluso amenazó con demandar a la Asamblea Legislativa y a la Corte Suprema de Justicia ante el Sistema de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, alegando que dichos órganos violaron los derechos a la salud y la vida del pueblo salvadoreño luego de que la Asamblea Legislativa se opuso a la extensión del estado de emergencia solicitado por el ejecutivo por considerar que se habían cometido violaciones a los derechos humanos durante su vigencia. Debido a que el presidente prorrogó la medida sin autorización, la Corte Suprema de Justicia dejó sin efecto la prórroga de la ley de emergencia y pidió a la Sala de lo Constitucional revisar si la medida era constitucional o no.

Otras denuncias por violaciones a los derechos humanos ocurrieron luego de que el presidente Bukele autorizó a los cuerpos de seguridad el uso de fuerza letal para contrarrestar el aumento de homicidios ocurrido entre el viernes 24 y el domingo 26 de abril de 2020. Durante esos tres días ocurrieron 60 homicidios en todo el país, los cuales fueron atribuidos por las autoridades a la pandilla Mara Salvatrucha y a las dos facciones de la pandilla Barrio 18 por órdenes de sus respectivos líderes en prisión. Esto ocurrió luego de que el promedio diario de homicidios bajó a dos a partir del 14 de abril, incluyendo un día, el 15 de ese mes, en que las autoridades no registraron ningún homicidio. La tendencia a la baja en los índices de homicidios continúa y es un signo esperanzador para una sociedad golpeada por la violencia desde hace décadas.

Con esa orden, el presidente Bukele repitió el tipo de reacciones que tuvo el gobierno del FMLN para enfrentar el aumento de los homicidios en 2015. Desde el inicio de su gestión, Bukele también ordenó el estado de emergencia en algunas prisiones del país siguiendo lo establecido por el gobierno del FMLN a través de las que fueron conocidas en su momento como las “medidas extraordinarias” en las prisiones del país. La situación llegó al extremo el 26 de abril con el anuncio de que pandilleros de cualquier afiliación serían mezclados en las prisiones del país y puestos en aislamiento absoluto. Las imágenes de miles de pandilleros semidesnudos en los patios de las prisiones fueron criticadas nacional e internacionalmente debido a que contradecían la tradicional separación de las pandillas en las prisiones, ordenada en 2004 con la “mano dura” de los gobiernos de Arena, y además porque contravenían todos los protocolos de bioseguridad requeridos durante la pandemia por COVID-19.

Las decisiones anteriores pueden ser analizadas desde la perspectiva del sensacionalismo mediático que producen, lo cual luego de un tiempo tiende a disminuir o bien derivar en otra noticia que genera impacto en los medios de comunicación. Sin embargo, esas decisiones suman a una trayectoria que luego de un año de gobierno se hace cada vez más visible: la creciente participación de la FAES en diferentes ámbitos de la vida política del país. Esto se aprecia hasta en el aumento del gasto militar para 2020 en un 52% en comparación al año anterior, pasando de 145 a 220 millones de dólares, es decir, 75 millones adicionales, lo que representa el mayor aumento proporcional desde la firma del Acuerdo de Paz. A esto habría que sumarle el 50% de los 109 millones de dólares del préstamo solicitado al BCIE para aumentar el despliegue territorial de la FAES en las tareas de seguridad pública, lo que forma parte de la fase 3 del Plan de Control Territorial del presidente Bukele.

Un año después de la primera decisión del presidente Bukele de remover el nombre del coronel Domingo Monterrosa del cuartel de la Tercera Brigada de Infantería, han ocurrido varios eventos en los que las fuerzas militares ocupan un lugar predominante en las decisiones de Bukele sobre seguridad pública, control de la pandemia y presión política frente a otros órganos del estado. La paradoja es ahora más evidente: un gobierno surgido de un amplio movimiento político que reemplazó a las tradicionales fuerzas políticas que compitieron dentro de las reglas de la democracia durante los últimos treinta años, recurre ahora a acciones reñidas con la legalidad constitucional para asegurar su posición y hacer valer sus decisiones con el apoyo de una institución –la FAES– cuya separación e independencia del juego político es fundamental para la consolidación de la democracia.

Conclusiones

En resumidas cuentas, el fin del conflicto armado en 1992 y la marginación de los militares de la administración directa de la seguridad pública han colocado a la FAES en una situación problemática que se ha querido superar con redefiniciones del concepto de seguridad y con la presencia de nuevas amenazas a la soberanía nacional y la integridad territorial, así como ciertas atribuciones que le otorga la Constitución vigente. Una de estas disposiciones constitucionales, compartida con casi todos los países del mundo, es la que permite al gobierno utilizar a la FAES en situaciones y circunstancias excepcionales de catástrofe nacional que no pueden ser debidamente manejadas por otras instituciones del estado. La Constitución salvadoreña también contempla que los órganos del estado (legislativo, ejecutivo, judicial) echen mano de la FAES para hacer efectivas sus disposiciones en sus respectivas competencias constitucionales (artículo 212), lo cual no deja de ser preocupante si dos órganos del estado enfrentados quieren disponer de la FAES simultáneamente para imponer su voluntad. El resultado podría asemejarse a un golpe de estado como los de antes, en el que se impone una solución por medios de fuerza pero esta vez envuelta en una legalidad constitucional.

