Un experimento llamado Altavista

“Yo tan solo no creo que pueda seguir viviendo en un lugar que acepta y consiente la apatía como si fuera una virtud. (…) No dije que yo fuera diferente, o mejor que eso. No lo soy. Diablos, yo estoy de acuerdo, completamente. La apatía es la solución. Me refiero, es más fácil perderte en las drogas que aprender a lidiar con la vida. Es más fácil robar lo que quieres que ganarlo. Es más fácil golpear a un niño que criarlo. Demonios, el amor cuesta: toma esfuerzo y trabajo”.*

(Detective William Somerset, película “Se7en” o “Los siete pecados capitales”).


Tatiana Alemán creció y quería morir en Altavista. Añora el hogar que conoció ahí. Pero tuvo que abandonar la idea por una cadena de sucesos que terminaron expulsando a toda su familia de esa residencial. Son desplazados, pero le llevó tiempo asumirse bajo esa categoría. Ahora viven juntos otra vez, pero lejos de ese lugar, y bajo una economía más precaria. Pero viven.

La residencial Altavista, un barrio de miles de viviendas, nació como un experimento que bien podría resumir  el inicio del viaje de un país que estrenaba una democracia en paz. Se empezó a construir en 1995, apenas tres años después de la firma de los Acuerdos de Paz. Y, en ese momento no existía ningún proyecto de vivienda social como ese: casas de construcción rápida, a bajo costo, con convenios que facilitaban su adquisición a través de créditos estatales y fuera de las urbes hacinadas.

Para 2009 alcanzaba ya cinco etapas de construcción y 15,632 viviendas distribuidas en tres municipios al oriente de la capital: Ilopango, San Martín y Tonacatepeque, abarcando un área aproximada de 250 hectáreas. Hoy,  aún es una de las residenciales más grandes de El Salvador, si es que no la más grande.

A ella se accede a través de la Carretera de Oro, como se le conoce a ese tramo de la Carretera Panamericana al oriente de la capital. Las cinco fases de construcción incluyen otras residenciales privadas como “Los Almendros”, “Villa Galicia” y “Villa del Sol”, ideadas para habitantes de mayor poder adquisitivo, pero cuyos permisos de construcción fueron gestionados como parte del mismo clúster de la residencial Altavista. Todas están interconectadas entre sí por  calles, pasajes y rotondas. 

Los habitantes de Altavista tienen clarísima la geografía del barrio:  en el pasaje N, frente al Complejo Deportivo Altavista finaliza el municipio de Tonacatepeque y comienza Ilopango. Al llegar al segundo redondel ya es San Martín. La ruta de autobuses 29 C1 – C2 es la que atraviesa de cabo a rabo a la residencial, en sus cinco fases o etapas. 

Un estudio publicado en 2012 por la revista Estudios Centroamericanos (ECA) de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) describía al proyecto urbanístico como uno de los más exitosos de los últimos 30 años en el país. Satisfizo la demanda de viviendas de interés social para una clase trabajadora que se estrenaba fuera de las balas de la guerra civil, con trabajos que le garantizaban un salario mínimo en el sector privado, como maquilas y servicio al cliente.

El análisis académico repasa cómo surgió la residencial, las estrategias novedosas de construcción – que alcanzó la edificación de entre 5 y 6 casas diarias – y los convenios interinstitucionales que posibilitaron la existencia de servicios básicos para un núcleo de población nunca antes visto. No se mete en los asuntos de convivencia, aunque  los hay de sobra en un lugar que concentra un aproximado de 132 mil personas, según datos de densidad población de ese mismo estudio.  

Precisamente ahí fue donde el sueño se rompió. La residencial Altavista ha sido, en los últimos cinco años, el bloque habitacional más expulsor de personas por razones de violencia. Es la colonia que más desplazados forzados internos registra la Policía Nacional Civil. Entre 2016 y julio de 2021, la Policía registró oficialmente 66 casos del delito limitación ilegal a la libertad de circulación, bajo el cual se listan legalmente los casos de desplazamiento forzado interno. Tatiana Alemán y su familia son parte de ellos, pero no lo denunciaron oficialmente.

El contraste de las estadísticas oficiales con las de organizaciones de la sociedad civil sugieren  que es mucho mayor el número de personas que han tenido que salir forzosamente de esta residencial de lo que revelan los casos denunciados y registrados por el Estado. El actual gobierno ha dicho ante organismos internacionales que en 2021 apenas 61 personas denunciaron haber sido  desplazadas en todo el país, mientras que las cifras reales eran de 71,500 casos en ese mismo año[SC1] . Organizaciones internacionales cifran a los desplazados en más de 175 mil. 

