Elecciones en Guatemala: las élites y el fantasma de la justicia

Ninguno de los esfuerzos de la élite guatemalteca impidió que el voto del descontento triunfara sobre el establishment, pero la sentencia exprés de la Corte Constitucional vuelve a elevar dudas y temores: ¿habrá llegado a su fin la sospechosa esperanza de que algo podía cambiar? ¿Es esta otra historia de ilusión con final desolador, como ocurrió con la CICIG?


“Pedimos disculpas a Guatemala, a nuestras empresas y accionistas. Reconocemos con humildad que sin saberlo se cometieron errores y que deben ser resarcidos”

Ese fue el mea culpa que los empresarios guatemaltecos más poderosos dieron en plena televisión abierta, en 2018. Aquella fue una escena inimaginable en casi cualquier país del mundo. Y mucho más en Centroamérica, donde las élites económicas son intocables. Bajo sospecha de generar financiamiento electoral ilícito, estos empresarios estaban siendo investigados por la extinta Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Fue la primera vez en la historia de Guatemala que estas élites se sintieron contra la espada y la pared al ver que su sistema de justicia –el mismo que funcionaba a su conveniencia– se fortalecía y se salía de su control.

Juraron que no volvería a pasar. Habían intentado de todo para no perder sus privilegios ni rendir cuentas a nadie. En 2016, veinte de ellos intentaron convencer a Iván Velásquez, el último comisionado de la CICIG, que como alumnos bien portados, habían aprendido la lección, pero que las investigaciones debían parar. 

“Llegaremos hasta donde lleguen las pruebas”, respondió Velásquez.

Solo les quedó la desfachatez y la matonería para volver a hacerse de las instituciones públicas y ahuyentar al fantasma de la justicia que les perseguía. Tras un pacto entre empresarios, políticos, exmilitares y crimen organizado, en 2019 lograron expulsar a la CICIG de Guatemala, dando pie a una embestida contra fiscales, jueces y periodistas independientes, mandando al exilio a treinta de ellos.

A partir de ahí, el sistema de justicia ha funcionado en un mundo paralelo, un mundo de lo absurdo: envalentonados por una fiscalía servil al oficialismo y que atiende sus denuncias a máxima velocidad, lavadores de dinero vinculados al narco y políticos corruptos se han convertido en víctimas y han levantado cargos contra fiscales y jueces que dictaron sus sentencias. El año pasado, en 72 horas se montó un caso lleno de irregularidades en contra de Rubén Zamora, director del medio de investigación elPeriódico. Durante el juicio, Zamora tuvo que cambiar ocho veces a sus abogados defensores porque la fiscalía levantaba cargos contra ellos o recibían amenazas de grupos conservadores y exmilitares. Luego de guardar casi un año de prisión preventiva, Zamora fue sentenciado el pasado 16 de junio, por lavado de dinero. 

Diez días después se realizaron las elecciones generales. El pueblo de Guatemala votó por alcaldes, diputaciones y presidencia. Ocurrió lo inesperado. El fantasma de la justicia se les volvió a aparecer: el centroizquierdista Bernardo Arévalo, del Partido Semilla –que tiene sus raíces en las masivas movilizaciones ciudadanas de 2015– saltó del octavo lugar –que era el que le otorgaban las encuestas– al segundo, detrás de Sandra Torres, con quien competirá en agosto próximo por la presidencia.

En el Congreso, a pesar de que continúa dominado por partidos políticos con fuertes vínculos a casos de corrupción, el partido Semilla pasó de tener siete diputaciones a 24. Arévalo ha prometido que, si gana la segunda ronda presidencial, repatriará a los jueces, fiscales y periodistas que se encuentran en exilio, y reavivará la lucha contra la corrupción.

Y es que las élites guatemaltecas aún no se la creen. Pensaron que habían configurado las elecciones a su favor con el bloqueo de tres candidaturas que amenazaban con diluir el voto de la derecha. Sirva de ejemplo el caso de la histórica líder indígena Thelma Cabrera, quien ni siquiera logró registrar su candidatura presidencial porque el Tribunal Supremo Electoral (TSE) argumentó que su compañero de fórmula, el exprocurador de los derechos humanos, Jordán Rodas, tenía una denuncia administrativa sin resolver. Rodas ni siquiera había sido notificado de la denuncia en su contra. También está el caso de un terrateniente que, a media campaña, ya había construido su candidatura como el outsider de la política, pues se colocó como favorito en las encuestas, al consolidar un 23 % de apoyo. Semanas más tarde, su candidatura fue cancelada y quedó fuera de la contienda electoral.

Ninguno de estos esfuerzos impidió que el voto del descontento triunfara sobre el establishment. En las elecciones del pasado domingo 25 de junio, el gran ganador fue el voto nulo, que superó por 90 mil a los votos de Sandra Torres. La candidata presidencial más votada recibió el 20 % de los votos válidos. En segundo lugar quedó Arévalo, con un 15 por ciento.

Y así sonaron las alarmas en los círculos conservadores. Las élites llevaban una semana sin conciliar el sueño, imaginando a ese fantasma que acechaba todas las noches. Tardaron varios días en reagruparse y finalmente dieron el golpe en la mesa. Se abalanzaron abruptamente contra los resultados electorales, sin importarles que casi la totalidad de las actas ya estaban escrutadas y los resultados ya habían sido anunciados por el TSE. No les importó. Querían mostrar «quién manda en Guatemala». La Corte Constitucional terminó aceptando un amparo interpuesto por nueve partidos de derecha que denunciaron fraude. En una sentencia exprés, la Corte ordenó al Tribunal Supremo Electoral no oficializar los resultados hasta que se realice un cotejo de actas. Las misiones de observación han catalogado esta decisión como ilegal y que abre peligrosamente el espacio para modificar los resultados originales de las elecciones.

¿Habrá llegado a su fin la sospechosa esperanza de que algo podía cambiar? ¿Es esta otra historia de ilusión con final desolador, como fue el paso de la CICIG por Guatemala?

Al final, la democracia de mercado –donde todo gira alrededor de la acumulación de votos; donde importa más elegir que participar; donde nos involucramos en política una vez cada dos o cuatro años, marcando una papeleta– ha permitido lo que ha ocurrido en Guatemala en estos días: mover un par de hilos para controlar a la institución que cuenta los votos y así disfrazar de legalidad la continuidad de la impunidad. Sin embargo, cooptar a un pueblo consciente, organizado y participativo es más difícil.

Por mucho que las élites y grupos criminales estén decididos a afincar su poder en Guatemala, la ciudadanía tendrá la última palabra. Fue ésta la que en 2015 expuso a un presidente en funciones y que logró que el Congreso le quitara su inmunidad. No me cabe duda de que será capaz de defender los resultados electorales del pasado 25 de junio. 

Cuando no hay instituciones confiables, la organización ciudadana es la única avenida.

A pesar de largos años de cooperación, a la comunidad internacional también le toca revisar su modelo de diplomacia cordial; ese que no ha logrado evitar el resurgimiento de regímenes abiertamente opresivos y totalitarios, como el de Bukele, Ortega y el entramado de corrupción en Guatemala. La comunidad internacional debe entender que al estado de derecho no lo garantiza un sistema de pesos y contrapesos, sino una ciudadanía preparada y dispuesta a manifestarse en su defensa.


  • Gerardo C. Tobar es ingeniero de la Universidad Don Bosco, politólogo y apasionado de la gestión cultural.

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