Con independencia de los problemas asociados con la existencia y las funciones de las fuerzas armadas en Centroamérica, todos los gobiernos enfrentan el dilema crónico de cómo distribuir los escasos recursos fiscales con los cuales deben atender una multiplicidad de obligaciones. Entre estos se incluye el mantenimiento de las fuerzas armadas. Si bien es cierto que los presupuestos asignados al Ministerio de Defensa en el caso de El Salvador desde el Acuerdo de Paz en 1992 han sido los más bajos en proporción al producto interno bruto en los últimos cien años, no dejan de ser erogaciones que deben justificarse plenamente, como las de cualquier otra dependencia del estado, bajo criterios de eficacia y eficiencia.

No está claro cómo se superarán estas paradojas y dilemas. Lo cierto es que en el caso de El Salvador, la participación de la FAES en tareas ajenas a sus funciones y atribuciones ordinarias ocasiona polémicas sobre el uso lícito de la fuerza militar en áreas de la gestión gubernamental que supuestamente deben ser atendidas por otras instancias de carácter civil debidamente preparadas y organizadas. A veces parecería que la FAES puede ser utilizada para cualquier acción que un gobernante estime producirá mejores frutos que si lo ejecuta otra instancia gubernamental.

Por otra parte, están las disposiciones constitucionales que aseguran a la FAES su existencia como institución permanente del estado. En este sentido, un debate sobre la reducción sustancial o disolución de la FAES está fuera de lugar. Sin embargo, sí es necesario definir con la mayor precisión posible las atribuciones y prerrogativas de la FAES para que la institución armada no sea manipulada o instrumentalizada por fuerzas políticas u órganos del gobierno en pugna que pueden afectar negativamente su carácter apolítico y no deliberante. En términos generales, la FAES debe estar presta para ayudar cuando se requiera sin alterar su carácter militar, pero también volver cuanto antes a ejercer las funciones convencionales que le asigna la Constitución.

Lo que está en juego no es solamente el futuro de la FAES, sino de la democracia propiamente. El uso desmedido de la fuerza violenta –sobre todo si es innecesaria– deslegitima al gobierno y a la misma institución que la ejerce porque evidencia su incapacidad de hacerse respetar y acatar por la libre voluntad de la población. También debe contemplarse el nivel de compromiso y afinidad de las fuerzas políticas más importantes con la democracia; tanto Arena como el FMLN surgieron de tradiciones políticas antidemocráticas o no democráticas. Su compromiso con una solución negociada de la guerra pasó por la aceptación de una democracia incluida en un paquete de reformas promulgada años antes del Acuerdo de Paz (incluida la Constitución de 1983). A decir verdad, la única fuerza política claramente identificada históricamente con la democracia liberal fue la Democracia Cristiana, que terminó desgastada y derrotada electoralmente cuando la guerra llegaba a su fin.

En este momento, por lo tanto, puede argumentarse que la democracia necesita amigos incondicionales, quienes la respaldan tanto como sistema de selección de gobernantes por medio de elecciones así como proceso de negociación e interlocución en busca de acuerdos que beneficien a la población entera. Después de casi 30 años de haberse firmado la paz, la situación económica para buena parte de la población sigue siendo precaria, complicada aún más por la violencia social y la pandemia de COVID-19. Las formalidades de la democracia –sus instituciones y procesos– todavía tienen que demostrar que están en capacidad de responder con eficacia y agilidad ante el cúmulo de amenazas inmediatas que enfrenta la población, a lo cual hay que sumar los bochornosos antecedentes de corrupción y malversación que han salpicado a todas las fuerzas políticas que han llegado al poder en las últimas décadas. Lo peor que le puede pasar a un sistema democrático es que se paralice o se entrampe y que el desencanto popular lo termine hundiendo.


Knut Walter. Historiador. Ha sido docente en universidades de Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Estados Unidos. Es autor de varios estudios monográficos de historia centroamericana moderna, especialmente de El Salvador y Nicaragua, y coordinó la elaboración de textos de historia salvadoreña y centroamericana.

Otto Argueta. Historiador y doctor en Ciencia Política por la Universidad de Hamburgo, Alemania. Coordinador regional de la Alianza para la Paz. Sus investigaciones se concentran en temas de criminalidad y violencia con especial énfasis en pandillas, crimen organizado, narcotráfico y policía, así como sistemas políticos y procesos de formación del Estado.

El presente artículo es parte de un proyecto de investigación regional desarrollado por Alianza para La Paz con apoyo de la Fundación Heinrich Böll. 

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