En una comunidad de San Salvador pandilleros del Barrio 18 obligan a un grupo de mujeres a cuidar a sus hijos mientras ellos, o sus parejas, están en prisión. Negarse implica la muerte. Esta es la historia de unas mujeres que se tranformaron en canguras, en las niñeras de las pandillas.
Foto FACTUM/Oliver de Ros (El Intercambio)
A Damary le tocaron la puerta y la hicieron madre. Sentada en su viejo sofá, mientras cenaba viendo un programa de televisión, escuchó que alguien golpeaba, apresurado. La joven de 23 años dejó su plato con frijoles y crema, y se levantó para recibir a su visitante. Entonces la vida le cambió.
Abrió la puerta y frente a ella apareció un pandillero con una bebé en los brazos, envuelta en una desteñida sábana verde.
Dentro de la casa, la madre de Damary dormía a su pequeña nieta de tres años después de haberle dado de comer. Frente a la puerta, el pandillero, un joven de apenas unos 16 años, cara huesuda y moreno, sacó un teléfono y se lo entregó a Damary. “Te hablan”, le dijo y se lo extendió.
Damary escuchó una voz que reconocía. Era la de un pandillero de su comunidad que estaba preso desde hacía menos de un año. “Ahí te van a entregar a la niña. Vos ya sabés de quién es hija. Cuidala porque, si algo le pasa, con vos nos vamos a entender. Te vamos a estar vigilando”, recuerda que le dijo.
Pocas palabras. La llamada finalizó. Esa noche, el pandillero no sacó ninguna pistola. Le entregó a la joven una niña tan pequeña que ella calcula que no tenía más de cinco días de nacida. Damary entregó el teléfono y se metió a su casa sin poder preguntar mucho.
Cuando cerró la puerta, a Damary le había nacido una hija de la nada.
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El Cuculus Canorus es un pájaro gris regordete al que la ciencia ha llamado con un nombre de espanto: El Cuco. Se trata de un ave insectívora a la que le gusta alimentarse principalmente de gusanos. Su nombre, según explican los expertos, se debe a su canto: “cu-cu”.
Pero no es su dieta lo que hace particular a este pájaro de mal agüero. Son sus prácticas de crianza. El Cuco no tiene en su ADN trabajar ni construir nidos, pero sí reproducirse. Y para eso, la hembra deposita sus huevos en un nido ajeno y obliga a otros pájaros hospederos a encubar y alimentar a su cría, bajo amenaza.
Varios científicos han intentado explicar cómo las hembras Cuco seleccionan a los pájaros hospederos, a sus víctimas. Unos dicen que la madre busca debilidades en las otras especies que viven en su hábitat, otros dicen que es un conocimiento heredado genéticamente. Lo cierto es que un buen día, el Cuco llega al nido de otros pájaros y deja ahí su huevo.
¿Por qué los pájaros hospederos, las víctimas de El Cuco, reciben huevos ajenos si la mayoría de veces estos son evidentemente diferentes a los propios? Los que saben de aves dicen que, al no tener un nido, solo hay una forma en que la madre Cuco puede garantizar la vida de su cría en un hogar ajeno: la amenaza. A esto, los expertos lo han llamado Hipótesis de la Mafia. Cuando un huevo Cuco es rechazado, la madre se encarga de destruir el nido o herir de muerte a los polluelos de los hospederos.
Por eso, durante la crianza, aunque los pájaros hospederos casi no la ven, la madre Cuco ronda eventualmente el nido donde está su cría, una cría que luego repetirá la historia programada en sus genes.
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Damary cerró la puerta y avanzó con su nueva cría en brazos hasta el viejo sillón donde tantas veces durmió a su propia hija. Se sentó a la par de ella y empezó a llorar.
Su madre, que minutos antes estaba durmiendo a su nieta, salió y se sentó a su lado. Damary le contó lo que había pasado. Pocas palabras. Más preguntas que respuestas. Ambas discutieron por un rato, pensando cómo harían para ahora mantener a dos bebés en una casa donde ninguna tenía empleo fijo. Entonces, la madre, resignada, cerró la conversación pidiéndole a Damary que intentara ver a su nueva hija como una bendición. Luego vino el silencio y se echaron a dormir.
