La Policía Nacional Civil ha alcanzado un deterioro tan alto que debe considerarse disolverla para crear una nueva, dice la investigadora salvadoreña Jeannette Aguilar, exdirectora del Instituto Universitario de la Opinión Pública. Con agentes que actúan “igual o peor que los pandilleros” y vinculados a estructuras paralegales, la PNC puede suponer incluso una amenaza para el mismo gobierno y ofrece baja capacidad para combatir la delincuencia. Aguilar también analiza la situación de la Policía Nacional de Nicaragua tras un año de crisis política en ese país, y su diagnóstico es similar: “Honestamente creo que en Nicaragua y El Salvador lo mejor sería crear nuevas policías”.
Foto FACTUM/Luis Mejía
El Salvador y Nicaragua enfrentan un reto similar en seguridad pública: disolver sus policías o por lo menos someterlas a profunda reforma y depuración, so pena de que tras su desnaturalización progresiva de los últimos meses o años en cualquier momento puedan convertirse ellas mismas en estructuras que amenacen la estabilidad de cualquier gobierno.
Jeannette Aguilar, que hasta julio de 2018 fue directora del Instituto Universitario de Opinión Pública (IUDOP), de la UCA, y que tiene años estudiando los aparatos policiales en la región, y los fenómenos de violencia y de victimización, sabe que desarticular la Policía Nacional de Nicaragua o la Policía Nacional Civil salvadoreña no sería una tarea fácil ni mucho menos, pero cree que se ha llevado a las instituciones a tal punto que, como funcionan en este momento, ya no son útiles para contener la criminalidad y, por el contrario, están a un paso de ser más una amenaza para el Estado y la ciudadanía en general.
“En el caso de la Policía nicaragüense, las atrocidades cometidas durante el último año marcan un antes y un después”, señala. “Aunque no lo hemos documentado, yo creo que el fenómeno de Nicaragua tiene un efecto expansivo en la crisis de criminalidad organizada en Centroamérica”, añade.
En el caso de la PNC salvadoreña, con numerosos casos documentados de participación de agentes en extorsiones, grupos de sicariato y asesinatos hechos pasar como muertes en enfrentamientos a tiros, al gobierno del presidente Nayib Bukele que asume este 1 de junio de 2019 no le quedará mucho margen de maniobra si desea tener una gestión exitosa a la cabeza de uno de los países más violentos del mundo. “Si no se hace una reforma estructural a la Policía que incluya un replanteamiento de enfoque, una depuración, difícilmente va a poder encarar la violencia criminal y hasta podrá ser una amenaza para él mismo y para la estabilidad del Ejecutivo, porque estas situaciones generan grupos que disputan al Estado el monopolio del podery, en esa medida, tienen la posibilidad de extorsionar al Estado”.
Nicaragua se ha establecido en Centroamérica como un muro de contención para el narcotráfico y las pandillas que dominan países como El Salvador. No obstante, con la crisis de violencia que inició en abril de 2018 se observa un alza en los niveles de inseguridad. En el anuario estadístico policial 2018, por ejemplo, el delito de homicidio -incluyendo las víctimas de la represión- pasó de 7 a 11 por cada cien mil habitantes. ¿Podría Nicaragua encaminarse a una realidad delictiva comparable a las de Honduras o El Salvador?
Sí, creo que eso era previsible. Ya hace cerca de diez años hablábamos con unos colegas que también investigan el tema de seguridad, que en la medida en que fuera aumentando la violencia sociopolítica en Nicaragua se iban a generar las condiciones para el aumento de la violencia social y de la violencia criminal. Eso es lo que está pasando. En la medida en que la violencia sociopolítica se ha agravado, han ido emergiendo nuevas dinámicas sociales y criminales, en alguna medida también creadas deliberadamente por el régimen de Ortega para perpetuarse en el poder.
Cito el caso del uso instrumental de las pandillas como grupos de choque. Sabemos que en varios procesos electorales, Daniel Ortega y su régimen utilizaron grupos de pandillas como un recurso para amedrentar a los electores o a los ciudadanos, y como un recurso de choque cuando los ciudadanos se lanzaban a las calles para protestar por los fraudes electorales.
En 2008 participé como observadora de las elecciones legislativas y municipales, y fue muy preocupante ver a todos estos grupos de choque pagados por el régimen amedrentando a los ciudadanos inconformes con el fraude electoral de esos días. Ese uso instrumental de la violencia y de los actores de la violencia termina potenciando la emergencia de dinámicas criminales porque esos grupos cobran vida propia.
