Migrantes del mar, el sol y la lluvia

Habitantes de pequeñas comunidades del norte de Centroamérica están migrando dentro y fuera de sus países tras la pérdida de sus viviendas, negocios y cosechas. Aunque las razones inmediatas son económicas, detrás subyace el cambio climático porque los fenómenos meteorológicos son cada vez más extremos en intensidad y frecuencia.

 

En los últimos diez años, el mar expulsó a Estados Unidos a los hijos de Francis Azucena Cruz, se tragó cuatro casas y un pequeño restaurante de Delmis Amaya y se comió los ahorros que recogió Harvin Santos trabajando en Estados Unidos. Entre 1982 y 2015, cada año sus aguas se adentraron 1.22 metros en la tierra y la erosión costera sigue avanzando.

Hace cuatro años Alma Sum y Rolando Pop regresaron a vivir a la misma aldea de donde los expulsó un enorme derrumbe. Con las suyas, ya son 115 las familias que volvieron, pese a que la zona está clasificada de alto riesgo por las amenazas de deslizamientos. Por estar en una zona prohibida, el Estado no les pone un puesto de salud ni una escuela. Tampoco les impide regresar a un sector que no puede ser habitado.

El año pasado, la lluvia anegó los sembrados de maíz de Sonia María Ayala y la familia Borja. Seis meses después, Marcos Linares no recogió “ni un granito” de frijoles porque la sequía impidió la floración. Igual que otro puñado de agricultores y pescadores artesanales, apenas consiguen lo suficiente para subsistir. Ya se han acostumbrado a ver cómo los más jóvenes se van a trabajar como asalariados en la construcción de un puente en la frontera o en un restaurante en Estados Unidos.

Unos y otros padecen los efectos de fenómenos meteorológicos extremos. Además de las fronteras comunes, Guatemala, Honduras y El Salvador comparten una posición geográfica que los hace vulnerables al cambio climático por estar en la ruta de los huracanes y su exposición a los fenómenos de El Niño y de La Niña. Según la Comisión Económica para América Latina (Cepal), 2020 —año de las tormentas Eta e Iota— tuvo la temporada de huracanes más activa de la historia con 30 tormentas tropicales, de las cuales 13 se convirtieron en huracanes. “Esto muestra el riesgo dinámico que el cambio climático impone a la región”, dice el organismo.

Estas condiciones, unidas a la pobreza en las zonas que habitan y a la falta de acciones efectivas del Estado, impulsan el éxodo interno y hacia otros países, un fenómeno en constante crecimiento. El Atlas de la migración en los países del norte de Centroamérica, publicado en 2018 por Cepal y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) señala que “entre las rondas censales de 2000 y 2010, el número de latinoamericanos que viven en un lugar distinto al de su nacimiento aumentó alrededor del 32 %. La subregión de Centroamérica muestra un incremento del 35 %, mientras que en los países del norte de Centroamérica (NCA) el promedio asciende al 59 %”.

No hay certeza de cuántas de esas personas son migrantes climáticos, entre otras razones porque las estadísticas no son actuales o porque los países no discriminan los motivos de la emigración. También ocurre que los habitantes de las poblaciones afectadas por los fenómenos extremos relacionan la ida de sus familiares con factores económicos, pero no establecen la conexión con el cambio climático.

En Cedeño y La Puntilla, en el golfo de Fonseca, en Honduras, las afectaciones ocurren por el aumento del nivel del mar, un fenómeno conectado con el cambio climático que está transformando el paisaje costero a nivel global. La Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio (NASA por sus siglas en inglés) señala que durante más de 20 años se ha monitoreado cómo el calentamiento global está provocando el derretimiento de glaciares y el calentamiento de los océanos, lo que ha producido un incremento del nivel del mar de aproximadamente 20 centímetros desde 1880. Esa tasa de aumento se ha acelerado con el tiempo y la NASA proyecta que podría oscilar entre 30 y 120 centímetros para el año 2100, lo que plantea serias amenazas para las comunidades costeras y los ecosistemas marinos.