Así pasaron los días y la nueva hija de Damary cumplió un mes, dos meses, tres meses, un año y luego dos. Hasta que se convirtió en la niña que ahora tengo frente a mí. Una niña que juega en una cancha de cemento en una comunidad empobrecida de San Salvador, que ríe, que llora, que canta, que dice mamá. Una niña que nació con una amenaza.
Una niña que hasta hoy no tiene papeles, porque nunca se los dejaron a Damary, porque nadie le dijo cuándo había nacido ni dónde está asentada. Por eso la nueva madre tuvo que inventarle un nombre y una fecha de cumpleaños para criarla como su verdadera hija, aunque hasta hoy no tiene idea de cómo hará para llevarla a la escuela, al hospital, porque no sabe cómo explicarle al Estado quién es la niña.
Para Damary no hay diferencia entre sus dos hijas. A las dos las mima por igual, las saca a pasear, les compra ropa usada, las peina, les canta, las duerme. En su WhatsApp, la foto de perfil es siempre de las dos. Una es piel trigueña y la otra blanca. Diferentes, pero iguales para su madre.
Después de aquella noche de marzo de 2015, la vida de Damary nunca fue igual. Cuando solo tenía una hija cuenta que podía ir al instituto a estudiar mientras su madre la cuidaba. Pero ahora, con dos, ya no. Los 70 centavos de dólar diarios del pasaje más los dos dólares para desayunalmorzar se le convirtieron en una fortuna que ya no podía derrochar. Entonces abandonó sus estudios y se dedicó a criar a su hija y a la hija de la pandilla.
Una tarde de junio de 2017, mientras platico con Damary bajo una glorieta frente a la cancha de su comunidad, le suena el teléfono. La joven, con una prisa nerviosa, saca el aparato, se aleja unos pasos y habla. Dos minutos. Luego regresa, con una mueca de sonrisa en la cara, pidie disculpas y se sienta.
–¿Era del penal? – le pregunto.
–Sí – contesta, y mira hacia los lados –. Pensé que nos habían visto, pero solo era para ver cómo está la niña.
A Damary le caen llamadas constantemente. La vigila el Cuco.
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A principios de 2016 llegué a esta comunidad cuyo nombre no puedo mencionar porque hacerlo significaría poner en peligro la vida de las mujeres de esta historia, a las niñeras. Llegué después de haber conocido a dieciocho personas de una misma familia que huyeron de esta comunidad para salvar sus vidas de las amenazas de la pandilla Barrio 18.
Para llegar a esta comunidad no hay que salir mucho de la capital. No está aislada de los centros comerciales o supermercados. A menos de un kilómetro hay un puesto policial, y un poco más allá una subdelegación. Los policías patrullan casi a diario acompañados de soldados. Paran a los jóvenes que ven en los pasajes, los catean. Y por las noches, en operativos constantes, golpean las puertas, registran las casas. Suenan los balazos. Parecería que el Estado tiene presencia y control.
Pero no.
En realidad, esta comunidad, sus edificios multifamiliares y sus diez pasajes completos, está bajo el control de la pandilla. Aquí son los pandilleros de la facción Revolucionarios del Barrio 18 quienes deciden quién entra y quién sale, quién paga la extorsión y quién no, quién vive y quién muere.
La pandilla además influye en aspectos básicos de la vida. Por ejemplo: cómo se pueden vestir los jóvenes, a qué escuela se pueden poner a estudiar los hijos, qué música se puede escuchar a alto volumen, hasta qué hora de la noche uno se puede emborrachar, y así…
A la mitad de este reporteo, por ejemplo, una oenegé que realizaba trabajo con niños tuvo que salirse porque las trabajadoras sociales ya no se sentían seguras después de la amenaza de un homeboy, un pandillero. Quien entra aquí solo lo hace acompañado por un habitante que goce de un poco de autoridad.
Todas estas normas no están escritas en ningún lado; simplemente se saben. Se saben por las experiencias pasadas. Y también se sabe su castigo de no cumplirlas. Por ejemplo, el que se niega a pagar la extorsión, se muere. Ya ha pasado. El que colabora con la policía, se muere. Ya ha pasado. El que sopla información a una pandilla contraria, se muere. Ya ha pasado.