Lo mismo en el caso de los paramilitares, creados bajo determinadas coyunturas políticas, y luego estos grupos se instalan dentro del escenario de los actores criminales como uno más, con el agravante de que son estructuras de crimen organizado a diferencia de la delincuencia común.
¿Qué señales hay de que Nicaragua pueda estar encaminándose a realidades como las de Honduras o El Salvador?
En la medida en que se han potenciado estas estructuras criminales -grupos paramilitares y grupos de pandillas-, ha aumentado la violencia delincuencial o con motivaciones económicas. Además, en la medida en que el Estado ha optado por recurrir a grupos paramilitares como complemento en las estrategias de represión política o ha utilizado pandillas, va cediendo y va perdiendo control del monopolio del uso de la violencia y va cediendo espacios a estas estructuras. Hay que agregar otro factor, y es que Nicaragua, si bien es cierto que no figura estadísticamente entre los países con mayores niveles de delitos violentos, tiene una dinámica de narcoactividad por su posición respecto a la costa caribe, que ha favorecido el narcotráfico. No sabemos ahora qué está pasando con las dinámicas de narcoactividad ahora, pero sabemos que ha aumentado exponencialmente la producción de cocaína, principalmente en Colombia, después de los acuerdos de paz, y hay un excedente de producción, que se traduce también en un aumento de la comercialización y de la oferta, y tomando en cuenta que Centroamérica es el principal corredor de paso de la cocaína entre el sur y el norte, adelantamos que esto podría estarse agravando, ahora más encubierto por la violencia política y la conflictividad social.
El régimen de Daniel Ortega entregó en mayo de 2018 armas a cientos de civiles, los paramilitares. Organizaciones de derechos humanos han documentado la coordinación de estos grupos con la Policía. ¿Podría ser la entrega masiva de armas un factor que atente contra la seguridad histórica de la que ha gozado Nicaragua?
Sin duda, sin duda. El hecho de recurrir al paramilitarismo como una estrategia política no solo agrava la crisis sociopolítica, sino que en general favorece la emergencia de dinámicas criminales, porque estas estructuras son funcionales a veces coyunturalmente para el régimen, pero luego cobran vida propia. Una de las modalidades que adoptan es la de estructuras de sicariato.
En ese contexto, al margen de que Nicaragua lograra salir de esta crisis sociopolítica en el menor plazo posible, estas dinámicas que se han instalado no van a desmontarse tan rápido, sobre todo en un país con un legado autoritario y con una historia de violencia que tiene que ver con su pasado bélico, al igual que El Salvador. Hay una tradición de participación en conflicto armado, que en la memoria histórica y social se activa cuando suceden este tipo de cosas.
En El Salvador, por ejemplo, la Policía ha decomisado a pandilleros fusiles como M-16, que son armas de uso privativo de la Fuerza Armada. Precisamente, según investigaciones periodísticas, armas como esas fueron utilizadas por paramilitares en Nicaragua contra la población civil, particularmente, entre los meses de junio y julio, cuando se ejecutó la “operación limpieza”. Adicionalmente al peligro de incremento de la delincuencia, ¿a qué riesgos se enfrenta una nación cuyo gobierno arma a civiles como si fueran a una guerra?
Esto se traduce en la instalación de un régimen de terror que en algún momento se le puede salir de control al régimen, y que puede convertirse también en un mecanismo de presión y de desestabilización para el régimen. Lo que tenés son ejércitos paralelos que socavan la gobernabilidad porque pueden disputar al Estado el monopolio del uso de la fuerza.
En el mediano plazo puede haber una amenaza para cualquier gobierno, ya sea para el mismo Ortega, si continúa, o para cualquier otro que llegue, como ha sucedido en Colombia. El fenómeno del paramilitarismo no se logró desmontar en Colombia y ha tomado distintas formas: ofrecer servicios a grupos élites políticos o grupos élites empresariales, en esta lógica de utilizar la violencia como mecanismo de lucha política. Los políticos de turno pueden recurrir a estas estructuras como un mecanismo para socavar a los adversarios, y eso genera incertidumbre, inseguridad jurídica, violencia extralegal que se instala junto a la violencia que ejerce la Policía de Nicaragua.
Dice que estos grupos paramilitares podrían ponerse en contra del mismo Ortega. ¿Cómo podría suceder esto, dado que parecen estar tan supeditados a él que…?