Y si bien Altavista y sus alrededores han sobresalido durante años en las noticias  de homicidios, extorsiones y presencia de pandillas, ese no es el caso de Alemán y su familia. Para entenderlo hay que hacer un flashback cinco años atrás, a un momento particular del país.

2017

La residencial Altavista tiene miles de viviendas de formato popular accesibles con costo de 8 mil y más de 20 mil dólares, según el Fondo Social para la Vivienda. Foto FACTUM/Jessica Orellana

Daniel Alemán, de 21 años, hermano de Tatiana, fue detenido en enero de 2017 en la colonia Altavista mientras jugaba en una cancha de fútbol. Lo acusaron de tener droga y, un mes después, una nueva acusación por extorsión dilató su detención por año y medio. A Daniel lo acusaron públicamente de ser pandillero, aunque luego la justicia demostró que no había evidencias para asegurarlo.

El primer caso judicial fue anulado, y los policías que lo detuvieron fueron acusados por fraude procesal. Desde que Daniel fue detenido, su hermana Tatiana no cesó de denunciar a través de redes sociales y entrevistas que la captura había sido arbitraria y que la droga “se la pusieron”.  El segundo proceso finalizó en junio de 2018 con su liberación porque el juez consideró que la Fiscalía no probó que hubiera extorsionado a un empresario.

La visibilización de la detención como una captura arbitraria y la realización de campañas en contra de esos métodos usados por la Policía puso bajo un farol brillante a la familia Alemán. Tatiana relata que el acoso y resentimiento de los policías de la zona en contra de su familia era cotidiano.

Primero  Tatiana huyó sola. Una persona que tuvo acceso a grupos de chat de policías donde discutían ejecuciones extrajudiciales la buscó. “Me mandó un montón de capturas (de pantalla) de esos grupos, y ahí estaba mi nombre, mi foto, y decían qué me iban a hacer. Fue mucho miedo. Quiérase o no, Altavista es un territorio de mucha impunidad. Ahí te pueden hacer cualquier cosa y nadie va a hacer nada por detenerlo”, relata.

Su miedo se remonta a los sucesos de 2015, dos años atrás. Ese año se rompió la tregua que el gobierno de Mauricio Funes (2009-2014) había negociado con las pandillas. El nuevo presidente salvadoreño era Salvador Sánchez Cerén (2014-2019), y su administración no encontró  otra manera de responder a las múltiples críticas que había recibido el acuerdo de su predecesor con estos grupos violentos, que confrontarlos a bala y brutalidad. Las pandillas respondieron igual.

Por eso, ese año, 2015, fue el año más violento de las últimas dos décadas en El Salvador, con una tasa de 106 homicidios por cada 100 mil habitantes. Ese año fueron asesinados 62  policías y militares, otro triste récord histórico. La mayoría de los homicidios, sin embargo,  fueron ejecuciones extrajudiciales perpetradas por policías y soldados, bajo el argumento de la legítima defensa en supuestos enfrentamientos con las pandillas.

Un informe de la Procuraduría de Derechos Humanos (Pddh) analizó 48 casos de ejecuciones extrajudiciales en las que cayeron más  de 100 víctimas. Esa institución encontró patrones comunes en los mútiples casos: montaje de escenas de enfrentamientos que no sucedieron, contaminación de evidencias, pocas pruebas de que los uniformados actuaron en legítima defensa, entre otros. En 2015 decenas de cuentas de redes sociales, aparentemente manejadas por policías o por personas relacionadas, se regodearon publicando fotos de regueros de cadáveres de los supuestos enfrentamientos. Lo hacían con tono heroico, celebrando la muerte de “una rata más”, o “saludemos la patria orgullosos”, una estrofa del himno nacional, ante los cadáveres.

También publicaron videos de torturas de supuestos miembros de pandillas. En por lo menos uno de ellos, un supuesto policía encapuchado escupía rabia, reclamando cómo a las autoridades no les importaba que uno tras otro, los policías fueran asesinados. Aniquilar a “las ratas de mierda”, como llama a los pandilleros en el video, era un trabajo de bien, gritaba el encapuchado.  

