2016

Toca hacer recuento. 2016 fue un año duro por muchas cosas. Pero también dejó lugar para algún atisbo de luz.

Donald Trump, un racista, icono autonombrado del capitalismo más letal fabricado en los Estados Unidos, jurará como presidente de la nación más poderosa del mundo en enero.

Se murió el dictador más longevo del continente, que era también el último revolucionario.

Estados Unidos y México deportaron a poco más de 47,000 salvadoreños que intentaban cruzar sus fronteras sur. De la Unión Americana regresaron a 17,512 menores salvadoreños que viajaban solos, y a 27,114 unidades familiares.

En El Salvador, la guerra no declarada entre las pandillas MS-13, las dos facciones del Barrio 18 y el Estado nacional provocó la mayor parte de los 5,150 homicidios perpetrados al 19 de diciembre de 2016; esto es un promedio de entre 14 y 15 asesinados cada día. En 2016 aumentaron también las denuncias de abusos, ejecuciones extrajudiciales, torturas y desapariciones forzadas atribuidas a la fuerza pública, según lo que ha reporteado en el terreno Revista Factum.

El Salvador seguirá siendo, en 2017, un lugar muy violento, un país en el que los atisbos de esperanza pueden apagarse tan rápido como los fuegos artificiales que inundarán la noche de San Salvador el 24 y 31 de diciembre. Las mafias volverán, como han hecho en Guatemala, a intentar convertir en callejones sin salida las veredas abiertas en la lucha contra la impunidad.”

El Estado salvadoreño, carcomido por la corrupción, la ineficiencia y el secuestro partidario del que ha sido objeto desde que el FMLN y el Gobierno de Alfredo Cristiani firmaron la paz en 1992, siguió siendo incapaz de enfrentar la epidemia de violencia.

Las pandillas, empoderadas por la tregua de la administración Funes pero también por las ofertas electorales hechas por funcionarios de la administración Sánchez Cerén y miembros de ARENA, apostaron por chantajear el Estado con la moneda que mejor saben usar: la violencia letal. Decidieron, así, hacer objetivos a agentes de la fuerza pública y a sus familias. La Policía Nacional Civil y la Fuerza Armada, diezmadas también por dos décadas y media de corrupción y desidia, contestaron en buena medida como si fuesen una pandilla más: tolerando actuaciones ilegales de sus mandos y permitiéndoles emprender un ajuste de cuentas que ha sumido a El Salvador en un nuevo abismo de violencia.

Los hilos de esperanza que alcancé a percibir en medio de la vorágine llegaron, como suelen, en las historias de las víctimas, en su afán por buscar la justicia a pesar de todo, aun del riesgo de ser revictimizadas por un sistema en esencia corrupto.

El atisbo de algo mejor lo conocí en marzo de este año, cuando doña Yolanda me contó como una unidad del ejército salvadoreño desapareció a su hijo Óscar Leyva en Armenia, Sonsonate, en 2015. La mujer vino a Estados Unidos con su esposo para escapar de la muerte, pero también para contar aquí algo que sigue siendo difícil decir en El Salvador: “A mi hijo no lo desaparecieron las pandillas, a mi hijo lo desapareció la Fuerza Armada”, dijo ante un grupo de estudiantes y catedráticos de una universidad en Washington, DC. Voces como estas han hecho muy difícil al Estado salvadoreño salir del embrollo con mentiras o excusas diplomáticas.

Voces como las de doña Yolanda han hecho que el problema, al menos, deje de estar oculto. Incluso el Departamento de Estado de los Estados Unidos señaló, en su informe anual sobre los Derechos Humanos en el Mundo, la posibilidad de que en El Salvador vuelva a haber ejecuciones extrajudiciales y desapariciones.

Doña Yolanda me recordó a otra mujer salvadoreña que se llama Lucía de Cerna, testigo ocular de la masacre de los jesuitas en 1989. Como Yolanda en 2016, Lucía se negó a callar hace más de 25 años. Gracias en gran parte a ellas, a sus valentías, sentar a los agentes del Estado salvadoreño en el banquillo sigue siendo posible. Y eso es bueno. Sano para la democracia. El Salvador sigue siendo un lugar donde la justicia se logra a golpe de la sangre de su mejor gente.

Durante 2016 hubo, también, múltiples denuncias de casos de corrupción atribuidos a funcionarios y ex funcionarios públicos. Entre los más destacados están el asocio entre el vicepresidente de la República, Óscar Ortiz, y el empresario José Adán Salazar Umaña, alias Chepe Diablo y supuesto líder del Cartel de Texis, una de las organizaciones de narcotráfico a las que Naciones Unidas atribuye nexos con el sistema político nacional. Y la corrupción atribuida a el ex fiscal general Luis Martínez, acusado por su sucesor de favorecer a privados, por el Tribunal de Ética Gubernamental de recibir dádivas y señalado por Probidad por gastos con fondos públicos que incluyen gastos de decenas de miles de dólares en joyas.

2016 volvió a demostrar, con mucha claridad, que el sistema político salvadoreño no tiene reparos en congeniar con la corrupción, en encubrirla e incluso premiarla.

La elección de Guillermo Gallegos como presidente de la Asamblea Legislativa, por ejemplo, desafía cualquier intento de imaginar la posibilidad de que los partidos políticos tengan otro horizonte que no sea el beneficio endógeno, el de ellos mismos y sus asociados. Ayúdeme que le ayudo, parece ser aún la máxima que rige las actuaciones de los representantes elegidos por el soberano.