Seguramente en este momento cuenta con el apoyo de ciertos sectores con experiencia militar porque les está pagando, pero en la medida en que esto acabe, como estos grupos responden a los intereses del mejor postor, pueden volverse una amenaza.
En el caso salvadoreño, por ejemplo, yo he insistido en que la proliferación de tantas estructuras paralelas y clandestinas de inteligencia que se han venido instalando en el país constituyen una amenaza a la estabilidad de gobiernos, de los funcionarios y de los mismos ciudadanos. Todos estamos expuestos a ser blanco de la persecución o de espionaje de estas estructuras. Se va perdiendo gobernabilidad, se va perdiendo el monopolio del uso de la fuerza y, con ello, se abre un margen para que estas zonas grises, ámbitos, espacios, territorios, donde no hay control del Estado, sean cooptados por otros actores, en este caso, actores ilegales.
Un punto que también preocupa a los especialistas es la impunidad con la que operan los grupos paramilitares en Nicaragua. ¿La impunidad puede abonar a crear mayor violencia en el país?
Sí da un margen de mayor impunidad porque reduce la posibilidad de investigar a estas estructuras, ya que no son parte formal del Estado, pero a la vez, por servir al Estado, se reduce el riesgo de una sanción del Estado.
Creo que Ortega recurrió a este mecanismo porque no ha tenido todo el apoyo ni de la fuerza armada ni, probablemente, de algunos sectores de la Policía. El régimen no se esperaba manifestaciones masivas, un rechazo tan generalizado de la población y esto lo obligó a buscar un complemento del recurso institucional formal: recurrir a estructuras paralegales, que desde mi perspectiva ya estaban funcionando, quizás no de forma tan visible, pero que se habían estado gestando en la medida en que el régimen fue perdiendo apoyo social y político.
¿Usted cree que estos grupos no nacieron con la protesta de abril de 2018?
Yo tengo la hipótesis de que estas estructuras venían funcionando desde antes con una violencia más selectiva y menos visible, como fuerzas de choque frente ante una eventual crisis.
Paramilitares han asegurado a medios de comunicación que la Policía Nacional tenía control de las armas que ellos utilizaban, pero tomando en cuenta que la Policía ha sido usada para ilegalidades como reprimir la manifestación pacífica, abuso sistemático de la fuerza, capturas y retenciones ilegales en El Chipote y hasta asesinatos, ¿cuán minada puede estar la limpieza de la institución como para que sea garantía de que esas armas no serán usadas en delincuencia común ni alimentarán el mercado negro?
Difícilmente la Policía o el gobierno tendrán controladas totalmente las acciones de estas estructuras. Seguramente estas estructuras, aparte de operar con servicios para el régimen, también tienen sus propios mercados ilegales, en este caso, a partir del uso instrumental de la violencia, y uno de ellos, sin duda, es la participación que pueden tener o que ya tenían en estructuras de crimen organizado.
Es una incógnita lo que se viene para una región con narcoactividad, con crimen organizado y con tráfico de armas que ha sido alarmante en las últimas dos décadas. El que hayan emergido todos estos fenómenos en Nicaragua junto a una Honduras con instituciones policiales y de seguridad altamente corruptas, y junto a un El Salvador con violencia generalizada y con estructuras paralegales, genera un escenario de mucha crispación y propicio para el aumento de los mercados ilegales y de las dinámicas criminales en todo el istmo. Aunque no lo hemos documentado, yo creo que el fenómeno de Nicaragua tiene un efecto expansivo en la crisis de criminalidad organizada en Centroamérica.
¿Se podría haber fortalecido la estructura de las pandillas, entendidas estas no como los grupos de choque que organiza el gobierno, sino como los grupos que encontramos en los barrios?
Una de mis inquietudes en este contexto es qué ha pasado con las pandillas nicaragüenses, que en relación a sus homólogas del triángulo norte eran pandillas más atomizadas, menos estructuradas, menos armadas y menos violentas. En el caso de Nicaragua eran más un fenómeno de pandillas juveniles vinculadas a barrios pobres, sobre todo. En esta línea, también habría que ver qué niveles de vinculación o acercamiento tienen hoy con la MS o con el Barrio 18.
¿Cómo pudo abrirse la puerta a un acercamiento con la MS-13 o el Barrio 18?
