Mi hermana mayor se llamaba Karla. Por diferentes complicaciones su corazón se detuvo cuando tenía 16 años: era muy joven pero fue muerte natural. Con los dos últimos casos más mediáticos de feminicidio ha sido imposible no recordarla al escuchar el nombre: Carla Ayala y Karla Turcios. La diferencia es pensar en que nosotros como familia tuvimos la “tranquilidad” de conocer las razones, de saber que no fue causado por nada externo -ni mucho menos un hecho violento, la paz de tener un cuerpo y un lugar físico donde la dejamos y al que recurrir en caso de que así lo necesitemos.
El de Carla Ayala, la agente asesinada por uno de sus compañeros el día de la fiesta de fin de año del GRP, y en la cual no se ha tenido la voluntad de esclarecer por el mismo hecho de la implicación de la Policía Nacional Civil como institución, es un caso demasiado complejo. Se debe exigir que se esclarezca, ya que van más de 100 días de su desaparición en condiciones totalmente incomprensibles para un crimen cometido frente a las narices de gente que se supone es la que está más preparada para cuidar de la población de este país.
Un factor común en estos dos casos mencionados, como entre otros, es que se considera a las mujeres objetos de violencia y asesinato, cuerpos a los que sencillamente se puede ir a tirar a una carretera o esconder para ocultar el crimen. Y seguir como si no pasara nada. El de Carla Ayala, donde aún no se ha ubicado el cadáver, es un caso más complicado, sobre todo al pensar en una madre que no tiene certeza de qué fue lo que le ocurrió a su hija, por qué le ocurrió eso y donde está su cuerpo. Imaginar una situación así es para perder la paz diaria.
Karla Turcios, a la que al parecer su pareja asesinó e intentó desaparecer su cuerpo dejándolo en una carretera alejada de su vivienda, parece ser un caso similar al que vivió Rosa María Bonilla a principio de este año: hombres con dependencia económica de sus parejas, que justifican la violencia, celopatía y agresiones de diferente tipo bajo un perfil de pareja/esposo protector y compañero incondicional. En los dos casos estamos hablando de mujeres jóvenes, profesionales, con educación superior, independencia económica y clase media, algo en lo que me gusta insistir mucho: la violencia de género no es de clase, no es de nivel educativo, no es de edad ni de apariencia física; la violencia de género está enquistada en todos los estratos de la sociedad porque es un problema socio-cultural y sus raíces complejas vuelven vulnerable a casi cualquier mujer.
En nuestro país casi a diario nos enteramos de un caso de feminicidio, quedando muchos de esos crímenes incluso en el anonimato o que no llegan a catalogarse como tal debido a que no hay interés e investigarlos y quedan registrados como casos de violencia común. En 2017 fueron conocidos aproximadamente 500 feminicidios, es decir, que cada 18 horas fue asesinada una mujer, una cifra alarmante que debe hacernos cuestionar el porqué de esta alta cantidad y qué hacer para disminuirla.
En nosotros está cambiar actitudes que sigan fomentando y perpetuando la violencia machista que nos está matando diariamente. Hombres y mujeres debemos analizar y concientizarnos sobre qué se nos ha inculcado y desaprender las acciones que no debemos tolerar ni ejercer sobre los demás. Muchas veces se tiene el conocimiento teórico de las actitudes acosadoras o violentas que no deben consentirse pero se complica a la hora de vivirlas en carne propia, y de la tolerancia que se tiene hacia estas, cayéndose en el círculo vicioso de aminorar los actos y permitir que sigan sucediendo. Se nos olvida que la violencia de género es progresiva y que lo que comienza con una molestia, un jalón de brazo, un reclamo o un acto de celos, puede terminar en un feminicidio.
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