En esta coyuntura electoral, no es que estemos al borde del abismo; es que ya llegamos al fondo. Estamos a menos de un mes de las elecciones presidenciales y el panorama es negro. No porque ya sabemos quién ganará, sino por cómo se han venido desenvolviendo los acontecimientos y cómo se han venido conduciendo los actores políticos de esta gran farsa de elecciones presidenciales.
Coincido con muchos que opinan que El Salvador se encuentra en una dictadura desde el 1 de mayo de 2021, fecha en que se le dio un Golpe de Estado a la Sala de lo Constitucional y se destituyó –sin el debido proceso y sin proporcionar el derecho de defensa– al Fiscal General de la República. El procedimiento y matonería con que todo se llevó a cabo no deja lugar a dudas de que lo ocurrido ese día fue un Golpe de Estado. Desde entonces, desaparecieron las características clásicas de una democracia: la separación de poderes, el sistema de frenos y contrapesos, la institucionalidad y los derechos humanos, todas características que no permiten el abuso de poder por parte de quien lo ostenta. Lejos de eso, el poder ha venido acumulándose en una sola persona a pasos agigantados. Gracias a una sentencia espuria de la Sala de lo Constitucional impuesta –y muy al estilo de Daniel Ortega en Nicaragua o Juan Orlando Hernández en Honduras– se ha permitido que pueda darse la reelección presidencial inmediata, circunstancia prohibida por la literalidad de la Constitución hasta en siete veces.
Frente a este panorama, cualquiera diría que los actores políticos hubieran tenido que tomar medidas extremas para tratar de revertir el socavamiento de la frágil democracia de la que gozábamos desde 1983, y del respeto a la pluralidad de ideas que ganamos con los Acuerdos de Paz de 1992. Pero no. En esta coyuntura, todos los actores políticos, e incluso la sociedad civil, han pavimentado el camino para que la dictadura se consolide. Los partidos políticos de oposición, salvo honrosas excepciones, prefirieron participar en la contienda electoral presidencial sabiendo que la inscripción de la candidatura del presidente era ilegal e inconstitucional, cuando quizá la ausencia de participación hubiera llamado la atención de la comunidad para poder implementar la carta democrática de la OEA. Así se hizo en Guatemala, en la crisis reciente, cuando se buscaba impedir la toma de posesión de Arévalo.
Lejos de eso, los partidos políticos de oposición no solamente están participando, sino también lo están haciendo con los peores candidatos posibles. Es como si hubieran negociado con el oficialismo colocar a lo peor y así despejar totalmente el camino para la reelección.
De las instituciones que sirven de frenos y contrapesos para evitar las arbitrariedades y el abuso de poder, mejor ni hablemos, pues todas fueron cooptadas por el oficialismo, dejando como serviles caricaturas a instituciones como el Instituto de Acceso a la Información Pública (IAIP), la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PPDH), el Tribunal de Ética Gubernamental (TGE) y el Tribunal Supremo Electoral (TSE); solo por citar algunos ejemplos.
El Órgano Judicial, a través de sus jueces (impuestos o no), también sirve de peón en el ajedrez del régimen, al judicializar casos que evidentemente son persecuciones políticas, como los de Rubén Zamora o Ernesto Muyshondt; o las muchas judicializaciones de casos en contra de miembros de la sociedad civil que, al verse acorralados por todo el peso del aparato del Estado, no han tenido otra opción más que exiliarse o pedir asilo en otros países.
Cualquiera diría que la prensa independiente y la sociedad civil pudieran haber sido una piedra en el camino del autoritarismo, pero ni la prensa ni nosotros como sociedad civil nos salvamos de haber despejado ese camino. La prensa –salvo también honrosas excepciones–, con sus eufemismos al no llamarle dictadura al estado actual de las cosas, también ha contribuido a que se consolide el statu quo que más interesaba al oficialismo: el que no se le identifique como lo que es, como una dictadura. La sociedad civil, en su afán de probar la institucionalidad del Estado hasta las últimas consecuencias, también ha aportado al desastre: hasta hace unas semanas algunos juristas se mostraban sonrientes ante las cámaras de los medios frente al TSE, tratando de evitar lo inevitable, como si probando una institucionalidad que de antemano sabemos que no funciona, va a cambiar el rumbo de las cosas. Y es que si bien es cierto que se debe dar la lucha a partir de las cenizas que quedan de las instituciones, también es innegable que si hubiera habido unidad de muchos actores, el camino a la inminente reelección no hubiera sido un paseo fácil para el régimen.
Ahora, a menos de un mes de lo inevitable, parecer ser que todo está perdido, y cuando todo está perdido, lo único que queda es esperar a que la población sufra un nuevo hartazgo de sus gobernantes. Sin embargo, para eso deberán pasar no cinco sino quizá diez o quince años más de reelecciones inmediatas, porque esto es apenas el principio… el principio del fin de El Salvador como república.
Mientras tanto, el pueblo se muestra feliz en el abismo, habiendo cambiado la seguridad por la democracia. Después de todo, la ausencia de ese abstraccionismo al que llamamos «democracia» no les afecta en lo más absoluto. Y será así hasta que las huestes del autoritarismo se ensañen contra ellos y comprendan que quizá una pizca de respeto a los derechos humanos sí hubiera hecho falta, pero para entonces será demasiado tarde, porque todos, absolutamente todos, hemos contribuido a la consolidación de la dictadura.
*Alfonso Fajardo nació en San Salvador, en 1975. Es abogado y poeta. Miembro fundador del Taller Literario TALEGA. Su cuenta de Twitter es: @AlfonsoFajardoC.
Opina