El control de la pandilla en esta comunidad es latente y lo ejercen personas que, como el Cuco, no son enormes. Suelen ser jovencitos flacuchos, adolescentes como el pandillero que entregó una bebé a Damary. O como el que pasa en la entrada con un celular en la mano. O como el que vigila la zona de la cancha.
Todo esto es parte de la cotidianidad, del control diario de la pandilla en este lugar. La gente lo sabe y obedece.
La pandilla puede, por ejemplo, decidir sobre aspectos más personales de la vida de los habitantes de esta comunidad. Como a las mujeres que han sido convertidas en esclavas, en canguras, en una especie de niñeras de la pandilla que crían hijos de sus mujeres presas.
LEA EL ESPECIAL: NIÑOS PRESOS
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María es una mujer muy evangélica. Tan evangélica que un día, después de vivir varios años en esta comunidad y congregarse en una iglesia, sintió un llamado, una necesidad. Pensó que su misión como cristiana era acercar a los niños de su pasaje a la iglesia, a lo que ella llama los caminos de Dios.
Fue así que empezó a llevar a los niños, primero de un pasaje, después de dos y luego tres, a una reunión en la iglesia todos los sábados. Pasaba de casa en casa, recogiendo a los niños para sacarlos a un lugar donde se pudieran divertir, aprender y recibir unos cuantos caramelos. Menos a un niño.
–El niño prácticamente se mantenía solo. Él pasaba solo, ahí, en la cancha. Y yo lo veía. Él, cuando veía que nos reuníamos con los demás niños, llegaba y me preguntaba “¿yo puedo ir? ¿yo puedo ir?” Porque de parte de la iglesia nos daban golosinas y el niño, cuando veía que los demás regresaban, quería. Entonces, me decía que quería ir. Y yo le decía “decile a tu mamá, pues”. Y él me decía “sí, me dan permiso”. Vaya, entonces a tales horas…
Andrés, como un perro abandonado, pasaba siempre solitario en la orilla de la cancha, jugando solo, pateando una pelota, sin muchos amigos a decir verdad. Hasta que un día se autorizó él mismo para ir a una reunión, para salir todos los sábados de la comunidad y para jugar con más niños en la iglesia. María lo llevó.
–Él salía de la casa arregladito, peinadito. Bien entusiasmado. Ellos se hacían grupito y llegaba el microbús a traernos. Así lo estuve llevando quizá unos tres o cuatro meses. Un sábado a finales de marzo fue el último que me lo prestaron.
Al finalizar las jornadas de sábado, María hacía la misma ruta de la mañana, pero al revés. Uno a uno iba dejando a los niños en sus casas que regresaban contentos con sus golosinas. Hasta que un día la rutina le cambió la vida, como a Damary.
–Cuando llegué a la casa de él, bien raro, no me abrían. El niño, para entonces, tenía ocho años. Entonces, le digo yo: “Mirá, Andrés, no están tus papás”. Y el niño solo se quedaba así, calladito, con una mirada como de… “quizá pueden estar allá o no sé dónde están”. Solo se quedó así, verdad. Entonces, yo ya vi raro.
Aunque le pareció extraño, al principio María creyó que todo se trataba de un error, que solo había que esperar que los padres de Andrés regresaran.
–Llegamos tres veces a buscarlos. De las cinco a las seis llegamos tres veces a buscarlos. Ya era la hora de la cena. Bueno, le dije yo, no se ve que estén en la casa. Vamos a ir a cenar antes de ir a dejarte. Fuimos a comer pupusas. Ya la última vez que llegué tampoco estaban. Y cayó una gran tormenta ese sábado, me acuerdo. Y ya no pudimos salir.
Ese sábado fue el último día que los padres de Andrés se lo prestaron a María. Desde entonces, sin saberlo, ya estaba a su cargo. La mujer le arregló un colchón y le puso unas sábanas, pidió a sus hijos que durmieran en otro colchón que tiraron al suelo y pasaron la noche.