 

Aunque un aumento de unos pocos milímetros por año puede parecer insignificante, cada 2,5 centímetros pueden traducirse en una pérdida promedio de unos 2,5 metros de línea de playa en las costas. En Cedeño, por ejemplo, se perdieron 40.62 metros de playa en algunas áreas, según una investigación sobre la variación de la línea costera, hecha por Juan Ángel del Cid Gómez, de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, con asesoría de José David Cáceres. Los habitantes de la zona dicen que el fenómeno no se detiene.

Daniel Germer, biólogo y profesor de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán en Honduras (UPNFM), señala que el impacto del cambio climático en la temperatura del océano y las corrientes marinas afecta los patrones de lluvia y la recarga de acuíferos. Sin embargo, insiste en que la solución no es culpar al cambio climático, sino cambiar las prácticas humanas insostenibles y recuperar el conocimiento ancestral. "Hemos perdido ese sentido común de conectar las consecuencias humanas con lo que le hacemos a la naturaleza —afirma—. Mientras no nos demos cuenta de eso, vamos a seguir viendo intrusiones marinas, sequías e inundaciones”.

En San Francisco Menéndez, en El Salvador, los agricultores se mueven entre las lluvias torrenciales y las sequías prolongadas. Muchos se resignan a conseguir “lo que Dios dé” porque ya saben que decir que habrá ganancias es mentira. Muchos se lamentan porque ya solo les alcanza “para el jabón y los fríjoles”. Un estudio de la OIM con grupos focales y encuestas a 72 habitantes reveló que, en los últimos cinco años, han experimentado cambios de temperatura (93.1 %), patrones de lluvias irregulares (87.5 %) cambio de ciclos de estaciones (73.6 %) y disminución de la calidad del agua (63.9 %).

En Alta Verapaz, en Guatemala no hay mar, pero sí abundantes montañas que se derrumban con el exceso de lluvia, como ocurrió el 5 de noviembre de 2020 cuando 150 casas quedaron soterradas y las 316 familias que lo habitaban tuvieron que irse a un albergue temporal durante tres meses. Algunas fueron reubicadas en Nueva Quejá, una aldea surgida después de la tragedia que dejó 88 muertos y al menos 50 reportadas desaparecidas. Otros prefirieron volver a vivir en un terreno que fue declarado inhabitable. Dicen que es su única propiedad.

Para conocer de cerca cómo se manifiesta el cambio climático en las comunidades, Criterio.hn, eP Investiga, Factum y CONNECTAS visitaron las aldeas de Cedeño y La Puntilla, en el Golfo de Fonseca en Honduras; el municipio de San Francisco Menéndez, en El Salvador; y la aldea de Quejá, en Guatemala. Las historias de este especial muestran que, aunque sus realidades son muy diferentes, están atravesadas por los mismos problemas: mínima preparación para atenuar y enfrentar los impactos de los eventos meteorológicos extremos y desatención sistémica desde el Estado, dos condiciones que contribuyen a engordar las cifras de los migrantes climáticos. 

Honduras

Los expulsados por la erosión costera

En los últimos 40 años, el avance del mar hacia tierra firme ha causado la pérdida de playa y ha destruido viviendas en reconocidas zonas turísticas del golfo de Fonseca, en el Pacífico hondureño. Cedeño y La Puntilla, en el municipio de Marcovia, son ejemplos de cómo el cambio climático está forzando a migrar a la población.

El Salvador

El pueblo que expulsa agricultores

San Francisco Menéndez, uno de los tres distritos más afectados por la migración climática en El Salvador, está perdiendo agricultores. Muchos de ellos están abandonando la agricultura como medio de subsistencia y están migrando dentro o fuera del país. Una asociación de productores del distrito empezó su proceso de disolución, porque sus miembros reportan demasiadas pérdidas y falta de acompañamiento ante los cambios extremos del clima

Guatemala

Volver a un lugar inhabitable o migrar a una zona de riesgo

Más de 300 familias damnificadas por el huracán Eta hace cuatro años y medio siguen esperando que el Gobierno cumpla la promesa de reubicarlas en un lugar seguro. Sin que las autoridades se lo impidan, 115 de ellas han regresado a la aldea Quejá, pese a que fue declarada inhabitable