“Lo que no se nombra, no existe”
George Steiner
Los desplazados forzados internos en El Salvador tienen rostro joven, con familias recién comenzadas, hijos todavía pequeños. Algunas veces, viven junto a sus familiares adultos mayores. Residen en los municipios del extrarradio capitalino, en las colonias más populosas, de las llamadas “ciudades dormitorio”. Trabajan en el sector privado, como maquilas, servicio al cliente. O a veces en entidades de gobierno. Sus opciones para resolver una huída de emergencia son acudir al Estado, o a un puñado de organizaciones que se ocupan del fenómeno. Ambos con pocos recursos.
Antes que el desplazamiento forzado interno fuera reconocido en El Salvador como un fenómeno producto de la violencia, el Código Penal de este país ya estipulaba un delito que describía de forma sucinta la experiencia de vida de las personas que tenían que salir huyendo para seguir vivas: la limitación ilegal a la libre circulación.
En junio de 2016, la Asamblea Legislativa incorporó esta figura como delito y estableció penas variables según la gravedad de la circunstancia. Si a una persona se le impide salir o permanecer de un lugar, a través de amenazas o violencia, la pena alcanza hasta los ocho años de prisión. Si las amenazas son ejecutadas por dos o más personas, la pena sube a 10 años. Pero cuando el resultado es abandonar el lugar de residencia, la condena podría ser hasta 12 años de prisión.
Un año después, el congreso salvadoreño añadió una reforma más al delito recién aprobado: si la limitación era provocada por un funcionario público, estuviese en funciones o no, la pena de prisión subiría a los 15 años. Es decir: aunque el gobierno de Salvador Sánchez Cerén (2014-2019) se negaba sistemáticamente a reconocer los cientos de familias que debían abandonar su hogar bajo amenazas, sí existió un mea culpa legal del problema y sobre quiénes eran sus principales actores. Las pandillas y los representantes de la autoridad en el terreno, la Policía y la Fuerza Armada.
Desde el gobierno, entonces, al desplazamiento se le llamaba “movilidad humana”, o “movilidad interna” y lo atribuían a multiplicidad de factores, tales como la búsqueda de mejor calidad de vida u otras situaciones de voluntad propia. Incluso, el Ministerio de Justicia trabajó un informe llamado así: “Caracterización de la movilidad interna a causa de la violencia en El Salvador”.
Como el desplazamiento forzado antes no se consideraba un delito, no existen datos oficiales que ayuden a conocer cómo evolucionó el fenómeno; aunque diversas organizaciones coinciden en que lleva largos años sucediendo.
Durante los últimos años, cuando los casos de desplazamiento empezaron a denunciarse más públicamente, las víctimas también tuvieron que cargar con el surrealismo del asunto: la Policía no era capaz de proveerles seguridad para no tener que abandonar sus casas y salvar la vida, pero sí las ayudaba a salir de forma segura.
Una solicitud de información que presentó este medio a la Policía Nacional Civil (PNC) sobre las denuncias y atenciones a familias que huyeron de sus hogares en los últimos cinco años, relacionadas al delito de limitación ilegal a la libre circulación, da una idea de la dimensión del fenómeno y de cómo han estado ocurriendo los desplazamientos. Otras dos solicitudes de información preguntaron por los datos de los detenidos por este delito.
La respuesta más completa abarca los datos desde 2016 hasta junio de 2021. Una nueva petición de acceso a la información pública, que incluyera la información de julio 2021 a julio 2022 fue contestada escuetamente por la Policía: no se otorga más que el número total de denuncias, ni detalles de lugares, municipios, cantidad de víctimas o fechas, tal y como se solicitó, alegando que se trata de información “reservada”.
Desde que Nayib Bukele asumió la presidencia de El Salvador (2019), las instituciones públicas han restringido constantemente el acceso a datos que de acuerdo a la Ley de Acceso a la Información Pública (Laip) son de carácter público. Algunos abogados y organizaciones han acusado este gobierno de abusar de las reservas de información. El gobierno salvadoreño ha optado por declarar confidenciales hasta las estadísticas de delitos como los feminicidios, la información relacionada con las vacunas de la Covid-19, las compras efectuadas por el Estado con fondos públicos de criptomoneda Bitcoin, entre otros.
Pese a la opacidad de datos es posible hacerse una idea de la incidencia del desplazamiento forzado en el país. Organizaciones de la sociedad civil que se dedican a brindar atención a víctimas de este fenómeno, como Cristosal y el Servicio Social Pasionista aseguran que los casos denunciados son mínimos. La mayor parte de las víctimas solo huyen sin avisar a nadie. Por terror.
La sentencia constitucional que ordenó al Estado salvadoreño reconocer el fenómeno de desplazamiento forzado interno, así como a sus víctimas de julio de 2018, le dio un plazo de seis meses al Estado para montar una infraestructura burocrática para dar atención a las víctimas, así como reconocerlas oficialmente.
