¿Es posible que un profesor sea despedido por pedir un aula donde sus estudiantes no se sofoquen por el calor? En El Salvador, sí. ¿Es posible que una enfermera sea despedida por decirle a un paciente que compre una manguera para ponerle el suero porque en la unidad de salud no hay? En El Salvador, sí. ¿Puede un policía ser despedido por denunciar turnos de 18 días seguidos? En El Salvador sí se puede.
Y no solo se puede: en El Salvador la censura de la razón se ha impuesto como guillotina.
A lo largo de los últimos dos años, Factum ha denunciado en sus editoriales un virus que se propaga de la mano de la administración Bukele: el miedo. Miedo a opinar, a criticar, a no aplaudir. Un miedo que ha sido cuidadosamente implantado en la psique de los empleados públicos, de los vendedores, de la gente.
Un miedo que, incluso, los más férreos defensores del oficialismo también tienen.
Una potente investigación periodística del consorcio centroamericano Ciclos CAP, de la que Factum formó parte, dio un paso extra para mostrarnos cómo funciona el miedo en la función pública. A través de entrevistas con docenas de trabajadores, el reportaje pudo recrear un esquema perverso de manipulación, censura y extorsión.
Una represión sistemática que se extiende en escuelas, hospitales, ministerios, sindicatos y hasta en la policía. El escarnio público a través de los despidos o incluso el régimen de excepción se usan como amenazas permanentes para mantener el silencio. O para hacer que los empleados sean movilizados en masa para aplaudir en actos proselitistas.
Y ha funcionado: el miedo a perder el trabajo o terminar en la cárcel por asistir a una marcha ha sido más fuerte que denunciar que la promesa de reconstruir mil escuelas fue una mentira más, que los hospitales siguen sin todos los medicamentos, que los presupuestos que deberían importar han sido recortados y que hay quienes trabajan en horarios abusivos para mantener esta pantomima.
El miedo es alimento que usan los cobardes para no perder el poder. Es lo que los separa del ostracismo, la cárcel o el exilio. Por eso lo alimentan constantemente, por eso muchos de los empleados públicos viven al límite sin atreverse a opinar. Por esto tenemos una sociedad dócil, dormida, amenazada.
Lo peor del caso es que aún estamos lejos de tocar fondo. Lo que significa que durante los próximos años veremos muestras aún más decididas para consolidar el miedo, para mantener el silencio. Aún falta que muchos de los que hoy apoyan caigan en cuenta del engaño y alcen su voz. Y habrá muchos, la historia nos ha enseñado, que ni porque les estalle en la cara se darán cuenta. Bien lo supo el brigadier Hernández Martínez.
Pero también es cierto que mientras más despóticas se vuelven las amenazas, más cerca están de terminar. Eso también se lo debemos a la historia, que hábilmente nos encargamos de ignorar.
Las voces que, pese al miedo, luchan contra la injusticia, la mentira y la corrupción sirven para mantener una esperanza. Esa es la buena noticia, a pesar de todo.
El camino para recuperar la democracia y la justicia en El Salvador no será fácil, pero la valentía de quienes se atreven a alzar la voz, como los testimonios recogidos en el reportaje, nos recuerdan que la lucha contra la tiranía es posible.
Ilustración FACTUM/Rafael Martínez
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