–Ya el día domingo fui a ver yo qué pasaba. Ese día no fuimos a la iglesia porque el niño no tenía ropa. La ropa de mi niño no le quedaba. Y pensé “si me voy… los papás van a pensar que me robé al niño”. Y más que ellos… pues sí… están con los… con los muchachos, verdad… dije yo, quizá tuvieron algún problema y se pueden molestar si me lo llevo.
Entonces sonó el teléfono. “Cu-cu”.
–Como a las 2:00 de la tarde sonó el teléfono. La voz de un hombre me decía que me encargaban al niño y que cualquier cosa que le pasara sobre mí recaía ¿me entiende? Y que conocían a mi familia, así que no era tan fácil que me librara de algo que se podría vengar en mi contra. Entonces ya yo le dije al niño: “mirá Andrés, tus papás como que se han ido”, le dije. Porque la casa sola. Ya después se fueron a meter otros muchachos ahí. Pandilleros. Entonces, el niño solo se puso a llorar. Y me decía “¡llámeles por teléfono, llámeles!”. Les volvimos a llamar al teléfono del que me llamaron, pero ya no daba tono. Sonaba apagado. El niño lloraba que necesitaba a su mamá y a su papá.
–¿La persona que le habló se identificó? – le pregunto.
–No fue necesario que se presentara como un muchacho de ellos. Simplemente hemos llegado a discernir de dónde vienen las cosas. Porque con solo oírlos cómo hablan, ellos atemorizan. Aterrorizan. Es bien la palabra que les han puesto, pues: terroristas. A mí me dijeron que, si algo le pasaba al niño, ellos ya sabían. “Ellos”. “Nosotros”, me dijo. Que ya sabían dónde me podían hacer daño. O sea, estaban hablando de la pandilla. Me dijeron que yo ya sabía lo que ellos eran. Esa fue la única llamada así. Pero con el tiempo, me llamaban y solo se escuchaba que respiraba la persona, así, bien fuerte. Solo se quedaban así. Yo pensaba que era que querían oír al niño. Pero lo que querían era que yo escuchara ese respiro, como para decirme que el animal estaba cerca.
–Y desde entonces, ¿nunca le han llamado para preguntarle cómo está el niño?
Una vez sí. Una vez me llamaron y me dijeron… fue una mujer… Me dijo que si le podía pasar a Andrés. Hola, fulana, me dijo. Hasta con mi nombre. Y la llamada venía de otro teléfono. Ese día, el niño andaba jugando en la cancha. En lo que yo salí y quise ir a buscarlo, (porque) la llamada era por WhatsApp, se cortó. Como el vecino me pasa Wifi, la llamada se cortó, pero ya no me volvieron a llamar. Yo creo que era la mamá. Se dice que los dos están presos. Hasta donde medio yo he averiguado, lo poco que he podido averiguar, es que ellos se fueron huyendo. Pero después, dicen, que en una redada los agarraron. La mamá está en Ilopango y el papá está en Quezaltepeque.
–¿Usted nunca le ha preguntado nada al niño sobre sus papás?
Al principio no le quería preguntar nada porque yo me imaginaba que en cualquier momento ellos iban a aparecer y el niño les iba a contar que yo pasaba va de preguntarle por sus papás. Entonces, me vine acostumbrando solo a oír lo que el niño me decía.
–¿Qué le decía?
Que el papá tenía una pistola, que estaba en una gaveta y que era prohibido tocarla y que de repente la agarraba y se iba con eso. Que a él le daba miedo eso. Yo tampoco nunca pregunté a los vecinos por los papás. A mí me bastó con la llamada. No se puede. El mismo temor. Eso es bastante hermético aquí en este lugar. La gente no pregunta ni dice nada.
–¿Cómo ha sido el proceso de adaptarse a tener otro niño?
Bueno, ha sido… la cuesta un poco más inclinada.
–¿Qué piensa hacer con el niño a futuro?
Pues mi mamá lo que me ha dicho es que ella está orando y que afronte la situación y que en vez de verlo como una carga lo tome como una bendición; que ella, aunque quiera no me puede ayudar, pero va a intentar en lo que pueda. Solo le he contado a mi hermano y a mi mamá. Yo les digo que sí. Yo al niño lo quiero, pero en realidad lo que más quisiera es que sus verdaderos papás se lo llevaran. Porque, pues sí, es bien difícil todo esto.
