Los números y los acuerdos no cierran en España para formar gobierno. El quiebre del bipartidismo entre el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español del pasado 20 de diciembre ha definido un escenario de negociación a cuatro bandas con la incorporación de Podemos y Ciudadanos como la tercera y cuarta fuerza política más votada, respectivamente, “complejizando” así la tarea de formar gobierno.
De esta manera, la llegada de los nuevos actores al Congreso de los Diputados ha generado una dinámica inédita en la política española, en donde las mayorías absolutas y los acuerdos unilaterales propios del atípico parlamentarismo español han cedido el paso a negociaciones que ponen el acento en el contenido de los programas y la intención política de sus promotores.
El resultado de la dinámica ha sido hasta ahora un fracaso. Tanto Mariano Rajoy (PP) como Pedro Sánchez (PSOE) han tenido por separado la oportunidad de establecer acuerdos con las fuerzas minoritarias en el Congreso en búsqueda de los votos para su investidura, de cara a los próximos cuatro años, sin embargo, ambos candidatos han encontrado una rotunda oposición a sus endebles propuestas.
Y aquí algunas claves para entenderlo. Para formar un gobierno estable, el candidato que desea ser investido debe lograr al menos 176 de los 350 votos de la Cámara, es decir una mayoría absoluta. Actualmente el Partido Popular cuenta con 123 diputados; el Partido Socialista Obrero Español 90; Podemos y sus confluencias 69; y Ciudadanos 40 parlamentarios, mientras el resto de los escaños son distribuidos entre fuerzas minoritarias y del ámbito territorial —muchas de las cuales impulsan una reivindicación nacionalista, es decir que promueven la necesidad de un debate vinculante sobre la relación existente entre sus territorios y el Estado español, en lo referente a su cultura, competencias, financiamiento, y ejecución del gasto, lo que pasa desde una reforma constitucional, un referéndum de autodeterminación, hasta la propia independencia—.
Adicionalmente, la protección del Estado del Bienestar, la calidad de los servicios públicos, y la recuperación del empleo posterior a la crisis del 2008 ponen el acento sobre qué política económica es la más adecuada para responder a las demandas sociales de más de 4 millones de ciudadanos residentes en España que, hasta febrero de los corrientes, no encontraban un trabajo.
Ante ambos desafíos, uno de carácter territorial, y otro económico, las respuestas institucionales no son las más optimistas. Por un lado, el Partido Popular, que ha gobernado durante los últimos cuatro años, ha asumido la tarea de recuperar la economía española posterior a la crisis, a costa —según sus detractores— de la calidad y el alcance de la política social hacia los sectores más desfavorecidos. Adicionalmente, este partido político suma en sus administraciones locales (y del entorno estatal) importantes casos de corrupción que actualmente están siendo ventilados en los tribunales de justicia, y que constituyen una clara y sistemática práctica de abusos sobre los recursos públicos en beneficio de actores privados.
Por su parte, el Partido Socialista se dirime en una disputa de poder interno en donde el carácter territorial cobra principal relevancia. Ha sido precisamente la presión de sus líderes, algunos históricos como Felipe González, y otros con un importante capital político a nivel estatal, como Susana Díaz, quienes han forzado a Pedro Sánchez a prescindir de un acuerdo con el resto de fuerzas de izquierda, con quienes sumaría 161 votos, y optar por el contrario a un programa de gobierno con el partido de centro derechas, Ciudadanos, con quienes suma 130 votos, pero la propuesta va más allá y no sólo desestima un acuerdo con las izquierdas, sino que también pretende contar con la abstención de 123 diputados del Partido Popular, incorporándolos de manera indirecta en un futuro gobierno. Una denominada “gran coalición” entre derechas e ¿izquierda socialista?
Este comportamiento que no tiene explicación desde el punto de vista de la coherencia ideológica, responde a la coherencia electoral y de la disputa por el control interno del PSOE. Por un lado a la exacerbación del discurso de la unidad de España, y el menosprecio al debate sobre la pluralidad de naciones e identidades en el territorio español; y por otro, a la necesidad de aislar y reducir hasta una mínima expresión el avance e incidencia de Podemos en el escenario político español, que toca cada vez con más fuerza la puerta para convertirse en la principal referencia de izquierdas a nivel estatal. Una amenaza que el histórico PSOE no está dispuesto a aceptar, pero que con sus decisiones lo valida.
Podemos, por último, ha tenido no sólo que adecuarse a la dinámica institucional de un nuevo partido político en el Congreso, sino que también ha debido “ordenar la casa” y construir un discurso reconciliado con las diversas confluencias territoriales con las cuales obtuvo resultados exitosos el pasado 20 de diciembre. Una tarea que ha visto sus logros y sus fracasos como la decisión de 4 diputados de Compromís, una fuerza territorial valenciana, quien decidió no conformar grupo único con Podemos y optó a ir por su libre en el impulso de su programa parlamentario.
Este es el panorma, y ante esta situación los diputados españoles cuentan tan sólo con dos meses para lograr acuerdos y formar gobierno, de lo contrario, según lo establecido en la ley, deberán convocar a nuevas elecciones y echar por tierra la decisión de los españoles en las últimas elecciones.
La política en España se enfrenta ante importantes desafíos de cara al futuro:
- Sanear la institucionalidad de sus partidos políticos, específicamente combatiendo la corrupción en sus entrañas, esto a partir de los casos ventilados en el Partido Popular, así como la vinculación entre política y el establishment empresarial.
- Construir desde cada identidad política un proyecto homogéneo y coherente al sentir de sus bases, lo que implica una mayor participación de sus afiliados en las decisiones importantes.
- Interpretar y responder oportunamente a los problemas más sensibles para los españoles.
Las opciones son esas, lo contrario es una respuesta predecible: volver a un punto de retorno al 15-M, y exacerbar la desconfianza y el descrédito de la representación política, una amenaza no despreciable para toda democracia en tiempos de crisis.
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