La disidencia no tiene exclusividad

Las marchas, protestas o manifestaciones se han convertido, desde hace algunos meses, en el mecanismo predilecto de la sociedad civil para demostrar su rechazo a las acciones arbitrarias del Gobierno. Hechos como el golpe de estado del 1 de mayo de 2021, la autorización de la posibilidad de la reelección presidencial inmediata, la imposición del Bitcoin como moneda de curso legal, el golpe a los jueces mayores de sesenta años, la persecución política y el espionaje a la sociedad civil y a los periodistas son motivos suficientes para salir a la calle a protestar.

La coyuntura política actual refleja una polarización como no la habíamos visto desde los primeros años en que el FMLN se convirtió en partido político. En aquellos años, la polarización era tal que ningún Gobierno podía establecer políticas públicas de largo plazo, pues cada administración que llegaba al Ejecutivo estaba más preocupada por la pérdida de votos que por el país mismo. Pero la polarización persiste, solamente han cambiado los protagonistas.

Ahora el enemigo ya no es el comunista comeniños, tampoco el partido mercantilista y neoliberal. Esta es una polarización mucho peor que la anterior, porque ahora los enemigos son la sociedad civil, los periodistas, los obispos y, en términos generales, cualquier voz que sea crítica y disienta de las arbitrariedades del poder.

Reducidos a su mínima expresión, los partidos políticos tradicionales ya no parecen ser las bazas que generaban el contrapeso adecuado frente a los abusos del poder. Tampoco representan frenos y contrapesos instituciones como la Sala de lo Constitucional, la Fiscalía y cualquier otra entidad del Gobierno, ya que todas han sido cooptadas por el oficialismo. En estas circunstancias, pareciese ser que solo la sociedad civil tuviera la fuerza necesaria para tratar de detener la avanzada del autoritarismo fascista de los últimos dos años en El Salvador.

En este orden de ideas, las marchas representan un buen contrapeso, que, si bien es cierto, no genera cambios inmediatos, sí funcionan como amplificadores del descontento, toda vez que es una manera eficaz de visibilizar y de amplificar el descontento en la comunidad internacional, la que a su vez toma las medidas conducentes ante el socavamiento sistemático de la democracia.

Hasta aquí, todo bien, si no consideráramos las estrategias del oficialismo para desvirtuar los esfuerzos de la sociedad civil.

La falaz narrativa de que los partidos tradicionales Arena y FMLN son lo mismo y que nada bueno puede surgir de las cenizas de ellos ha calado profundamente en la sociedad civil misma, y es que, si bien es cierto que todas las administraciones de estos partidos trajeron consigo corrupción, no puede negarse que ninguna de esas administraciones se atrevió a socavar de forma artera y sistemática la poca democracia de la que gozábamos desde los Acuerdos de Paz.

Esa asimilación de la narrativa Arena-Frente es la que provoca un rechazo absoluto de parte de la sociedad civil para que sea acompañada, en estas marchas, por militantes de esos partidos políticos. Esa asimilación evidentemente afecta a los mismos partidos políticos tradicionales, pero —aunque no lo parezca—también afecta a la sociedad civil misma.

A la sociedad civil se nos olvida que de conformidad al artículo 85 de la Constitución, los partidos políticos son los únicos instrumentos para el ejercicio de la representación del pueblo dentro del Gobierno, es decir que solamente por medio de los partidos políticos podemos detener la avanzada del autoritarismo actual, mecanismo que se traduce en la posibilidad de elegir entre una pluralidad de ideas y que se concretiza en cada elección legislativa o presidencial.

En este sentido, en lugar de defenestrar a los partidos políticos tradicionales, así como también a los nuevos, como sociedad civil deberíamos esperar a que estos se fortalezcan para que se conviertan en verdaderos vehículos que sean capaces de sacar a los actuales gobernantes.

Negar la posibilidad de disidencia a los partidos políticos tradicionales, y también a los nuevos, solamente alimenta la narrativa oficialista y beneficia al actual Gobierno, ya que si estos partidos no tienen la capacidad de ser una posibilidad real para el electorado, el régimen oficialista se garantiza la ausencia de rival político de peso para las próximas elecciones. Negar la posibilidad de disidencia a los militantes de partidos políticos también constituye una especie de fascismo y es caer en la trampa de la narrativa oficialista consistente en negar todo el pasado y en refundar la historia.

La disidencia no tiene exclusividad, y para darle voz a la disidencia que no provenga de la sociedad civil ya podrán surgir mecanismos alternativos, como permitirles acompañar al pueblo identificándose plenamente: aparte, pero en una misma protesta; juntos, pero no revueltos. Los mecanismos surgirán y se deberán perfeccionar. La disidencia no tiene exclusividad, y si asumimos que solo la sociedad civil puede disentir, no solo se reafirmará la trampa de la narrativa oficialista, sino también se nos aplicarían aquellos versos de Roque Dalton: “No olvides nunca/ que los menos fascistas/ de entre los fascistas/ también son/ fascistas”.

Si logramos comprender que la disidencia no es exclusiva de nadie, al final será beneficioso para la misma sociedad civil, pues tampoco hay que olvidar nunca, nunca, nunca, cuál es la ruta.


*Alfonso Fajardo nació en San Salvador, en 1975. Es abogado y poeta. Miembro fundador del Taller Literario TALEGA. Su cuenta de Twitter es: @AlfonsoFajardoC

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