En momentos en que el brazo represivo del gobierno o de un Estado se enfoca en un fenómeno social -como en su momento ocurrió en El Salvador con las políticas de mano dura-, se genera un espacio que llegan a ocupar otros grupos. Es un poco de eso lo que sucede en México cuando un grupo pierde control sobre una plaza: llega otro grupo de narcotráfico a ocuparla. Con un gobierno ocupado en reprimir la protesta, han quedado espacios sin control que pueden ser aprovechados por otros actores.
… Que podrían ser pandillas o crimen organizado…
… O una mezcla de ambas, que es algo que tampoco se descarta.
Volvamos a la Policía. El gobierno de Ortega dio a los agentes licencia para disparar, golpear, amenazar y torturar a los manifestantes. ¿Estamos hablando de policías que se han convertido en criminales?
Por supuesto. En este caso, son policías criminales legitimados por un Estado, porque este régimen de terror que se ha instalado en Nicaragua ha estado promovido y liderado por el propio Ejecutivo, de manera que hay una cadena de responsabilidad que comienza con el presidente de la república y que pasa por los oficiales que están liderando estas operaciones. Es importante la investigación de los autores materiales, de los que han disparado, de los que han torturado, de los que han ejecutado con total impunidad, pero también en la línea de la cadena de mando, de los responsables políticos, no solo operativos, del mando estratégico de esas operaciones. Esto implicaría mecanismos de justicia transicional. Nicaragua debe pensar una transición que implique mecanismos de reparación, sanción moral para el gobierno, investigación, judicialización de algunos casos, y una transición que implique recuperar algo de la institucionalidad que tal vez no esté tan contaminada.
El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la OEA recomendó la depuración de la Policía Nacional de Nicaragua por su represión contra los manifestantes. También sugirió que se investigue a la cúpula policial por crímenes de lesa humanidad. Si a esto añadimos las actuaciones ilegales que mencionábamos antes, ¿bastaría depurar la Policía o debe crearse una nueva?
La policía en cualquier sociedad es una institución clave para el sostenimiento del sistema político y sobre todo cuando hablamos de una democracia. De alguna manera el estado de la policía refleja el estado de salud de la democracia. Si en Nicaragua se logra hacer una transición política que permita la salida del régimen y la instalación de un nuevo gobierno, se va a necesitar avanzar en procesos de reforma institucional a fondo, sobre todo porque lo que hemos tenido es una captura de toda la institucionalidad del Estado por parte del régimen, y en el caso de la Policía obligaría a plantear un proceso de reforma o la creación de una nueva policía. Las atrocidades que la Policía nicaragüense ha cometido en este período marcan un antes y un después en términos de que se han instalado prácticas de vulneraciones sistemáticas de derechos, con todo el respaldo del Estado. La Policía han cometido crímenes de lesa humanidad con aval del Estado, que sin duda marcan un modo de ser, un modo de hacer policía, un modo de hacer seguridad.
En esa línea se requerirá no solo una investigación, procesamiento e inhabilitación de los oficiales en la línea de la cadena de mando que lideraron estas operaciones, sino también, como lo estoy planteando para la Policía salvadoreña, un proceso de reforma policial o crear una policía nueva.
¿De qué dependería que se plantee solo una reforma o que se plantee sustituirla?
Los modelos de reforma policial en Latinoamérica han tomado diferentes modalidades, y una de ellas, como los casos de Guatemala y El Salvador, incluyó la creación de instituciones nuevas. En los casos de Nicaragua y El Salvador fue claramente un reciclaje de excombatientes, de uno u otro bando, pero en otros casos ha implicado reformas institucionales de gran calado, con procesos de depuración.
Yo creo que hay que hacer una evaluación. No me atrevería a formular una propuesta para el caso nicaragüense porque debería conocer un poco más a fondo la situación interna de la Policía, pero ya desde hace años dentro de la Policía nicaragüense había diferencias de visiones y Ortega lo que estuvo haciendo fue garantizar lealtad dentro de la policía con el nombramiento de oficiales cercanos a él, leales, pero esto ya había generado mucho descontento. Lo que hay que determinar es si toda la Policía como corporación o si los principales oficiales se han sumado o legitimaron estas acciones y si ha habido grupos disidentes que los han adversado. Una vez investigás eso, se comienza con depuración y se plantea una línea de trabajo que apunte a una reforma policial, que incluya una transformación en la misión y el mandato de la Policía y la instalación de mecanismos de control interno, que ya existían pero que en este contexto se desactivaron para permitir la impunidad.
