Quedan menos de dos meses para que los actuales inquilinos de la Asamblea Legislativa —o al menos la mayoría— desalojen el recinto parlamentario para que este sea ocupado por los representantes del oficialismo, con lo que se materializará así la voluntad soberana e indiscutible de los votantes. Como apuntó Alexis de Tocqueville a inicios del siglo XIX: “Los medios de la democracia son más imperfectos que los de la aristocracia: a menudo trabaja, sin quererlo, contra sí misma…”.
Pero más allá de la interpretación o justificación de los resultados, es innegable que vivimos en una especie de “pausa constitucional”, o, más bien, en una “tierra de nadie”, marcada por el voluntarismo parlamentario, en la que todo puede pasar y cualquier iniciativa legislativa es posible, a pesar de sus costos y consecuencias. Algo parecido a un intermedio en el que ya se sabe quiénes fueron elegidos y cuántos son los que se van, pero no las negociaciones que unos y otros podrían entablar, o cuánta información oficial podría desaparecer en los días que faltan para la toma de posesión en mayo.
Y es que los ejemplos sobran a lo largo de la historia reciente: en abril de 2018, cuando la actual Asamblea se disponía a asumir su mandato, la mayoría saliente se cuidó de aprobar el acuerdo que permitió una “prestación adelantada” (de 1,500 a 2,000 dólares según el caso) para los diputados que no resultaron reelegidos, beneficio que normalmente se hace efectivo a medio año y que permite a los legisladores contar con catorce salarios anuales, si se incluye la prestación navideña. En aquella ocasión, la representación del FMLN y un tan solo diputado de Arena manifestaron públicamente su renuncia al beneficio, dejando al resto con el convencimiento de que este era un derecho adquirido, o poco menos.
La práctica se ha vuelto costumbre. Ya en abril del 2015, el pleno legislativo que también estaba por concluir su período en funciones aprobó un decreto para que los diputados que dejaban sus cargos gozaran del servicio de protección a personalidades importantes por tres años más, iniciativa que incluía —cómo no— a los diputados suplentes, y que luego fue vetada por el presidente Funes, aunque en su momento contó con el voto de 64 diputados, una mayoría calificada digna de mejor causa.
Pero las transiciones legislativas no solo han servido para aprobar privilegios que luego serán costeados por la sociedad salvadoreña, también han sido aprovechadas para intentar restringir derechos fundamentales de esta, como cuando se ha cabildeado y votado para la aprobación o ratificación de reformas constitucionales para prohibir el matrimonio igualitario, o la adopción por parte de parejas del mismo sexo, cuestión en la que han insistido los sectores más retrógrados que tradicionalmente han contado con representación legislativa más o menos asolapada.
Dicho empeño, intentado en repetidas ocasiones desde el año 2009, solo pudo ser frenado por la Sala de lo Constitucional cuando esta advirtió a la Asamblea “que se debe garantizar un intervalo de tiempo adecuado para que la ciudadanía se informe de las alternativas en juego y de la exacta dimensión de la reforma constitucional sometida a su consideración…” (Inconstitucionalidad 33-2015), es decir, que ya no pudo seguirse aprovechando de este periodo de transición para seguir impulsando reformas que requieren bastante discusión y una amplia participación de la colectividad, dada la materia de que se trata.
Pero lo que hace tan distinto el actual paréntesis legislativo, además de la expulsión de las mayorías construidas durante toda la transición por los partidos políticos históricos, es la incertidumbre ante lo que la nueva mayoría oficialista se propone durante el trienio que está por comenzar. Lo único que se puede adelantar es la existencia de condiciones difíciles para cualquiera que quiera expresar su disenso desde la oposición, y la parcialidad fanática con la que un sinnúmero de “generadores de opinión virtual” darán cuenta de lo que pase o se diga en cada sesión plenaria, ahora que cualquiera se autocalifica como periodista y recibe la acreditación oficial correspondiente, como ocurrió en la pasada contienda electoral.
Cada vez que se sabe quiénes son los que vienen y cuantos los que se van, en la Asamblea Legislativa se han concedido privilegios como los que aquí se han recordado, pero también abundan los reconocimientos honoríficos: se han autorizado exenciones tributarias e incluso se han negociado plazas laborales para familiares de políticos en decadencia. El “interregno parlamentario” al que aquí se ha hecho referencia es la base idónea con la que creen contar algunos para asegurar su subsistencia, su supervivencia política o, aparejada a esta, su impunidad para el futuro sin fuero que les espera.
Marzo de 2021.
*Roberto Burgos Viale es abogado y catedrático salvadoreño.
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