Las fotos mostraban los cuerpos con tiros de gracia y en ocasiones con ropas a medio poner. En agosto de 2017, una investigación periodística demostró que batallones de policías se coordinaban  con militares  a través de chats de mensajería instantánea para cazar pandilleros y cometer ejecuciones extrajudiciales.

Ese era el telón de fondo que se vivía cuando en enero de 2017 Daniel Alemán fue arrestado. Esos eran los grupos de mensajería entre uniformados en los que el nombre de su hermana, Tatiana, apareció como objetivo.

2018-2021

Altavista es el territorio y núcleo poblacional más grande bajo control de la Pandilla 18 Sureña a nivel nacional. Foto FACTUM/Jessica Orellana

“Yo salí de Altavista en 2018, un año después de lo de mi hermano, porque a nivel psicológico eso ya me estaba afectando. A mí me daba demasiada ansiedad llegar a la colonia, no podía seguir viviendo ahí. Representaba mucho dolor para mí, no soportaba saber que ahí andaban los policías impunemente, porque durante todo el 2017 sufrimos acoso. Más una vez que mis hermanas estaban solitas llegaron a la casa a tocar con la excusa de (Programa) Casa Segura, y hasta le tiraron una piedra al techo”, relata Tatiana Alemán.

La relación de la familia Alemán con la policía ha sido agria desde que pasó lo de Daniel. A él lo sacaron del país tiempo después de que fuera liberado. A raíz del caso, Tatiana Alemán comenzó un movimiento al que llamó “Los siempre sospechosos”, inspirado en el  Poema de Amor, de Roque Dalton, que buscaba  combatir la criminalización de juventudes de zonas pobres. Ese movimiento ha impartido  talleres de educación jurídica y en derechos a los jóvenes  y  han hecho  seguimiento a casos de posibles capturas arbitrarias.

Criticar a la Policía en El Salvador se paga caro. Según Tatiana Alemán, durante la pandemia por Covid-19 en 2020, ella y su pareja denunciaron en redes sociales  la falta de atención a la gente de  algunas zonas que languidecían de hambre  a causa de la cuarentena estricta. Ocupaban las redes de “Los siempre sospechosos” y, según Tatiana, coordinaron entregas de víveres. A través de Twitter, añade, tuvieron discusiones enconadas con Carlos Marroquín, director de Tejido Social y señalado como el negociador con las pandillas de parte del gobierno de Nayib Bukele, elegido en 2019.   

Una noche, al llegar a su casa de sus respectivos trabajos, encontraron que el vehículo de su pareja había sido incendiado intencionalmente. Las investigaciones no han avanzado, pero ellos prefirieron abandonar su casa y mudarse.

La mamá de los Alemán permaneció  en Altavista hasta inicios de 2021. Su casa era alquilada y el propietario, dice Tatiana Alemán, era un hombre “que fue precandidato de Nuevas Ideas”, el partido del presidente Nayib Bukele. El dueño murió y su viuda, según ese relato, se encargó de exigirle la casa de un día para otro. Aunque alegó que la exigencia era ilegal, por no existir un aviso previo, fue desalojada por la propietaria junto con policías y acusada por usurpación. Según Tatiana, a su mamá ni siquiera le permitieron sacar sus bienes. Pusieron una denuncia por el robo, pero no por el desplazamiento.

No se trata de un caso aislado. El amparo constitucional que dio origen a la Ley del Desplazamiento Forzado involucró acoso y agresión policial, además de violencia de pandillas.

Es difícil encontrar en registros oficiales casos de desplazamiento a causa de abusos policiales, pero la oficina regional del departamento de La Paz de la Procuraduría de Derechos Humanos atendió nueve casos de desplazamiento forzado entre 2015 y 2020, de los cuales seis fueron de familias  desplazadas por acoso policial y se dieron durante los últimos dos años de ese período, según la respuesta a una solicitud de información presentada por este medio a esa entidad.  El número de desplazados que quedó registrado fueron 14 personas, tres de ellas menores de edad.

2010, 2014, 2020 y 2022

Mensaje colocado por los vecinos del polígono 41 donde se han organizado para poner portón en la entrada principal para garantizar seguridad. Foto FACTUM/Jessica Orellana

La residencial Altavista fue edificada por el Grupo Roble, la inmobiliaria del Grupo Poma, uno de los conglomerados corporativos más exitosos  y poderosos de El Salvador y Centroamérica. Esta megaobra sentó las bases de lo que después sería el modelo común de viviendas urbanas: empresas privadas compran los terrenos y gestionan los servicios y construyen  unidades habitacionales masivas y producidas en serie, al límite de las reglamentaciones sobre estándares de vivienda mínima, según encontró una investigación de la Revista Eca de estudios centroamericanos de la Universidad Centroamericana  (UCA).