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Hasta la fecha, no existe en ningún radar, ni de Revista Factum, ni del Estado, pruebas que permitan determinar que la práctica de implantar niños en mujeres civiles sea una instrucción de las pandillas en general, o de la facción Revolucionaria del Barrio 18 en particular. Sin embargo, este medio ha logrado comprobar que este fenómeno existe en esta comunidad y en al menos dos más, una en San Salvador y la otra en Santa Ana. En la comunidad de la que va este texto se logró identificar al menos 12 casos de la cuales se habló con seis niñeras.
Sentada en la oficina de su despacho, Griselda González, subdirectora del registro y Vigilancia del Consejo Nacional de la Niñez y Adolescencia (CONNA), la máxima autoridad para garantizar los derechos de los niños, acepta que no conoce de alguna denuncia de este tipo de casos, que el Estado desconoce este fenómeno.
Eso sí, ante la pregunta hipotética de qué harían si se encontraran con ellos, González contestó que una de las primeras medidas a tomar sería separar al menor de la niñera, por no contar con papeles para tenerlos. Aunque quizá las autoridades del CONNA no lo sepan, separar a los niños de las niñeras significaría, muy probablemente, la muerte para ellas.
En El Salvador, los únicos que se han preocupado por conocer y ayudar a las niñeras de la pandilla y a su niños son oenegés que trabajan con fondos de la cooperación internacional. Aunque esta ayuda, en realidad, no estaba pensada para las niñeras sino para mujeres que crían a hijos de mujeres presas, niños que salen de la cárcel. Mujeres que no han sido amenazadas por una pandilla.
Este proyecto estaba elaborado para durar seis meses y se trataba de apoyo psicológico dividido en dos modalidades: tratamiento individual y grupal. Además de eso, cada mujer recibía un incentivo de $250 en tres desembolsos durante un año que debía servirles para emprender un negocio. No todas lo recibieron y quienes sí, se lo gastaron en el proyecto y en otras necesidades.
La ayuda llegó a las niñeras en parte por error, y en parte porque su situación es conocida por muchos en sus comunidad. Tanto así que fue un promotor el que las enlistó para que fueran incluidas en el proyecto.
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Tony tiene un trato especial entre los homeboys. Es discreto y de pocas palabras incluso con su madre. En su rostro se vislumbra la mirada altiva de pandillero y nunca responde a preguntas de alguien que no conoce. Es insobornable –ni con comida- y sabe distinguir entre sus diferentes familias. Sabe quién puede prohibirle cosas y quién no.
Tony se reserva su expresividad, su personalidad real, para los pandilleros. Sale con ellos a la esquina, se sienta en las bancas cerca del parque, se ríe de sus chistes. Se siente bien. Los pandilleros del Barrio 18 lo tratan con naturalidad, celebran cuando pide un dólar a la usanza pandillera a algún habitante de la comunidad. Lo tratan como a uno de los suyos. Tony sabe que es hijo de un pandillero y se comporta como tal.
Tony callado. Tony hablando con los pandilleros. Tony pidiendo un dólar en el parque. Tony sacándosela para orinar donde le place. Tony respondiendo a su taca, su apodo en la pandilla. ¡Tony con taca! Tony peleando. Tony rifando el barrio. Tony respondiéndole mal a su madre postiza. Tony hijo de un pandillero. Tony casi pandillero. Tony tiene cuatro años.
Este niño de cuatro años es hijo de un pandillero del Barrio 18 y de su jaina. Ambos están en prisión desde hace tres años, y desde entonces lo dejaron asignado a Marcela, convirtiéndola así en otra niñera de esta misma comunidad de San Salvador.
La historia de Tony es también la de una madre que tiene a un hijo de la pandilla que ya empieza a comportarse como tal. La niñera de Tony es muy joven y aunque nunca decidió tenerlo a su cargo, ahora debe criarlo como a su propio hijo, pero bajo las reglas de otros.
