Trabajar por los que se quedan y abogar por los que se van

Seis migrantes salvadoreños murieron el mes pasado en su intento de llegar a Estados Unidos. Seis salvadoreños fueron víctimas de políticas migratorias que castigan a los pobres y a los que huyen. Políticas migratorias inhumanas que como país hemos tolerado durante años, pero que no podemos seguir tolerando. La muerte de la bebé Valeria y su padre Óscar, ahogados en el río Grande, fue una clara evidencia de la desesperación de los salvadoreños que navegan contra un aparataje migratorio casi inaccesible. Lastimosamente, esa muerte no es un hecho aislado, pero sí es una oportunidad para empujar cambios positivos en las políticas migratorias nacionales y regionales.

Los salvadoreños migran del país en busca de una vida digna o huyen para sobrevivir. Sin embargo, durante su tránsito, son tratados como criminales. En Estados Unidos son llamados illegal aliens (siendo alien una forma peyorativa de llamar a los extranjeros, en lugar del estandarizado foreigner). Los niños dejan de ser niños para ser llamados aliens; las madres dejan de ser vistas como madres y son vistas como “extrañas seres ilegales”.

Estas expresiones son un punto de partida para mostrar el enfoque de las políticas migratorias de Estados Unidos. El gobierno de ese país y muchos ciudadanos xenófobos no ven a seres humanos, no ven a niños ni a madres, ni a hombres. Ellos ven a seres extraños ilegales, por lo que se justifican para tratarlos como criminales, o, a veces, con menos garantías de derechos humanos que un criminal.

Huir del país para solicitar asilo, aun sin documentos, no es un crimen. De hecho, estándares internacionales recomiendan no penalizar a solicitantes de asilo por entrar sin documentos a un país. No es coherente exigirle a una persona que huyó de su comunidad, donde a veces las mismas autoridades fueron sus persecutoras, que se tome el tiempo y la tranquilidad de poner sus documentos en regla. A pesar de esto, Estados Unidos y México continúan haciendo uso de la militarización, de centros de detención y de todo un aparataje que criminaliza a la persona que huye.

Estas medidas no responden únicamente a un enfoque de seguridad. Son políticas que exacerban la xenofobia y justifican tratos denigrantes hacia los centroamericanos.

La congresista demócrata de Estados Unidos Alexandria Ocasio-Cortez y otras mujeres del Congreso visitaron un centro de detención de migrantes en el Paso, Texas. Ocasio-Cortez denunció que los agentes de ICE les decían a las mujeres que bebieran agua del inodoro cuando estas pedían de beber. Las mujeres detenidas narraron vivir una guerra psicológica. Ocasio-Cortez describió la situación como “crueldad sistemática, con una cultura de deshumanización que los trata como animales”. Recordé que hace un par de semanas, el esposo de una salvadoreña detenida en Texas me llamó alarmado diciéndome que su esposa le pedía, entre llanto, que la sacara de detención. La salvadoreña clamaba que “ya no soportaba lo que allí le estaban haciendo”. La mujer huía de amenazas de las pandillas en El Salvador.

“Ninguna mujer debe ser encerrada en una jaula cuando no ha hecho daño a otro ser humano”, denunció Ocasio-Cortez, luego de su visita. Numerosas organizaciones en Estados Unidos han protestado en diferentes ciudades para exigir el cierre de los centros de detención, a los cuales se refieren como campos de concentración, esos mismos centros donde los centroamericanos están detenidos e incluso donde están muriendo. Desde septiembre del 2018, seis niños centroamericanos murieron en esos centros, incluida una niña salvadoreña de 10 años.

Bajo ninguna perspectiva esta situación es correcta, ni mucho menos tolerable. Si bien los países son soberanos sobre sus territorios, esto no debería de ser una justificación para implementar políticas que generan daño. Como país, somos los primeros responsables de garantizar la protección y las condiciones dignas a los salvadoreños, pero nuestra responsabilidad no termina cuando nuestros compatriotas dejan nuestras fronteras. La labor del Estado también es abogar por la protección de los salvadoreños en el exterior, por medio de sus consulados, pero también haciendo uso de garantías internacionales para exigir el trato digno que todo ser humano merece.