Usted tiene reservas sobre depurar o crear nuevas policías, pero ya en febrero de este año se pronunciaba públicamente por disolverlas. “Dos policías centroamericanas deberían ser disueltas y sustituidas por nuevos cuerpos, por el bien de la población: la nicaragüense y la salvadoreña”, dijo en su cuenta de Twitter. ¿Por qué hoy considera la posibilidad de que baste una reforma?
Es que las reformas pueden incluir la creación de nuevas instituciones, como ya sucedió antes en El Salvador y Guatemala. En el caso de estas dos -Nicaragua y El Salvador-, honestamente, creo que lo mejor sería crear nuevas, pero la viabilidad política de esa decisión en el corto y mediano plazo es poca, por lo que pensando en los procesos políticos que podrían suceder en la actual etapa de crisis de Nicaragua, quizá lo más viable es una reforma que incluya una depuración a fondo y una reestructuración y replanteamiento de su misión y de su compromiso democrático.
Con el deterioro que han tenido, ¿se puede recuperar algo de la institucionalidad de estas policías?
Yo creo que hay que hacer una evaluación. No podés eliminar de un plumazo una institución y crear una nueva totalmente. Habría que hacer todo un proceso, pero en este momento en Nicaragua es inviable hacer una transición para un nuevo gobierno, manteniendo la policía tal cual como está.
Es parecido a lo que sucede en El Salvador con el próximo gobierno de Nayib Bukele: encarar el desafío del fenómeno de la criminalidad y de la violencia con la Policía tal como está es totalmente inviable, porque ella misma se ha convertido en un factor de riesgo. Hemos visto que a veces los policías actúan igual o peor que los criminales, actúan igual o peor que los pandilleros. En esa línea se convierte en una amenaza, no solo para un individuo sino para un colectivo social. No podríamos avanzar hacia un proceso de replanteamiento con enfoque de reducción progresiva de la violencia, si no hacemos una reforma de gran calado.
En el caso salvadoreño lo tengo claro: si no se hace una reforma estructural a la Policía, de orden institucional, una reorganización, un replanteamiento de enfoque, una depuración, difícilmente Bukele va a poder encarar la violencia criminal, y hasta puede ser una amenaza para él mismo y para la estabilidad del Ejecutivo, porque se genera grupos que disputan el monopolio del poder con el Estado, y en esa medida tienen la posibilidad, a veces, de extorsionar al Estado.
En caso de que no se refundara o reformara profundamente estas policías y se les mantuviera tal cual funcionan hoy, ¿cuál sería el escenario esperable?
La descomposición institucional va evolucionando y va generando nuevos elementos que hacen cada vez más inviable y más remoto desmontar la violencia criminal. Políticamente también se hace cada vez más insostenible manejar una situación de caos como la que está viviendo el país: hemos visto en este último año y medio el tema de las caravanas, como una expresión del límite que la gente está viviendo. Sin duda expresa una crisis humanitaria motivada básicamente por una situación: migrar o morir. Eso genera una descapitalización de fuerza laboral, sobre todo joven que se está yendo diariamente, y tiene muchos costos para el país que terminan golpeando al gobierno y que también puede afectar las posibilidades de continuidad. En el caso de Bukele, si da continuidad a todas estas políticas o profundiza esas falsas salidas a las que en el pasado recurrieron los gobiernos de izquierda y de derecha, sus niveles de respaldo social se van a ver erosionados en el corto plazo porque además el nivel de tolerancia de la gente ya no es el mismo.
Tanto en El Salvador como en Nicaragua ves a policías actuar al margen de la ley. En 2018, una de las preguntas que el Instituto Universitario de Opinión Pública incluyó en una de sus encuestas fue qué tan segura se sentía una persona cuando veía pasar a un policía. El 30 por ciento respondió que poco segura y el 33 por ciento que nada segura. En Nicaragua no se ha medido esa percepción, pero parece evidente que la población le ha perdido confianza. ¿Cómo recuperás la confianza de una policía a la que has visto asesinar?
Yo creo que es una de las dimensiones sociales que se ve más impactada y que no es fácilmente reversible en el corto plazo. En el caso de la Policía nicaragüense, la recuperación de la confianza pasaría quizás por la creación de una nueva policía o por generar un nuevo proceso de reforma policial que suponga darle una nueva imagen y promover transformaciones estructurales de fondo.
En el informe “Las políticas de seguridad pública en El Salvador 2003-2018”, presentado en marzo pasado, usted expone que el Estado denominó a las pandillas como terroristas. En Nicaragua, prácticamente, se les ha denominado así a los manifestantes. ¿Cómo ambos grupos pueden ser llamados terroristas cuando presentan diferencias abismales y, por otro lado, qué debería entenderse como un “Estado terrorista”, ya que algunos acusan de eso al régimen de Ortega?