Gallegos, un diputado señalado por beneficiarse a costa de las arcas públicas y de haber tenido relaciones íntimas con oscuros operadores políticos como Adolfo Tórrez o Herbert Saca, es presidente de la Asamblea Legislativa. ¿Qué dicen los otros partidos? El FMLN, nada: la presidencia compartida -año y medio para ellos y otro año y medio para GANA, partido del susodicho, fue un pacto entre ambos. ¿ARENA? Nada: hoy esa derecha se dedica a sacar el mejor provecho del flamante presidente.

La elección del Gallegos como líder del primer órgano del Estado.

La relación entre el vicepresidente Óscar Ortiz y José Adán Salazar Umaña, un señalado como líder del narcotráfico internacional. Y, luego, el nuevo ejercicio de atrincheramiento del FMLN en viejas excusas ideológicas, que bien entrado el siglo XXI siguen siendo buenas para mantener encendido a su redil, ante los señalamientos por la corrupción de sus dirigentes y la inoperancia de muchos de sus funcionarios.

Y la intrascendencia de la derecha representada en ARENA, que incapaz de reconstruirse tras el asalto a manos del clan Saca sigue dando bandazos en su intento por volver a ganar el poder del Ejecutivo para, como siempre, gobernar en favor de los viejos capitales (y de los nuevos: ayúdeme que le ayudo).

Un panorama sombrío, sí, pero acaso esperanzador: en la decadencia de estos partidos y sus líderes puede estar la semilla de nuevas formas de representación política, más ciudadanas, más modernas, menos corruptas y clientelistas.

Es posible pensar, si uno opta por el optimismo a la hora de recorrer los hechos, que la inercia de la historia que nos rodea empujó un poco los destinos de El Salvador en 2016. Algo pasó en Guatemala y en Honduras a finales de 2015. Las gentes de esos países salieron a las calles a protestar por la corrupción y eso, sin duda, dio nuevos aires a los esfuerzos de lucha contra la impunidad, como la empujada por la CICIG y el Ministerio Público de Guatemala o la incipiente y muy débil iniciada en Honduras a través de la MACCIH.

En El Salvador no hubo manifestaciones más allá de algunas reuniones callejeras pírricas motivadas casi siempre y de nuevo por intereses partidarios. La ciudadanía sigue, por lo visto, secuestrada por las banderas caducas del conflicto armado.

Lo que sí hubo en 2016 fue un renacimiento institucional, protagonizado por la sección de Probidad de la Corte Suprema de Justicia y la Fiscalía General de la República, gracias a una especie de tormenta perfecta que juntó las denuncias de medios de prensa independientes, como esta Revista o El Faro, la insistencia de muchas víctimas, la valentía de algunos defensores de derechos humanos, el trabajo silencioso de los pocos funcionarios públicos que se resisten a los viejos usos de sus correligionarios y, sí, la presión insistente de la comunidad internacional, encabezada por embajadas como las de Estados Unidos, Alemania o España.

Gracias al trabajo de Probidad y al atrevimiento de la Fiscalía los últimos tres hombres que ocuparon la silla presidencial de El Salvador han sido investigados y procesados penalmente por corrupción y enriquecimiento ilícito. Uno, Francisco Flores, murió antes de la resolución de su caso en los tribunales. Otro, Antonio Saca, está preso. Y el último, Mauricio Funes, huyó a Nicaragua, donde está asilado. Dos de ARENA y el primero del FMLN, lo cual, de entrada, elimina uno de los bulos más recurrentes del oficialismo: Probidad y la Fiscalía son agentes de la derecha y del imperialismo internacional.

Gracias al trabajo de ambas instituciones, El Salvador conoció a finales de noviembre la condena por enriquecimiento ilícito contra Leonel Flores Sosa, director del Seguro Social durante la administración Funes. La condena es la primera de este tipo en el país.

Todo es, sin embargo, muy incipiente. Muy frágil. El Salvador seguirá siendo, en 2017, un lugar muy violento, un país en el que los atisbos de esperanza pueden apagarse tan rápido como los fuegos artificiales que inundarán la noche de San Salvador el 24 y 31 de diciembre. Las mafias volverán, como han hecho en Guatemala, a intentar convertir en callejones sin salida las veredas abiertas en la lucha contra la impunidad.

Toca seguir bregando con una sola bandera en mente, la que tan bien ondearon los seleccionados de fútbol de playa en 2016 (parece que en El Salvador las mejores gentes son las que nunca se dan por vencido a pesar de su pobreza lapidaria).

Si los atisbos de 2016 se quedan en eso, el círculo de la violencia no terminará nunca de cerrarse. Y los salvadoreños seguirán viajado por decenas de miles en pos del difuso sueño americano que, con Trump en el despacho oval de la Casa Blanca, se difuminará aún más. La gran mayoría de los salvadoreños que ya viven aquí, los otros héroes de la historia nacional contemporánea, darán lucha de la única forma que saben: trabajando, duro, para llevar a los suyos la posibilidad de vivir con una pizca más de dignidad.

2016 fue duro, escribí. Y abrió algunas veredas de esperanza que toca caminar en 2017.

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