“A ti, Señor, elevo mi clamor, desde las profundidades del abismo”
Salmo 130, 1
Murmullos. Es la norma en los cantones, colonias, barrios, calles, hogares, municipios cuando se habla sobre huir. Tener que huir. Todo el relato siempre, siempre ocurre en murmullos. Las palabras tratan sobre ser desplazado y quién desplaza; y los pequeños y finos límites de la convivencia que pueden hacer que alguien se convierta de residente a desplazado, de cero a la izquierda a incómodo. A veces no hace falta mucho. Solo vivir en el lugar equivocado de la calle. O caer mal. O ser joven. O ser mujer. Cosas tan inverosímiles como ganar un partido de fútbol a quien no se debía ganar.
Los desplazados salvadoreños tuvieron un instrumento legal a su favor solo hasta que 33 personas de 8 familias, relacionadas entre sí, gritaron de impotencia desde el abismo.
La sentencia constitucional que ordenó su reconocimiento, así como del fenómeno, data del 18 de julio de 2018, y en sus 47 páginas desgranan con minuciosidad un caso modelo sobre cómo se llega a ser un desplazado forzado interno en El Salvador y qué implicaciones tiene para la vida. Muchas de estas características siguen siendo vocablos comunes en las organizaciones de la sociedad civil hasta la fecha. Antes del fallo, ya habían formado parte de un informe de ACNUR en 2017.
El caso constitucional 411-2017 relata la historia de un grupo de familias que vivían en el municipio de Ciudad Delgado, en el departamento de San Salvador. Pandilleros del Barrio 18 empezaron a acosarlos en 2016 por algo que consideraron imperdonable: tener dos parientes militares. El 15 de abril de ese año, dos miembros de esa familia fueron sorprendidos por tres pandilleros. Los desnudaron y los golpearon, mientras les exigían que confesaran tener parientes soldados. Y les dieron un plazo de 24 horas para irse de su hogar, o podrían ser ametrallados en sus casas. Y no, no denunciaron por terror.
El 23 de junio, un joven menor de edad de esa misma familia evitó por poco ser secuestrado por otro pandillero.
Cuatro meses después, en octubre de 2016, otros miembros de la misma familia recibieron una visita que les desgarró la vida. Un grupo de pandilleros se metió en su casa, los golpearon y amenazaron con asesinarlos. Una de las víctimas logró escapar y pedir ayuda a la Policía, pero su esposa e hija de 12 años de edad fueron violadas mientras tanto. Los pandilleros fueron detenidos y procesados. Al menos uno de ellos en un juzgado de menores, porque era menor de 18 años
Cinco días después, otro grupo de pandilleros amenazó a otro núcleo de la misma familia: de no pagar 5,000 dólares podrían esperar la misma agresión. Fue el acabose. Adultos y niños abandonaron todo y buscaron refugio con otros parientes a 120 kilómetros de ahí, en el municipio de Berlín, departamento de Usulután.
La ilusión de haber salvado la vida se acabó mes y medio después. El 17 de diciembre, mientras la familia disfrutaba de una fiesta, un grupo de policías allanó el hogar. Hubo disparos y un balazo le perforó el abdomen a la mamá de uno de los denunciantes. Falleció.
A partir de ese momento, toda la familia se volvió errante. El riesgo ahora provenía de policías temerosos de ser acusados por un mal procedimiento.
Las víctimas habían buscado justicia por cada uno de los delitos que sufrieron: por la extorsión, por las amenazas, por la violación sexual, por tener que dejar sus hogares, pero los fiscales y la administración de justicia salvadoreña poco pudieron justificar sus actuaciones ante los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia cuando analizó el caso. Más allá de asignarles claves para proteger sus nombres, ni la Policía, ni la Fiscalía logró presentar documentos que demostraran que los casos se investigaron.
Las víctimas tuvieron que recorrer cuatro oficinas de la Fiscalía y la Policía diferentes – en distintos departamentos del país – para lograr siquiera que esta última denuncia, contra los agentes policiales, fuera recibida. Un solo miembro de la familia se quedó en el país. El resto se fue.
En su análisis los magistrados justificaron el amplio alcance de su sentencia. Plantearon que un amparo constitucional busca resolver un problema, devolver una situación al momento antes que surgiera el conflicto. En este caso ya no era posible. No solo obligó al Estado salvadoreño a reconocer a los desplazados internos, si no que señaló como responsables al Ministerio de Justicia, a la Asamblea Legislativa y otras instituciones por su falta de trabajo en la creación de legislación específica, a pesar de conocer el problema.
