Las políticas de desplazamiento “voluntario”

La expresión «poder soberano» se aplica a la acción del Estado autocrático, y en especial a la acción que viola o suspende los principios democráticos. Sugiere que siempre hemos sabido que la soberanía popular ha sido, si no una ficción, algo así como una abstracción con una débil proyección sobre la realidad política”.

Wendy Brown, Estados amurallados. 

Los desplazamientos y despojos humanos suelen analizarse desde una postura enfocada en las situaciones de violencia ocasionadas por el narcotráfico, conflictos armados, guerras, pandillas que son vistas como fuerzas que, a través de diversas estrategias, orillan a grupos humanos a abandonar sus territorios. Otra forma de análisis de los desplazamientos humanos se enfoca en situaciones ocasionadas por desastres naturales, como los geofísicos o los relacionados con el clima.

Según datos del Centro de Monitoreo de Desplazamientos Internos (IDCM) se calculó que en el año 2019 cerca de 33.4 millones de personas en el mundo se encontraban en situación de desplazamiento; de esos, 8.5 millones a causa de conflictos y violencia. Para finales del año 2022, la misma institución reportó al menos 52,000 desplazamiento internos en El Salvador, y algunas de estas personas han sido desplazadas más de una vez.

Las cifras anteriores son, sin duda, importantes y dan una idea de la problemática global; pero es una subrepresentación de la realidad. Se deja fuera a los desplazados por adquisiciones de tierra en gran escala (o por la manipulación financiera de las deudas) y a aquellos desplazamientos ocasionados por acciones estatales; acciones que suelen ser más sutiles, menos documentadas y se disfrazan como procesos legales que tienen los gobiernos para desalojar comunidades. Así, se suavizan estos procesos con eufemismos como «políticas urbanas de mejora social» o «programas de renovación rural».

Lo cierto es que se tratan de Desplazamientos Forzados Internos (DFI) que pretenden, más allá del desarrollo, la reconquista de paisajes urbanos claves y estratégicos que implican cambios drásticos en la estructura espacial y social de diversas comunidades. Esto viene acompañado de inversión inmobiliaria y de una reapropiación de los terrenos en sectores específicos que, casi siempre, son privilegiados en la jerarquía social.  

Distintos artículos –como El proyecto que aterriza con engaños en La Unión, La DOM también expropia El Mozote, El tren del Pacífico desata los miedos en El Edén– que se publicaron en esta revista; al igual que otros artículos, como el de Desalojos y desempleo en Surf City: la realidad de 25 familias en El Zonte, de MalaYerba; nos proponen un necesario debate sobre los mecanismos gubernamentales que se están llevando a cabo para lograr un progresivo desplazamiento de personas de bajos recursos; y por lo tanto, motiva a pensar en cómo esto es resultado de la articulación de diversas fuentes de violencia en donde el Estado se convierte en el principal perpetrador. 

El Salvador está siendo parte de estos procesos de gentrificación en los que América Latina se ha visto envuelto en los últimos años. Esto es algo real en la Ciudad de México, por ejemplo, con lo que se conoció como el “rescate” del Centro Histórico, a mediados de los años noventa; o en Buenos Aires, con las estrategias de renovación urbana y rehabilitación de Puerto Madero o del barrio de La Boca, desde el 2007; o en Rio de Janeiro, que tuvo una renovación urbana y de políticas de seguridad a causa de eventos deportivos, como la Copa Mundial de la FIFA, en 2014 o los Juegos Olímpicos de 2016. En los tres casos hubo situaciones de desplazamiento de familias. 

Por lo tanto, gentrificación y desplazamiento son conceptos que tienen nexos entre sí. Se trata de situaciones en las que las poblaciones de recursos más escasos suelen ser las mayores afectadas. Para que ambos procesos se lleven a cabo, se requiere de violencia –ya sea por la fuerza o silenciosa–; y, especialmente, en ambas situaciones se hace creer que se trata de procesos inevitables y a la vez necesarios porque mejorarán la calidad de vida y la inversión privada.

Ahora, es importante señalar que el argumento no es en contra del desarrollo sino que destaca la falta de garantías de un lugar apropiado para vivir y de un proceso justo de compra para las familias que serán desplazadas. También resalta las incoherencias que tienen las instituciones estatales salvadoreñas para dictar de manera arbitraria cuáles son las fronteras entre lo legal y lo ilegal, los criterios de inclusión y exclusión, y los procesos de mando y de obediencia que se deben dar en el espacio social-geográfico. 

Ya lo diría Wendy Brown cuando reflexiona en su libro Estados amurallados, sobre las palabras de John Locke:

“La esencia del poder político es la jurisdicción sobre la tierra”.

De esa manera, el territorio será una de las manifestaciones del poder estatal para actuar sin tener en cuenta ni la legitimidad, ni el derecho; si no el poder de cambiar las leyes del territorio a su gusto y preferencia, garantizándose el control absoluto sobre eso que domina. 

Lo que las instituciones del Estado están haciendo es adoptar la gentrificación como una “política de desarrollo” y en la que se tiene como consecuencia un desplazamiento por goteo: pequeños núcleos comunitarios o pequeños núcleos de familias, tradicionalmente marginados, que tienen que abandonar sus hogares y, muchas veces, sus fuentes de trabajo.

En este proceso, el Estado salvadoreño parece que tiene poco o nulo interés en recoger y transparentar datos –lo que se ha convertido en la norma– y, por lo tanto, habría una dificultad para cuantificar. Padecemos una ausencia de registros confiables, una invisibilización de las violencias y de las posibles disputas de poder de intermediados políticos a nivel local. 

El Estado reproduce una relación de extracción, de expulsión. Saskia Sassen lo explica en su libro Expulsiones, Brutalidad y complejidad en la economía global:

“Una de las formas más brutales de expulsión es el desalojo de personas de sus hogares”.

El desplazamiento forzado afecta a otros aspectos que van más allá de la expulsión directa de las familias. Puede agravar y reproducir la violencia estructural que ya viven estos sectores poblacionales, potencia la vulnerabilidad y revela la eficacia de estos mecanismos de violencia simbólica que competen a la territorialidad desde la noción colonialista y la geopolítica global que impulsa este tipo de condiciones. 

Los conceptos de desplazamiento, despojo y desalojo, por sí mismos, quedan en la cuerda floja, en la ambigüedad, en un desbalance conceptual que les elimina la personalización y se aprecian desde su pasividad conceptual. En lo que deberíamos poner atención es que no se trata del desplazamiento solo como una categoría conceptual, sino más bien desde una categoría humana: en personas en situación de desplazamiento. 

¿Qué expectativas reales de rehacer una vida –un hogar– tienen estas personas que se enfrentarán al desplazamiento eufemísticamente definido como “voluntario” y en calidad de donación? ¿Qué seguridad tendrán de encontrar un espacio habitable con las mismas o por lo menos, similares características y condiciones que tienen ahora? ¿Quién asegura que el valúo de esos terrenos es el justo cuando no se tiene información pública?

Creo que planteo preguntas válidas, preguntas que todos nos haríamos en una situación similar. Sin embargo, son preguntas que, al parecer, no interesan mucho a las instituciones estatales.

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Brown, W. (2015). Estados amurallados. Barcelona: Herder.

Sassen, S. (2015). Expulsiones. Brutalidad y complejidad en la economía global. Madrid: Katz.

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*Alexia Ávalos es salvadoreña residente en México. Doctorante en la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco bajo la línea de investigación “Comunicación y Política”. Maestra en Estudios de la Cultura y la Comunicación y especialista en Estudios de Opinión “Monitoreo de la agenda pública y medios de comunicación”.

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