El éxito de su ocupación se debe a que casi el 77% de las viviendas de la residencial son del tipo más accesible, de 50 metros cuadrados; y a que Grupo Roble realizó un convenio con el Fondo Social para la Vivienda Popular (Fonavipo) y se aseguró de que el precio de las propiedades entraría dentro de los rangos de crédito que esta institución otorga, según la revista. El Fonavipo es la institución encargada de otorgar créditos accesibles a las clases trabajadoras con ingresos bajos.

Este modelo de urbanizaciones, replicado en muchos barrios y colonias que desde hace algunos años, sobresalen por la presencia de pandillas, homicidios, extorsiones y desplazamientos. También por ser precarios y con graves limitaciones a servicios básicos como el agua potable o calles en buen estado. Valle del Sol (Apopa), Las Margaritas (Soyapango) y Reparto La Campanera (Soyapango) son apenas tres ejemplos de la precariedad de este tipo de  residencial.

El mismo Fonavipo advirtió desde muy temprano en 2010, el fenómeno de desplazamiento forzado interno, cuando empezó a recibir un creciente volumen de solicitudes de cambio de casa de personas que tenían un crédito con la institución . Así lo documentó  el estudio “Informe sobre situación de desplazamiento forzado por violencia generalizada en El Salvador”publicado en enero de 2016.  

Entre 2010 y 2014, el Fonavipo recibió un promedio entre 80 y 90 solicitudes de cambio de casa cada año y el principal motivo fueron las amenazas, un delito que va en mancuerna con el desplazamiento forzado. Los municipios de los que más buscaba la gente salir eran Colón, Soyapango, San Martín y Tonacatepeque.

Tatiana Alemán tiene clara la convivencia complicada para algunos vecinos. Ella y su familia, dice, nunca tuvieron problemas con la pandilla. Pero sabe de primera mano que otros sí. “Lo que pasa es que los bichos de ahí, que son números (Barrio 18) habían sido compañeros de la escuela, los niños con los que uno jugaba”, dice.

También relata que “a una amiga de mi mamá le desaparecieron el hijo. Fueron ellos. Fue una cuestión bien de machos, del tipo cuando ven a un bicho así guapo, y que las bichas le caen bastante. Le decían que era creído. Y solo por eso lo desaparecieron, y la familia tuvo que irse de ahí”. Tatiana Alemán también cuenta que otros casos frecuentes de desplazamiento están relacionados con familias con hijas jóvenes. Se van porque buscan protegerlas del acoso de los pandilleros que las quieren para ellos, para esclavas sexuales.

Su experiencia como desplazada y activista le han dado una potente lucidez sobre cómo se siente ser un desplazado y qué se necesita. “Muchos no entienden cómo funciona la institucionalidad”, y asegura que no denuncian “porque en ese momento no necesitás pasar por este proceso. Necesitás pisto (dinero) y un lugar donde caer”. 

El Servicio Social Pasionista (SSPAS), organización de la sociedad civil que brinda atención a   desplazados forzados internos, ocupa  buena parte de su esfuerzo en  la atención a mujeres desplazadas por acoso de pandillas o de policías o por violencia de género, explica Johanna Ramírez, coordinadora del Área de Atención a Víctimas esa entidad.  El SSPAS y la organización Cristosal coinciden en que, desde la vigencia del régimen de excepción, desde el 27 de marzo de 2022, los casos por desplazamiento forzado interno motivados por acoso policial han empezado a incrementar.

Desde 2018, luego de su visita al país el año anterior, la Relatora Especial sobre los derechos humanos de los desplazados internos de las Naciones Unidas advirtió que el desplazamiento forzado interno en El Salvador es, en la práctica, un escalón de la migración irregular.

El informe “Deportados al peligro: Las políticas de Estados Unidos sobre deportación exponen a salvadoreños a muertes y abusos” de la organización Humans Right Watch de 2020 identificó a la residencial Altavista como un lugar frecuente de salida de migrantes y, particularmente, niños.

De esta megalópolis salieron Óscar Alberto Martínez y su hija Angie Valeria, de 23 meses edad. Ambos se ahogaron al intentar cruzar el Río Bravo en su intento por cruzar hacia los Estados Unidos en 2019.