Por ejemplo, hay cosas que esta mujer no puede decidir con total libertad. Si se cambia de casa, tiene que pedirle permiso a la pandilla. Si se lleva al niño para un lugar lejano, debe informar al palabrero, al jefe de la pandilla en este microcosmo, y si el niño sale a jugar con los pandilleros, nada puede –ni debe- hacer para impedirlo.
Marcela acuesta a Tony en sus piernas y lo duerme. Lo arrulla mientras le soba el pelo y lo abanica con sus manos para espantarle el calor. Mientras platicamos, ella acepta con una sonrisa que una de las cosas que más le gusta al niño es escuchar las historias de su padre que le cuentan los pandilleros.
De todos los asignados a las niñeras de la pandilla en esta comunidad, Tony es el más claro ejemplo de todos los problemas que estos niños pueden tener. El abandono de sus padres y quedar a cargo de una extraña.
Este niño, a sus cuatro años, no tiene papeles. Ni partida de nacimiento, ni nada. Su única identidad es su nombre, por el cual lo llama su madre y los homeboys de la colonia. Ante esto, su nueva madre no sabe muy bien qué hacer, y piensa que es un problema que se solucionará con el tiempo.
–¿Y cómo vas a hacer para inscribirlo en una escuela? – pregunto.
–Yo quiero ir a ver a la alcaldía, a intentar alcanzar la partida – responde Marcela.
–¿Y qué vas a decir que sos del niño?
–No, no piden mayor explicación.
–Y en alguna institución del Estado, ¿qué les decís vos que sos?
–La mamá.
–Y si tuvieras que ir al hospital, para sacarlo tenés que comprobar que sos familiar de él. ¿Qué harías?
–Este… no sé. No sé la verdad. Buscaría una institución que me ayudara con la documentación de él. Pero yo siento que si hago eso me lo pueden quitar.
LEA EL ESPECIAL: NIÑOS PRESOS
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El control de las pandillas en los barrios se manifiesta de diferentes formas. Una de ellas, quizá la más conocida, es la delimitación territorial, las fronteras de muerte impuestas en el imaginario colectivo, pintadas con sangre y plomo. Uno no se puede cruzar esta calle, no puede ir a aquella colonia, no puede entrar a este barrio sin el permiso de la pandilla.
También existen otros tipos de control que se manifiestan en la modificación de la cotidianidad de las personas. Las formas de vestir, de peinarse, las marcas de ropa que no se pueden usar, los tenis prohibidos y un largo etcétera.
Pero el control de la pandilla también se manifiesta alterando la vida entera de las personas, dándoles diferentes usos o roles. La pandilla tiene, por ejemplo, diferentes usos para las mujeres.
Aunque desde el año 2000, el papel de la mujer en la pandilla ha sido relegado (ya son muy pocas clicas o canchas –como la MS y el Barrio 18 llaman a las pequeñas células que las forman- las que brincan mujeres), ahora su rol se puede clasificar básicamente en tres: jainas o novias; colaboradoras; y esclavas sexuales.
Sin embargo, el fenómeno de las niñeras es nuevo. Los casos de Damary, María y Marcela son diferentes. Ellas son mujeres, probadas como madres por la pandilla, a las que se les ha impuesto una nueva forma de esclavitud: criar hijos de pandilleros bajo amenaza, lejos del amparo de la ley, sirviendo como una especie de niñeras. Son los nidos que el Cuco eligió como nuevo hogar para implantar a sus polluelos.
Este reportaje, elaborado por Revista Factum, está incluido en Niños Presos, el proyecto periodístico de El Intercambio, que relata la vida de los niños que viven con sus madres en las cárceles de Guatemala, Honduras y El Salvador. El proyecto completo se puede leer en este enlance.
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4 Responses to “Las niñeras del Barrio 18”
Mi pais se pudre y no va cambiar jamas.. Adonde va El Salvador? No va hacia ningun lado bueno cada dia mas violento se hizo pais de pandilleros…
Este reportaje mas parece una novela, sin estar allí y por mi experiencia en El Salvador, los casos que viste no son de niñeras obligadas a cuidar niños, son personas miembros de la pandilla que su rol en la misma es hacer eso, ustedes o se dan paja para darles paja a los “cooperantes” de la revista o se dejan dar paja de los miembros de pandillas