El fuero patriarcal en la cultura de la violación

En El Salvador opera una serie de mecanismos de control sobre ciertas poblaciones que se someten a cambio de mantener una estructura social para garantizar privilegios y la violencia por medios sexuales en contra de las mujeres.

Frente al último resolutivo de la Cámara Primera de lo Penal sobre la acusación de agresión sexual contra el magistrado de lo Civil Jaime Eduardo Escalante Díaz, una avalancha de pronunciamientos y reacciones de la sociedad civil, instituciones públicas y organismos de derechos humanos, así como ciudadanía, cuestionan la valoración judicial que favorece al magistrado, poniendo como principal sospecha de la decisión el favorecer el poder que como funcionario tiene, minimizando la violencia contra su víctima, una niña de diez años.

Siendo pública la cuestionada resolución y al advertir todos los matices del proceso y sus resultados, cabe plantearnos las siguientes interrogantes: ¿Por qué un sistema de justicia no agrava la comisión de un delito por ser un funcionario al que se le confía la cosa pública, justificando que no se hizo bajo las actividades de su competencia?, ¿por qué se le dejó en libertad, si la Asamblea Legislativa necesita que esté a su disposición, pudiendo estar en detención en la Policía, no necesariamente en su edificio?, ¿por qué ante la afectación de una niña que pertenece a una población especialmente protegida y con una persona señalada con poder se le decretaron medidas sustitutivas a la detención?, ¿por qué siendo una obligación examinar toda decisión al cumplimiento de la Constitución y los tratados, se omitió aplicar el artículo 34 sobre la protección de la niñez, la Convención de los Derechos del Niño y la Convención Belem Do Pará?, ¿por qué se le imputa el delito de agresión sexual en menor e incapaz, pudiendo adecuarse a delitos de acoso sexual, coacción, maltrato infantil o expresiones de violencia contra las mujeres en el ámbito comunitario?, ¿qué tan robusta fue la argumentación y oferta probatoria de la Fiscalía General de la República?, ¿por qué se atribuye como falta, argumentando ―la defensa― que no se pone en riesgo la intimidad o libertad sexual, si los tocamientos impúdicos son precisamente una conducta de contenido sexual?, ¿se utilizó el parámetro conceptual definido en la Ley Especial Integral para Una Vida Libre de Violencia para las Mujeres (LEIV) sobre la violencia sexual y los estándares internacionales de protección a derechos humanos?, ¿se ha iniciado un proceso interno de investigación en la Corte Suprema de Justicia por el requisito a su moralidad notoria, al conducir el magistrado señalado en supuesto estado de ebriedad, armado, que no necesariamente se tiene que demostrar en un proceso penal?

Pero más allá de estas interrogantes, es preciso tener claro cómo funciona la cultura de la violación, donde se llega a considerar una prerrogativa masculina someter la voluntad y reducir a un objeto disponible el cuerpo de las mujeres. Y más allá del acceso violento, incluye cualquier conducta que suponga la amenaza de someter, aclarando que no es un asunto de placer, sino de poder.

Una de las piezas de la mecánica empieza primero por suponer irrelevantes las decisiones de las mujeres sobre su cuerpo y sexualidad, expuestas para “consumo de otros”, donde el éxito se asocia falsamente a la imagen y, en segundo lugar, la imposición del silencio. Inicia un descrédito sobre las víctimas y su relato, las convierte en transgresoras de los valores asignados a ellas, siendo responsabilizadas de su propia victimización —no solo se viola un cuerpo, sino la verdad—. Con ello se protege al agresor y se instala un autocastigo: la culpa.

En esta etapa, el sistema penal ha abrazado toda suerte de premisas para descolocar la violencia sexual como una injusticia, empezando por clasificarla como “delitos de alcoba”, presuponiendo un imaginario de tolerancia, pero además sumando todos sus flancos en la víctima. La obliga a tener que demostrar que no merecía la agresión, cuestionando su “buena fama”, el escaso crédito de su palabra, pues “en el fondo ella quería”, aunque nunca dijo que sí y repetidas veces dijo que no. La demanda al límite que las víctimas deben de ponerle al agresor, exigiendo signos visibles de resistencia, como hematomas, raspaduras, rasguños, etcétera.

