El 2016 fue un año de revelaciones, de hallazgos que impactaron la opinión pública en temas de transparencia y anticorrupción, pero también de sobresaltos para aquellos que se creían más allá de la ley y de cualquier investigación administrativa o judicial que los expusiera como lo que fueron siempre: funcionarios corruptos más interesados en incrementar su patrimonio que en garantizar el bien común.
El 2017 será el año de los jueces, de los verdaderos jueces que no tengan temor para aplicar la ley a quien sea, de aquellos dispuestos a superar la “dolorosa” incapacidad a la que se refirió hace veinticuatro años la Comisión de la Verdad.
Hemos visto por primera vez las imágenes de allanamientos a las residencias de un expresidente, vimos casi en directo el proceso de detención del ex fiscal general y hemos sido testigos de incontables operativos de búsqueda y captura de funcionarios municipales, judiciales y de varias dependencias que formaban parte de redes criminales que no solo se apropiaron de fondos públicos, sino que, además, construyeron desde sus despachos verdaderas redes criminales, capaces de abusar del poder y a la vez de enriquecerse gracias a la asignación de contratos oficiales.
Esta sensación de que El Salvador comienza a cambiar, gracias a la información que se está conociendo a través de redes sociales y de los medios de comunicación, no debería dar paso a una sensación de triunfalismo entre la sociedad civil organizada y menos entre los ciudadanos. Las revelaciones conocidas hasta hoy son apenas eso: la manifestación de una verdad secreta y oculta que durante mucho tiempo hizo un gran daño a la convivencia y al Estado de Derecho ante la mirada cómplice de un órgano judicial, incapaz de tomar medidas inmediatas para detener los abusos de poder y el robo de los fondos públicos.
Reconocer lo anterior y mostrar públicamente las evidencias de lo ocurrido es solo el punto de partida, no de llegada a la necesaria erradicación de la impunidad que históricamente ha marcado a nuestro país.
En El Salvador de hoy, apenas estamos conociendo la forma de actuar de verdaderas mafias que siguen enquistadas en la administración pública y local, que siguen siendo capaces de hacer daño y de amenazar a ciudadanos y periodistas, mientras pactan con las redes del crimen transnacional nuevas formas de hacer uso de la administración del Estado para garantizar la impunidad, incrementar sus ya cuantiosas ganancias y mantener el tráfico de influencias, así como el reparto de cargos públicos entre sus más oscuros aliados.
Esta situación ya fue advertida por la Comisión de la Verdad en su Informe de 1993, cuando entre sus recomendaciones finales señaló: “…Un elemento que se destaca dolorosamente […] es la notoria deficiencia del sistema judicial, lo mismo para la investigación del delito que para la aplicación de la ley, en especial cuando se trata de delitos cometidos con el apoyo directo o indirecto del aparato estatal…”. La investigación del delito de corrupción y de otras conductas punibles relacionadas pasa necesariamente por construir las siempre ausentes capacidades dentro del mismo Estado para investigarse a sí mismo, para depurar a sus miembros cuando se corrompen y para privilegiar solamente a aquellos que estén a la altura de su mandato constitucional, así como de las amplias expectativas ciudadanas que ahora demandan resultados.
El correcto desempeño en los cargos públicos no implica un concurso de popularidad ni una carrera hacia la fortuna desmesurada -como les ha ocurrido a algunos. Evaluar estos comportamientos va a requerir para el próximo año el compromiso de todos los jueces de la República, de aquellos que pertenecen a la carrera judicial, pero también de quienes actúan como tales desde un sinnúmero de organismos oficiales que deben cumplir la misión de evaluar las acciones y omisiones de los servidores públicos; aquí también tendrán un papel importante los magistrados de la Corte de Cuentas de la República, los miembros del Tribunal de Ética Gubernamental -si es que se enteran- y los comisionados del Instituto de Acceso a la Información Pública.
El año 2016 vio coronarse el esfuerzo de muchos ciudadanos que no cesaron en su empeño de exigirle información a las dependencias oficiales, de periodistas que se atrevieron a preguntar, a cuestionar el ejercicio del poder y a buscar la verdad entre archivos dispersos y fuentes temerosas. Fue el año de aquellos buenos servidores públicos que siempre han estado conscientes de la importancia de cumplir responsablemente con su deber y que en efecto lo hicieron. Y finalmente, ha sido el año de los activistas, de los que comienzan a pasar de la organización a la acción mediante el uso del espacio público y de la protesta pacífica.
Bien mirado, el 2016 ha sido el año en el que comienzan a darse pasos en la dirección correcta, en el que de manera tambaleante y a veces hasta dudosa una nueva generación de ciudadanos de todas las edades y condiciones económicas comienza a exigir cuentas y resultados, a no conformarse con las explicaciones simplistas de los funcionarios de ayer y de hoy, y a demandar honestidad, pero también eficiencia.
El 2017 será el año de los jueces, de los verdaderos jueces que no tengan temor para aplicar la ley a quien sea, de aquellos dispuestos a superar la “dolorosa” incapacidad a la que se refirió hace veinticuatro años la Comisión de la Verdad; la oportunidad está allí: los jueces tendrán la última palabra contra la impunidad y la corrupción. ¿Se atreven?
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