Algunos de esos pasos empezaron a darse. Pero la llegada de Bukele a la Presidencia les ha vuelto a las víctimas aún más pesado preservar la poca atención alcanzada. El reglamento sigue sin ponerse en marcha y el presupuesto de la Unidad de Víctimas se ha reducido.
La paradoja que lleva a los asediados a pedir ayuda a la Policía, para lograr salir de sus hogares custodiados de forma segura, hace que esta entidad tenga los datos que más se acercan a describir el fenómeno. Entre 2016 y junio de 2021 dio protección en 4,038 casos de desplazamiento forzado, bajo el nombre oficial de “limitación ilegal a la circulación”. Este no es el número total de víctimas. Algunos eventos pueden acumular más de una víctima. Hay algunos, incluso, que listan hasta 15 víctimas. Otros, muchos, extrañamente, cero víctimas.
Otras cifras elusivas
La falta de datos sobre las víctimas de desplazamiento forzado interno es una constante en los pocos registros que hay en instituciones y organizaciones de la sociedad civil. En el caso de la Procuraduría de los Derechos Humanos (Pddh), por ejemplo, buena parte de las denuncias recibidas no cuentan con la edad de los denunciantes.
La Pddh recibió sustancialmente menos denuncias por desplazamiento forzado que las registradas por la Policía: 651 denuncias entre 2016 y 2020, que acumulan 1,669 personas afectadas frente a los más de cuatro mil casos que conoció la Policía.
RinaMontti, de la organización Cristosal; y Johanna Ramírez, del SSPAS, explican que la razón es una y solo una: miedo.
“La mayor parte de personas desplazadas internas no informan ni al Estado, ni organizaciones de sociedad civil. Los casos que llegan a sociedad civil son los casos de las personas que no tienen ninguna posibilidad económica de poderse mover”, dice Montti, directora de investigación en Derechos Humanos en Cristosal.
Ramírez, coordinadora de atención a víctimas en el SSPAS, añade que la falta de respuestas institucionales inhibe a las víctimas a iniciar un proceso judicial largo y riesgoso.
La Procuraduría General de la República (PGR) inauguró en marzo de 2020 la unidad de desplazamiento interno. La institución, que se dedica a garantizar derechos básicos de forma gratuita –a través de sus unidades de defensoría pública penal, su unidad laboral, o defensa de los derechos de género y de infancia –no tenía hasta ese año ninguna área para atender o derivar esos casos.
Desde la creación de la unidad especializada hasta mayo de 2021, es decir, un poco más de un año, la PGR atendió 1,149 casos por desplazamiento forzado interno. En 263 de estos facilitó la reubicación de las personas y en 34 casos consiguió salidas de emergencia del país.
Montti y Ramírez hacen la salvedad – en momentos diferentes y sin ponerse de acuerdo -, que las personas que denuncian deben entenderse como una muestra mínima de la realidad. Son, apenas, los desesperados que tienen que recurrir a ser vistos junto a policías, bajo la esperanza que será la última vez que sus verdugos sepan con certeza dónde están.
Los perpetradores en cifras
Según los registros de la Policía, durante esos seis años, los lugares críticos de salida de los desplazados forzados son los municipios de Soyapango, Ilopango, San Salvador, Colón y San Miguel. La información tiene granularidad suficiente como para conocer en qué colonia, barrio o cantón específico ha habido un éxodo de consideración y a qué rango de edades pertenecen los desplazados. La mayoría tenía entre los 25 y 32 años, la edad joven más productiva, según caracteriza a este rango de edad la Encuesta de Hogares y Propósitos Múltiples de El Salvador (EHPM) de 2019.
Los puntos calientes que expulsan a los desplazados forzados se sitúan en zonas bien conocidas por su repetición frenética en noticias homicidios, extorsión u operativos policiales, como la colonia Altavista, Nuevo Lourdes y Valle del Sol. Y un dato desconocido estadísticamente hasta ahora: los mayores expulsores son los miembros de la pandilla MS-13.
Montti explica que, de acuerdo a su experiencia en la atención de casos por desplazamiento forzado interno en Cristosal, en el “noventa o noventa y cinco por ciento” los perpetradores señalados son miembros de pandillas y por mayoría, la pandilla MS-13.
Los datos parecen darle la razón. De 1,471 detenidos por el delito de limitación ilegal a la libre circulación, entre 2016 y junio de 2021, 981 fueron identificados por la Policía como miembros de esa pandilla, o sea casi dos de cada tres.