Ellos vivían en la fase de Altavista que pertenece al municipio de San Martín, precisamente donde más casos de desplazamientos internos ha registrado  la Policía. El que le sigue es la porción de Tonacatepeque, con 23 y 26 casos respectivamente, de un total de 66.

Según dijo la familia cuando salió la noticia de su fallecimiento intentando cruzar a Estados Unidos, Martínez y su hija, sin embargo, no salieron presionados por la violencia de la residencial. Su sector sí estaba copado de pandillas y tráfico de drogas pero migraron por una profunda precariedad económica. Él y su esposa eran empleados de restaurantes de comida rápida.

Lo confirma Tatiana Alemán: muchos de los residentes de Altavista son empleados de maquila, repartidores de cadenas de comida rápida como el Pollo Campero y el Kentucky Fried Chicken. Lo que sus salarios les permiten pagar son las casas  de 50 metros cuadrados de la residencial Altavista.

La vida para estos residentes es complicada. Una respuesta a una solicitud de información hecha por un ciudadano a la Alcaldía de Ilopango, y accesible de forma pública, muestra una base de datos de más de 150 casos de delitos registrados por esa municipalidad entre 2018 y 2019. Una y otra vez se repiten los robos, extorsiones, homicidios, acoso sexual y amenazas. Altavista sobresale varias veces.

2022

En el Complejo Deportivo Altavista llegan muchos niños y jóvenes que hacen uso de las instalaciones de la cancha de fútbol polvosa. Foto FACTUM/Jessica Orellana

En el Complejo Deportivo Altavista hay niños corriendo en una cancha de fútbol polvosa en la que también entrena un grupo de jóvenes. Rondan los 8 años de edad y hacen volar sus cometas de bolsas plásticas corriendo al frente de sus mamás. Son cerca de las 10:30 de la mañana y ellos están finalizando una actividad programada por su profesor del Centro Escolar Altavista.

El complejo, cercado con muro, también tiene en su interior bancas, juegos infantiles, una cancha de fútbol rápido y de basket. Es el límite entre el municipio de Tonacatepeque e Ilopango. Un agente del Cuerpo de Agentes Metropolitanos (CAM) dice que el ambiente está más tranquilo ahora. 

Él sugiere ir a conocer el sitio de un reciente hallazgo arqueológico en el municipio, cuenta que el camino para llegar es arduo y “puro montarrascal”.  “Ahora está más tranquilo, antes… Ya sabrá usted. A saber cuántos muertos no hay en esos lugares”, dice, refiriéndose a esos caminos rurales. 

Cerca de ahí otro habitante, pero del lado de Ilopango, dice que luego de la vigencia del régimen de excepción, “está más calmado, pero hace falta”. Ambos residentes coinciden que algunos pandilleros aún permanecen en la residencial, pendientes de los patrullajes militares. 

“Yo no les tengo miedo”, dice el habitante de Ilopango, desafiante. Asegura que se ha enfrentado con más de algún pandillero, que a un nieto lo mataron porque no lo supieron corregir a tiempo, y que no se habla con algunos miembros de su familia por no callarse las cosas. Es un convencido que si la educación familiar no fuera tan blanda ahora, dice, la violencia sería menos. 

Es raro encontrar una sola cuadra sin una pequeña tienda barrial, un mini comercio, una venta de comida en Altavista. Otras calles tienen negocios más grandes, comparten espacio con centros comerciales, o comercios de franquicia. Son más frecuentes los pasajes cerrados con portón en la Altavista de San Martín que en la de Tonacatepeque, o Ilopango. Un habitante confirma que eso depende de la organización de los que viven en cada polígono. “No todos se logran organizar”, dice. Cada una de las fases tiene entre 40 y 50 polígonos, cada polígono decenas de viviendas. 

Todos los habitantes a los que se les preguntó coinciden en dos puntos. Altavista ahora está menos violenta, pero prefieren no confiarse. No recomiendan por ejemplo, adentrarse en los pasajes más solitarios. Eso lleva a la segunda coincidencia: “aquí hemos sobrevivido, siempre y cuando uno no se meta con nadie, así se va pasando”, dice una vendedora. Los habitantes entrevistados por aparte dicen lo mismo. 

Es muy parecido a la máxima utilizada por los pandilleros: Ver, oír y callar. 


*Traducción de la autora del original, en inglés.

¿TE HA GUSTADO EL ARTÍCULO?

Suscríbete al boletín y recibe cada semana los contenidos en tu email.