Yo creo que el concepto, la intencionalidad que ha habido en el caso salvadoreño es de situarlo como el enemigo común, el enemigo único, el mayor enemigo del Estado. Eso los eleva a una dimensión de enemigo político, lo cual es contraproducente cuando hablamos de estructuras criminales porque se ven conminadas a asumir el rol que la sociedad o que el Estado les asigna, así que a las pandillas se les subió el nivel porque ya no son solo delincuentes, sino terroristas, con lo que implica en términos de un actor político el concepto de terrorismo.
En el caso de Nicaragua también obedece a un tema de criminalizar la protesta, pero también de etiquetarlo como un enemigo del Estado, como una amenaza para el Estado, y en esa línea tener toda la justificación para emitir leyes para restringir la protesta social, para reprimir de manera más indiscriminada, para restringir derechos de los manifestantes, emitir todas estas leyes draconianas que van orientadas a limitar libertad de expresión, limitar derechos civiles, para ir neutralizando estas protestas.
¿A qué le denominamos terrorismo de Estado?
El Estado de terror viene desde el propio gobierno y es una lógica que ha instalado el gobierno de Ortega de forma institucional, recurriendo a todos los poderes legales, que genera un contexto propicio para que todas estas vulneraciones se justifiquen en defensa del Estado. En ese sentido, el uso de terroristas es para justificar una acción del Estado cada vez más represiva, más radicalmente violenta en aras de neutralizar la amenaza, pero en la práctica lo que estamos viendo es que los terroristas, los que instalan ese Estado de terror son los funcionarios de gobierno que están dirigiendo.
¿Cómo se llegó a esto?
El Estado de terror surge en la medida en que se construye la amenaza, la idea del enemigo común, pues esto justifica socialmente cualquier acción, incluso acciones extralegales. En El Salvador vimos cómo también se construyó un discurso legitimador para aprobar y tolerar acciones extralegales. En la media en que se plantea que hay una amenaza extraordinaria a la seguridad nacional, el Estado debe recurrir a medidas extraordinarias y excepcionales para neutralizar la amenaza, que legitiman una respuesta violenta y en algunos casos extralegal.
En su informe usted señala que las instituciones de la “paz” fueron influenciadas por el pasado autoritario después de 12 años de guerra en El Salvador. En Nicaragua fue después de una revolución y una década de lucha con la Contra. ¿Existe la posibilidad de que esa herencia está presente en Nicaragua y haya facilitado que la Policía se convirtiera en un cuerpo represivo, violador de derechos humanos?
Sin duda se está reflejando el peso del legado autoritario. Estas instituciones básicamente fueron creadas, fundadas y han funcionado sobre los modos de hacer de las instituciones militares del pasado, sobre todo en el caso salvadoreño, Nicaragua y Guatemala, porque las instituciones de seguridad han funcionado con los mismos actores que hicieron la guerra. En el caso salvadoreño, los que han estado a cargo de la Policía en estos 27 años han sido fundamentalmente combatientes del ejército, de las fuerzas de seguridad en su momento, y de la guerrilla, que al final, son militares; indistintamente de su procedencia o de su origen ideológico, son militares.
Lo que tenemos es una extrapolación de esas prácticas del viejo sistema de seguridad, pero además en el caso salvadoreño y en el caso guatemalteco, esos actores han estado ahí para garantizar que las instituciones no avancen y que se cuiden determinados intereses de las élites política, económica, empresarial, militar, que vieron en el surgimiento de estas instituciones una amenaza. En el caso de la Policía salvadoreña hay una serie de actores que han estado orbitando en torno a la Policía desde su fundación, aunque no han sido funcionarios con uniforme o han estado ostentando cargos, han tenido una influencia de peso en el devenir de las instituciones para asegurar que muchas de las decisiones que se tomaran no afectaran los intereses de grupos mafiosos que han funcionado en el país vinculados a esas élites. Como dijo el diputado y coronel Almendáriz: “Yo estoy aquí para defender los intereses del sector militar”.
* Tórrez es periodista nicaragüense del periódico La Prensa (laprensal.com.ni), y una de las primeras cuatro beneficiarias del programa de residencias para periodistas emergentes de Centroamérica Incubadora de Periodistas, que dirige Ricardo Vaquerano y que se desarrolla en alianza con la Revista Factum, de El Salvador.
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