Existe un perfil del militar profesional que no conocemos en El Salvador. Es un soldado desconocido en nuestro medio, apolítico y no deliberante, ausente hasta hoy, pues parece confinado a una tumba sin nombre, en el cementerio de la historia y de la política. Se trata del militar culto y profesional cuyo perfil delinearon los negociadores de la paz después de doce años de guerra, y que bajo el auspicio de la comunidad internacional, y de misiones militares europeas, estaría impulsado a ejercer la profesión de las armas siguiendo unos ideales que tampoco eran del todo ajenos a los salvadoreños. Ya las leyes militares de inicios del siglo pasado describían con propiedad la forma de ejercer el mando, el apego a la ley de los funcionarios públicos de uniforme y las funciones de servicio y resguardo de la soberanía nacional, tan propias de ese oficio desde entonces.
Lo que hicieron quienes alcanzaron los Acuerdos de Paz en 1992 fue revivir estos ideales, dejar fuera aquellas competencias que en materia política e ideológica le imponían un lastre a la Fuerza Armada -al ser estas propias de las autoridades civiles- y alejarla de temas tales como las luchas ideológicas presentes en nuestro medio, o el asegurar la alternancia en la elección del órgano ejecutivo, e incluso el combate contra el comunismo u otras “ideologías exóticas” que atentaran contra la paz interna, como se decía entonces, todos estos, asuntos que a partir de entonces quedarían reservados al criterio de cada ciudadano, a un nuevo Tribunal Supremo Electoral y a los partidos políticos como parte del juego democrático.
Y es que el tema de la Fuerza Armada en El Salvador ha sido casi siempre problemático. Por tratarse de una institución gubernamental arraigada a lo largo de buena parte de nuestra historia, los políticos de turno se han cuidado de contar con su beneplácito para la implementación de toda clase de reformas y “revoluciones morales” o “proyectos nacionales”. Los militares, pues, han tenido un papel protagónico en la caída de las tiranías, pero también en la imposición de estas, en la puesta en marcha de las reformas agrarias y en la administración de las principales instituciones autónomas de energía y comunicaciones. La lista podría continuar por muchas líneas más.
La guerra civil de los ochenta reunió esa “relevancia histórica”, por llamarle de algún modo, y la exaltó al punto de imponer a la sociedad salvadoreña un alto grado de militarismo, que amarró este al feliz logro de los “destinos nacionales”, a la celebración de las fiestas nacionales, a la interpretación misma de la historia (en la que un militar es siempre el salvador de la patria) y en la que cualquier crítica a la institución castrense se consideraba un signo de disminuido amor a la patria, cuando no de una peligrosa filiación izquierdista, lo que era una condena a muerte en ese entonces. Los militares salvadoreños han necesitado siempre de una guerra y de un enemigo interno, y sus logros son fruto del discurso que tiende a la autoexaltación.
No se explica de otra manera la velocidad con la que una vez firmados los Acuerdos de Chapultepec, la institución armada pasó la página de su propia historia interna. Temas como el informe de la Comisión Ad Hoc, que recomendó la expulsión o baja de decenas de jefes y oficiales involucrados en graves violaciones de derechos humanos, o el reconocimiento por parte de la ONU de que las verdaderas causas del conflicto tuvieron sus orígenes en desigualdades económicas y sociales, pero también en el abuso de poder de las fuerzas militares y de seguridad en nombre de la lucha anticomunista, pasaron a formar parte del “corpus” de los estudios académicos de la institución militar. Lejos de ello, la Fuerza Armada como institución, se mantuvo claramente a la derecha del espectro político, sometida a la influencia de la misma generación de jefes militares que hizo un negocio de la conducción de la guerra y que tuvo además una injerencia constante en la selección de los generales y sucesivos mandos de posguerra.
Este compromiso con el pasado del que debía alejarse seguía siendo visible hace pocos años, cuando aún era posible documentar mediante solicitudes de acceso a la información pública el contenido de las clases de derechos humanos que se impartían a los candidatos a oficiales y estudiantes del Estado Mayor. Estas seguían incluyendo los mismos instrumentos jurídicos del siglo pasado, en ausencia de análisis más recientes y objetivos sobre las violaciones sistemáticas a estos, desde las filas militares, durante el período de la guerra fría, y lo mismo era de notarse en cuanto a la falta de análisis de sentencias y otros pronunciamientos que sobre El Salvador comenzó a emitir el sistema interamericano y universal de los derechos humanos, pues también implicaban a los mandos del pasado.
Este fenómeno de “amnesia institucional selectiva” dio lugar a un estamento militar poco amigo de la crítica y de la revisión de su historia, y quedó en evidencia a mediados del 2005, cuando la Conferencia de las Fuerzas Armadas de Centroamérica (CFAC) aprobó su propio Manual de Derechos Humanos, el cual, auspiciado por el Instituto Interamericano de Derechos Humanos, educaría a la nueva generación de oficiales de entonces. El Salvador fue el único país que desestimó su uso, ya que el último capítulo, dedicado a la Corte Penal Internacional, no era del agrado del ministro de la Defensa de entonces, como probablemente lo recordará el actual viceministro de Defensa, quien también estuvo en dicha reunión en la ciudad de Managua.
Toda esta suma de eventos y de acontecimientos negativos o contrarios a la evolución institucional de la Fuerza Armada requerían de mandos comprometidos con la Constitución y la democracia, de jefaturas acordes con el papel que en las democracias modernas pueden y deben jugar los militares, impulsando los planes de desarrollo mediante la cooperación con sus pares de la región, protegiendo nuestras fronteras del crimen organizado y de la explotación foránea de nuestros recursos naturales, e incluso apoyando la implementación de políticas públicas en aquellas materias propias de su competencia, como la preparación de operaciones de rescate en caso de catástrofes naturales o en operaciones de paz, como ya se hace en el servicio exterior.
Pero estos aspectos positivos y el innegable profesionalismo de muchos de sus miembros se ve opacado, cuarenta años después de la firma de los Acuerdos de Paz, en el Castillo de Chapultepec, en México, por una generación de militares a cargo de la guardia pretoriana del actual gobernante, preocupados más por incrementar su poder político y sus privilegios, a costa de una institucionalidad que alguna vez juraron defender.
El lugar elegido por la Fuerza Armada en nuestra historia quedó definido nuevamente tras la toma de la Asamblea Legislativa el 9F, hace ya casi dos años; en su participación en la detención arbitraria de personas durante la cuarentena domiciliaria a inicios de la pandemia; y en la obstaculización de las labores judiciales en busca de verdad y justicia para las víctimas de la masacre de El Mozote, eventos todos que la dejan como institución en el mismo lugar en que el proceso de paz la encontró a inicios de los noventa. Por eso añoramos al soldado desconocido, a un ministro de Defensa que alguna vez pudo ser pero que nunca fue, el que nuestro país necesita, lejos del poder político y más cerca del bienestar colectivo, con una visión histórica para el ejercicio del mando y con una voluntad férrea en defensa de los ideales que juró defender, no ayudar a destruir, investido de una integridad a toda prueba.
En suma: se extraña un ministro lejos del boato y la parafernalia que como falso amuleto cuelga de los uniformes, hoy por hoy, y donde la única medalla que falta es la de la vergüenza.
*Roberto Burgos Viale es abogado y catedrático salvadoreño.
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