La cuestión no es si la MS13 es violenta y peligrosa sino como separar la retórica política de la realidad pandillera. En Estados Unidos, el presidente Trump se ha encargado de que las mentiras den paso a fallidas políticas de combate.
Foto FACTUM/Salvador Meléndez
La tormenta perfecta se terminó de formar a finales de julio, cuando el presidente estadounidense Donald Trump hizo de la pandilla MS-13 el centro de su narrativa sobre seguridad interna, y la ponderó como una amenaza incluso más peligrosa que el Estado Islámico. El escenario de su discurso fue Brentwood, en Long Island, un suburbio de Nueva York donde la pandilla mató al menos a 17 personas en los últimos dos años.
Los nubarrones de la tormenta venían formándose desde 2015, cuando varios condados y ciudades en la costa este de los Estados Unidos con importantes poblaciones latinas, como Montgomery County en Maryland o Everett en Massachusetts, empezaron a ver crecer cifras de homicidios relacionados con la MS-13.
A partir de las renovadas olas de violencia protagonizadas por la MS-13 en la costa este, el nuevo presidente de los Estados Unidos ha utilizado a la pandilla como excusa para endurecer su retórica xenófoba y antimigratoria y, en el camino, satisfacer a su base de votantes más dura, a la que en campaña había prometido construir un gigantesco muro en la frontera con México. En una palabra, Trump acudió a la táctica de equiparar a la MS-13 con toda la comunidad latina en los Estados Unidos.
La MS-13, dijo Trump, “transformó pacíficos parque y bellos y tranquilos vecindarios en campos de muerte manchados de sangre… Son animales”.
A tono con su jefe, los departamentos del Tesoro y Justicia (DOJ, en inglés), también hicieron de la MS-13 centro de su narrativa pública. A finales de agosto, el fiscal general Jeff Sessions anunció ante un grupo de jefes policiales que DOJ haría de la pandilla el objetivo prioritario de su unidad élite dedicada al combate del narcotráfico y el crimen organizado y equiparó a la pandilla con los carteles mexicanos responsables de introducir en Estados Unidos la mayor parte de la droga que aquí se consume.
Sessions también abogó en varias ocasiones porque las fuerzas policiales de condados y ciudades con poblaciones latinas colaboren con las autoridades federales en la deportación de indocumentados, a los que la administración Trump relaciona sin matices con la pandilla.
El problema es que hay una parte de verdad dentro de la gran mentira. La nueva ola de violencia protagonizada por la MS-13 en Estados Unidos es innegable y sin duda ha cambiado las dinámicas criminales en ciudades y condados específicos de la costa este de los Estados Unidos, sobre todo en lo que a homicidios se refiere.
El crecimiento en las cifras ha sido provocado entre otras cosas por reacomodos en los liderazgos de la pandilla en El Salvador, que ha terminado haciendo eco en lugares como el sur de Maryland, los suburbios de Boston o los barrios de Brentwood, en Long Island, pero también por la llegada de jóvenes centroamericanos indocumentados a la costa este que terminaron siendo reclutados por las pandillas.
La historia, sin embargo, no acaba en las imágenes de la violencia más cruda de la que la MS-13 es capaz, de las que han quedado varias y grotescas en la retina del público estadounidense el año pasado. La última llegó desde Wheaton, una ciudad dormitorio de Maryland aledaña a Washington, DC. Ahí, en marzo de 2017, un grupo de pandilleros apuñalaron a un hombre 100 veces, le removieron el corazón y lo enterraron en una zona boscosa.
La cuestión no es si la MS13 es violenta y peligrosa sino como separar la retórica política de la realidad pandillera.
Comunicación y narcotráfico en la pandilla
En su afán de dar la carne roja a sus seguidores más radicales el presidente Trump y sus funcionarios han cosechado dos medias mentiras: 1) que la pandilla en El Salvador ha confeccionado un plan para enviar reclutas a Estados Unidos con el fin de afianzar territorios, incrementar la violencia; y 2) que la pandilla es parecida a un cartel internacional de drogas.
En su discurso de julio, por ejemplo, Trump atribuyó la escalada en crímenes atribuidos a la pandilla a políticas migratorias y de seguridad implementadas durante la administración de Barack Obama. La MS-13, dijo el nuevo presidente, se había expandido a varias ciudades de los Estados Unidos durante los ocho años que Obama estuvo en la Casa Blanca.
“Por muchos años, ellos (pandilleros) explotaron las débiles fronteras de los Estados Unidos y sus leyes migratorias”, dijo Trump. Eso, como otras cosas que Trump ha dicho sobre la pandilla y las comunidades latinas en las que la MS-13 se ha desarrollado, son medias verdades o mentiras completas.
Pasamos 2017 intentando separar verdad de ficción en esa retórica. Para comenzar es importante destacar que los cambios que la MS-13 ha sufrido en El Salvador sí han influido en las comunicaciones con Estados Unidos, y un intento de mantener una comunicación con las clicas locales es hoy más evidente.