Casi en el mismo rango de tiempo, de 2015 a mayo de 2021, la Fiscalía General de la República inició 4,288 casos por los delitos de Limitación Ilegal a la Circulación, consignado en el artículo artículos 152-A del Código Penal, en sede fiscal. Es decir, denuncias recibidas. Los casos involucraron a 5,617 víctimas que se animaron a denunciar.
Muertos que se esconden y desplazados invisibles
Desde el inicio de la administración de Nayib Bukele, la retórica de éxito en la mejora de los indicadores de la seguridad pública ocupa un espacio importante en las comunicaciones oficiales del presidente y sus funcionarios. El Plan Control Territorial (PCT), política de seguridad que el gobierno optó por mantener reservada al ojo público, ha sido la estrategia más citada como responsable del descenso de las muertes violentas en el país. De ser el país más violento – incluso del mundo -, El Salvador ha experimentado una caída sostenida en los índices de homicidios en pocos años. Una tasa de 106 muertes violentas por cada 100 mil habitantes en 2015 se convirtió en una de 18 por cada 100 mil habitantes.
Dada la comprobada opacidad oficial, la fiabilidad de estas cifras ha sido cuestionada. El periódico digital El Faro reveló en agosto de 2021 que el gobierno de Bukele, al igual que sus dos predecesores, negoció con las pandillas el descenso de homicidios a cambio de beneficios penales para sus miembros.
De hecho, el mismo periódico publicó cómo la ruptura de ese pacto encontró salida en una matanza de tres días que dejó 88 homicidios, en marzo de 2022. La reacción del gobierno fue dictar un decreto legislativo imponiendo un régimen de excepción que cuenta ya su séptima prórroga y lleva ya más de 55 mil arrestos. Las denuncias por capturas arbitrarias se cifran ya en miles.
Además, los medios Alharaca y La Prensa Gráfica revelaron que el PCT, la política estrella de Bukele para justificar el descenso de las muertes violentas, en realidad nunca se ejecutó tal y como fue concebido. De hecho, el financiamiento necesario para ejecutar algunas fases del PCT nunca ha sido desembolsado por falta de cumplimiento de requisitos, según lo publicó el medio Voz Pública en alianza con Revista Factum.
Ante un panorama en el que las instituciones oficiales se niegan incluso a reconocer las muertes violentas de miembros de pandillas dentro del registro formal de homicidios, por haber ocurrido en supuestos enfrentamientos con la autoridad, es muy normal que los miles de salvadoreños que deben huir para salvar la vida pasen desapercibidos. Invisibles. Aunque su presencia se cuente en decenas de miles y sus angustias de forma infinita.
El prestigioso centro noruego que sigue el desplazamiento interno de los países en el mundo, el Centro de Monitoreo del Desplazamiento Interno (IDMC, en inglés) ha presentado cifras en El Salvador que son más cercanas a la realidad. En 2019 aseguró que hubo en el país 453,000 desplazados forzados internos, el éxodo fronteras adentro más grande registrado desde el 2014.
Según dice Montti de Cristosal, este Centro sacó la cifra de una encuesta de evaluación anual, que desde hace años realiza el Instituto Universitario de Opinión Pública de la Universidad Centroamericana (IUDOP). Y explica que “el IUDOP normalmente hace una pregunta tipo ´¿usted se ha desplazado por razones de inseguridad este año?´. Pero, a petición del IDMC, IUDOP incluyó una segunda pregunta de ´cuántas personas se desplazaron con usted´. Entonces, se logró llegar a esta aproximación gracias a la incorporación de esta pregunta. Sin embargo, esta pregunta adicional, IUDOP no siempre la incluye dentro de sus encuestas. Lo interesante es que esta pregunta por primera vez nos acerca a la realidad”.
En 2020, el año de la pandemia, cuando se restringió la movilidad al máximo, el IDMC calculó que hubo 114,000 personas desplazadas forzadamente en el país y en 2021, el número subió a 175,000 personas.
Los desplazados no solo son consecuencia de la inseguridad o la violencia. Algunos de los delitos que más acompañan al fenómeno son los homicidios, amenazas, usurpación de inmuebles y las extorsiones.
Un reporte publicado en septiembre de 2022 por la organización Global Financial Integrity, bajo el nombre “Extortion in the Northern Triangle of Central America: Following the Money” (Extorsión en el Triángulo Norte de Centroamérica: siguiendo la ruta del dinero) estimó que para El Salvador los costos anuales de la extorsión individual oscilan entre los $190 y $245 millones. Para los negocios, esa cifra anual alcanza un estimado máximo de $826 millones, datos que se basan a su vez en cifras oficiales del Banco Central de Reserva.
Los que se van, lo hacen cuando lo único que les queda por salvar es su respiración. Se van y lo pierden todo: hogares a veces construidos pieza por pieza, recuerdos familiares, las certezas de una cotidianidad. Cuando se van, ya lo han entregado todo: dinero, tranquilidad, sus vidas.
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