Y un detalle fundamental: que los desplazados eran los más vulnerables entre los vulnerables, ya que las personas que se declaran como refugiadas gozan de amparo internacional.
Una de las pruebas de descargo que el Ministerio de Justicia presentó durante el proceso de amparo fue un diagnóstico sobre el problema de desplazados, pero negándose a llamarlos así. El informe lleva por nombre “Caracterización de la movilidad interna a causa de la violencia en El Salvador” y los magistrados lo describen en su sentencia como una encuesta con un abordaje tibio del problema, pero destacan algunas conclusiones. Una de ellas es que la institución tenía un perfil muy claro de las víctimas de desplazamiento forzado, familias jóvenes con una economía bastante ajustada.
El gobierno también sabía que buena parte de los desplazados huían masivamente de seis municipios metropolitanos: Mejicanos, Apopa, Soyapango, Ilopango, Tonacatepeque y Cuscatancingo; y hasta sabía cuáles eran los delitos que más expulsaban a las familias: amenazas a la vida, coacción, extorsión, homicidios, violencia sexual entre otros.
Los mismos municipios que cinco años después continuaban sobresaliendo como expulsores de familias en las estadísticas policiales.
Pero lo que los magistrados calificaron de “alarmante” fue que el Ministerio de Justicia reconociera que la encuesta no se levantó en todas las zonas programadas. Algunos equipos de empleados de la institución no pudieron ingresar a ellas. Por peligrosas.
El 3 de octubre de 2014 dos hermanos fueron asesinados en la colonia Pipil, ubicada en el mismo municipio del que huyeron las 33 personas de la sentencia constitucional, Ciudad Delgado. Ambos formaban parte de la junta directiva de la colonia y habían sido amenazados por pandilleros. Todo por un muro.
La Pipil colinda con otra colonia, Las Colinas y su única división es una vía férrea en desuso desde hace décadas. En El Salvador, las comunidades que han crecido a la par de la vía férrea, que cruza la capital y otros departamentos, tienen dos características generalizadas, la precariedad y la violencia.
Las Colinas era entonces un bastión del Barrio 18 y los pandilleros ocupaban la colonia Pipil para acceder a la carretera y viceversa, para ingresar a su comunidad. Los residentes de la Pipil empezaron a resentir a los bichos, como llaman a los pandilleros en las zonas donde no se atreven a pronunciar esa palabra. Una familia que resultó desplazada después del doble homicidio cuenta que había asaltos, se respiraba un ambiente hostil, había que pedir permiso para entrar y para salir de la colonia, había que pagar dinero.
La junta directiva decidió entonces construir un portón de acceso a la colonia y un muro de ladrillos que dividiera de forma definitiva a las dos comunidades.
Pocos días después, pandilleros rompieron el muro, abrieron un boquete y mataron a los hermanos.
El parte policial original detalla que los pandilleros rompieron la puerta de su hogar a almaganazos, sacaron a los hermanos cerca de las 2 de la mañana y los acribillaron. Los investigadores policiales recolectaron alrededor de 50 vainillas de bala.
La familia, que aceptó hablar bajo condición de anonimato, dice que nunca recibieron una amenaza directa; pero entre ellos había hombres jóvenes, que normalmente son acosados por las pandillas para reclutarlos. Decidieron irse luego que un día llegaran unos 25 pandilleros armados dentro de la colonia. No soportaron. Se fueron con pocas cosas y buscaron refugio donde parientes. Ahí estuvieron seis meses.
Hubo más familias que huyeron. La colonia quedó entonces casi desolada.
Pero regresaron. Regresaron porque simplemente no tenían otro lugar a donde ir. En Las Colinas siguen viviendo pandilleros, aunque sus habitantes dicen que ahora, en octubre de 2022, está más tranquilo. Que está barrido. Por el régimen de excepción y las capturas masivas. Aunque no del todo. A ciertos pasajes de la colonia, advierten, no hay que meterse. El boquete que quedó en el muro, después del asesinato de los hermanos Henry y Daniel Turcios Roldán, sigue ahí. Se ha erosionado un poco y ha perdido una fila más de ladrillos.
Han pasado siete años y nadie que aprecie su vida, dice la familia, se atreverá a tocar ese hueco de horror en el concreto que se abrió entonces.
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