Durante una entrevista de unos 40 minutos brindada por el presidente Nayib Bukele a Sky News, este aceptó toda la responsabilidad de la muerte de Óscar y Valeria. Aceptó que los salvadoreños se ven obligados a huir por fallas del Estado. Este es un paso significativamente importante en la protección de los salvadoreños solicitantes de asilo en el exterior. Una frase tan breve que el gobierno anterior se negó rotundamente a declarar, pero que abre la puerta a fortalecer los testimonios de los salvadoreños que tratan de argumentar en cortes de asilo que huyen del país.

Es importante, pero no es suficiente. En la misma entrevista, Bukele esquivó por completo solicitar a Estados Unidos el cumplimiento de sus obligaciones de garantizar los derechos humanos. “Es nuestra culpa”, repitió una y otra vez, mientras guardaba silencio ante las vulneraciones que están enfrentando los salvadoreños en tránsito migratorio y detenidos en la frontera. No solamente guardó silencio, sino que además publicó la conferencia en su cuenta de Twitter y la compartió directamente con la cuenta del presidente Donald Trump. Un claro ejemplo de servilismo por sobre el bienestar de los migrantes salvadoreños.

No es justificable ni aceptable que nuestros gobernantes se nieguen a exigir a Estados Unidos y a México un trato digno para nuestros compatriotas. Los derechos humanos son innegociables y la dignidad humana no es una moneda de cambio. Las relaciones internacionales sanas son recíprocas. Los contrapesos son parte de una diplomacia eficiente. El Salvador debe agenciar sus deberes como país, pero también sus garantías.

El gobierno ha expresado que trabajará por generar condiciones dignas en el país para que la gente no se vea forzada a migrar. Aceptar la migración forzada y asumir voluntad de abordarla marca un cambio muy positivo frente a la problemática. Pero si esta vez queremos resultados diferentes, debemos hacer las cosas diferentes. Eso implica conocer a profundidad las causas por las cuales las personas migran y huyen. La típica advertencia que ha sido utilizada durante años de “no pongas tu vida y la de tu familia en riesgo” es un enfoque simplista que asume ignorancia por parte de las comunidades donde la migración ha estado presente durante años.

Para quienes huyen de una amenaza de muerte, esperar no es una opción. Hace unos años, me encontraba realizando una investigación en el centro de retorno terrestre, en Soyapango, ahora conocido como la Dirección de Atención al Migrante (DAMI). En ese momento, el ISNA advertía a los padres con institucionalizar a sus hijos si reincidían en enviarlos de manera irregular. Una madre furiosa me dijo: “¿Cómo es posible que quieran quitarme a mi hijo si trata de irse de nuevo?, ¿acaso ellos me darán los 2,000 dólares que la pandilla me exige para no matarlo?”.

Para muchos, huir es una bomba de tiempo. A pesar de conocer los riesgos, huir representa mayor esperanza que quedarse en las comunidades violentas donde sufren persecución.

Mientras se abordan las causas estructurales que generan migración forzada —pobreza, desigualdad, inseguridad, falta de oportunidades— es imperante que El Salvador abogue por los miles de migrantes y refugiados que en este preciso momento transitan o se encuentran detenidos en México y Estados Unidos. Esos cientos de salvadoreños que, dadas las condiciones actuales, se ven forzados a irse. Esta vez podemos mostrarles cuánto nos importan al no tolerar prácticas crueles contra ellos.

A estos salvadoreños ya les hemos fallado al negarles lo que necesitaban en su propio país. No podemos fallarles otra vez mientras sufren las políticas migratorias deshumanizadoras y crueles de otros países. Es momento de marcar una diferencia real y abordar el problema de manera integral. Eso incluye trabajar por los que se quedan, pero también abogar por los que se van.


*Karla Castillo es salvadoreña. Estudia Administración Pública en Cornell University, New York. Trabajó en la Agencia de la ONU para los Refugiados y colaboró con la organización Border Angels, en la frontera sur de Estados Unidos. Esta columna refleja exclusivamente su opinión individual.

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