En el caso de la niñez se exige que las víctimas hayan huido y que hayan pedido auxilio. Si las niñas o los niños no los hacen, entonces el sistema cuestiona: ¿Por qué no fueron celosos de su reputación? En realidad, el mensaje de fondo es que los agresores pueden tocar, pero son las víctimas las que deben estar atentas a este riesgo y huir. Otra contrariedad es la valoración del daño pensada en términos del producto “dañado”, pues parece que para los magistrados de la Cámara Primera de lo Penal no se pone en riesgo la indemnidad sexual si no hubo penetración genital, como si esto fuera lo único con trascendencia en estos delitos, así como soslayar que las respuestas ante la agresión pueden variar desde la parálisis involuntaria hasta la disociación como mecanismo de alejarse de la situación.

En general, estos cuestionamientos contradictorios acompañan a las victimas durante todo el proceso. ¿Por qué no gritó?, ¿por qué confió en él?, ¿por qué hasta ahora denuncia?, y un interminable etcétera que surte una especie de castigo para las víctimas.

Tras décadas de trabajo desde el feminismo para desenmascarar que la violencia sexual es un delito porque vulnera el derecho de las mujeres a su libertad sexual, indemnidad, dignidad y el desarrollo de su sexualidad, ha empezado a romperse el silencio. Y cuando ya no es posible ocultar porque se ha mostrado que es real, es decir, con existencia objetiva y constancia procesal, aparece el último dispositivo del sistema: el fuero patriarcal, es decir, todos los privilegios, exenciones o protecciones legales o sociales con los que cuentan los hombres en el sistema patriarcal para someter y mantener un régimen de supremacía sobre los cuerpos y vida de las mujeres.

Lo anterior incluye, entre otros, inmunidad, amnistías, prescripción, fuero legal, negligencia y, en general, como se advierte en la resolución cuestionada, se aceptan los hechos a cambio de pasar a considerarlos “leves”. Así funciona el sistema de contrapeso moral del patriarcado.

Este último dispositivo no es nuevo, ni excepcional. Solo entre los años 2015 y 2018 se registró un total de 23,177 hechos de violencia sexual contra mujeres*, 71% de ellos contra mujeres menores de 18 años, y el sistema de justicia no pasa de un promedio de 12% de condenas. Katya Miranda es una de esas dolorosas evidencias.

También la aplicación de normas que castigan tales conductas operan como un régimen de excepción. Por ejemplo, la aplicación del tipo penal previsto en la LEIV de obstaculización al acceso a la justicia, que persigue a quien en el ejercicio de una función pública propiciare, promoviere o tolerare la impunidad u obstaculizare la investigación, persecución y sanción de los delitos establecidos en esa ley y que a más de seis años de estar vigente no ha logrado ni una sola condena.

El actual Código Penal contiene un catálogo de conducta con un sesgo sexista, como reducir la pena impuesta si la penetración en la violación no es con el pene, sino con cualquier objeto.

Es desgastante también atender el problema con extintores de emergencia y promover reformas cediendo al chantaje de los aplicadores de justicia quienes esperan que una norma les indique explícitamente cada acto, sabiendo que en esta cultura encontrarán cómo eludir la justicia. Por tanto, debemos esperar reformas estructurales como la revisión de la Ley Orgánica Judicial y la eficacia del Consejo Nacional de la Judicatura, a sabiendas de que la independencia judicial no solo significa la libertad de resolver sin presiones de ningún tipo, sino también permitir la contraloría ciudadana y el control entre órganos de gobierno cuando se atenta contra la protección de poblaciones como la niñez y con ello se vulnera la Constitución de El Salvador y los tratados internacionales.

Es indispensable esta comprensión y atender un problema de grandes dimensiones, pero también con enormes velos. El resultado del proceso que hoy se repudia solo descansa en actos que no advertimos como desencadenantes: un Estado en el que no es incompatible ser señalado por violencia contra las mujeres y ser un funcionario; cuestionar una resolución por el poder que ostenta un agresor y no cuestionar un concurso municipal de “Miss Chiquitita” que hipersexualiza a las niñas, o los propios actos cotidianos contra todas las mujeres y niñas.

No solo basta cuestionar a una cámara por sus decisiones en una resolución, sino advertir todo el entramado social e institucional que lo determina.

*Informe Nacional de Hechos sobre Violencia contra las Mujeres, El Salvador, 2018. Sistema Nacional de Datos, Estadísticas e Información de Violencia contra las Mujeres, Ministerio de Justicia-Dirección de Estadística y Censos.


*Silvia Juárez es salvadoreña, feminista y defensora de derechos humanos.

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