Factum reportó en septiembre, por ejemplo, que autoridades federales en Boston acusaron en septiembre a Edwin Mancía Flores, alias “Shugar”, un miembro de la MS13 encarcelado en El Salvador de ordenar varios delitos en Estados Unidos a través de jefes de clica en Massachusetts y otros estados. En una reunión telefónica con José Martínez Castro, alias “Chucky”, un líder residente en Richmond, Virginia, Mancía Flores pidió a las clicas de la costa este mantener a la pandilla unida en El Salvador y en los Estados Unidos.
El caso de “Shugar” era parte de los cambios que la pandilla ha experimentado en los últimos años en los cuales, es cierto, líderes de El Salvador han influido más en los pandilleros de Maryland, Virginia, Massachusetts o Nueva York. Pero esto no empezó con Obama. Durante al menos una década han hecho llegar a otros miembros de la pandilla a través de comunicaciones telefónicas, sobre todo en el área metropolitana de Washington.
El caso “Shugar” ilustra que las comunicaciones con la costa este, históricamente caóticas y hechas sin seguir lineamientos fijos, pueden haber entrado a una nueva etapa en que están más controladas por el máximo liderazgo salvadoreño, un grupo de pandilleros veteranos encarcelados conocidos como la ranfla.
Investigaciones en el terreno, tanto en El Salvador como en Estados Unidos, sin embargo, no arrojan evidencia para sustentar que exista una comunicación sistematizada. Se trata más bien de que los líderes locales de la MS-13 en Estados Unidos parecen estar intentado aumentar su relación con la ranfla salvadoreña para afianzar su poder en el norte.
En cuanto al narcotráfico, la situación es parecida. Tanto Trump como Sessions han repetido que la MS-13 es parte importante en el mapa del narcotráfico internacional que afecta a los Estados Unidos. El fiscal general insistió en ello cuando en agosto dijo que coordinaría mejor con el Departamento del Tesoro -que durante los años de Obama había hecho de la pandilla y varios de sus líderes objetivos prioritarios- y la DEA para perseguir a la MS-13, una de las organizaciones “más poderosas y brutales” relacionadas con el tráfico de drogas.
Sin embargo, el mismo Ejecutivo estadounidense ha admitido en repetidas ocasiones que la participación de la pandilla en el narcotráfico a gran escala es marginal. La ocasión más reciente ocurrió en octubre pasado, cuando en su evaluación nacional de amenazas por drogas para 2017, la DEA apenas mencionó a la MS-13 como un jugador secundario.
Violencia y políticas públicas
El problema principal de la MS13 es su propensión para la violencia. Sin embargo, no es la primera vez que la pandilla recrudece su violencia en las ciudades suburbiales de Estados Unidos, y no es la primera vez que el gobierno federal ha respondido con retórica grandilocuente o que ha utilizado a la MS-13 para criminalizar a la población latina.
A finales de los 90, cuando la pandilla migró de la costa oeste a la este, o entre 2004 y 2007, cuando la expansión de las clicas más grandes en el área metropolitana de Washington provocó un ciclo de violencia similar al actual, la respuesta más efectiva llegó desde los gobiernos locales, que pusieron en marcha políticas integrales de atención a jóvenes latinos vulnerables al reclutamiento de la MS-13, además de un concepto policial comunitario que permitió a las policías locales comprometer a las comunidades en el combate a la pandilla.
La administración Trump ha intentado revertir esa política pública pero ha encontrado resistencia de algunos de los condados más experimentados con la pandilla. De hecho, en una audiencia realizada en el senado en Washington en junio dos jefes de cuerpos policiales locales aseguraron que colaborar con la Agencia de Migración y Aduanas de Estados Unidos (ICE, en inglés) hace que la comunidad se abstenga de proveer información valiosa para combatir a la MS-13 en el terreno.
En julio, desde la mencionada audiencia en el senado, el jefe de la policía del condado de Montgomery, en Maryland, advirtió que la insistencia de la administración Trump en utilizar a las fuerzas locales como policías migratorias iba en contra de una forma de combatir la MS-13 que ya había probado ser exitosa: en los últimos siete años de esta década los homicidios relacionados a la pandilla en este condado se habían reducido casi a cero.
En el área metropolitana de Boston, de acuerdo con oficiales consultados, policías locales han implementado modelos de inteligencia comunitaria parecidos al de Maryland, lo que les ha permitido revertir relativamente las alzas de homicidios de los meses anteriores.
Cuando en 2014 aumentaron en la frontera sur de Estados Unidos los flujos de menores migrantes indocumentados, miles de jóvenes vulnerables a la violencia llegaron a hogares de familiares y tutores en la costa este. La gran mayoría no eran pandilleros -ni el 1 por ciento de acuerdo con cifras de la Patrulla Fronteriza-, pero la vulnerabilidad de muchos a ser reclutados por la MS-13 también es innegable y la política de exclusión de la administración Trump solo exacerba ese problema.
Desde que nació en Los Ángeles a mediados de los 80, la MS-13 se ha desarrollado como un fenómeno criminal marcado por la violencia exacerbada, empujada sobre todo por el afán de control territorial y por su ideología identitaria. Sin embargo, tanto al principio como ahora, este fenómeno tiene componentes sociales que no se resuelven, como ya ha quedado probado en el pasado, con políticas como las que propone Donald Trump. Soluciones más locales que involucren a comunidades vulnerables por su situación migratoria han probado ser más eficientes.
Este artículo fue publicado originalmente en InSight Crime.
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