La obstinación presidencial

Vivir en sociedad implica seguir determinadas reglas. Día a día nos sometemos a distintos “sistemas normativos” que se imponen en la casa, escuela, deporte, iglesia y sociedad. Nos ceñimos a reglas que, en principio, buscan ordenar y armonizar nuestra convivencia. Lo mismo pasa cuando hablamos del Estado. Todas y todos, particulares y funcionarios, estamos sometidos a un sistema de normas bajo las cuales debemos actuar.

En el último tiempo –y cada vez con más frecuencia e insistencia –hemos visto cómo el presidente Nayib Bukele y su círculo se empecinan en contrariar las reglas del juego, una y otra vez. Sus actuaciones hacen alarde de una peligrosa soberbia en el ejercicio del poder que lleva, de paso, la nula tolerancia a la crítica y la incapacidad de aceptar errores y corregirlos.

Cada incumplimiento de parte del ejecutivo viene con una justificación y una demagogia peligrosa, incendiaria, de constante división, de binomios, de choque; un discurso «del otro» que me contraría como mi enemigo, en una narrativa donde existen bandos: «los buenos y los malos», «nosotros y ellos», «quienes apuestan por la vida y quienes desean la muerte», «las nuevas ideas versus los mismos de siempre», «el que nos protege contra quien busca nuestro mal». Ese discurso es nocivo y siempre busca confrontar. Lleva de fondo la intención de hacer creer que respetar las reglas del juego (nos) traerá consecuencias perjudiciales. Y entonces, ante el fracaso, la solución es culpar a quien tenemos enfrente, incluyendo al árbitro.

En el último tiempo, mucho se ha hablado de Estado de Derecho, de separación de poderes, de respeto a la Constitución, sobre todo en boca de abogadas y abogados. Y la reacción de varios ha sido pedir que se deje de criticar todo: «no dejan trabajar», «no cuestionen porque no dejan avanzar». Esto ocurre cuando la exigencia de quienes conocen del derecho ha sido única y constante: el respeto a la Constitución.

“Las actuaciones del presidente hacen alarde de una peligrosa soberbia en el ejercicio del poder que lleva, de paso, la nula tolerancia a la crítica y la incapacidad de aceptar errores y corregirlos” 

Y es que todos esos aspectos son elementos básicos para el funcionamiento de un Estado. Someterse a la normativa reconociendo la supremacía constitucional, respetar los controles interorgánicos y, en definitiva, limitar el poder, no solo son palabras bonitas que explican lo que es el Estado de Derecho. La historia nos ha enseñado que el presupuesto para el respeto a los derechos humanos es, precisamente, el límite al poder.

No se trata de perderse en tecnicismos o que esta exigencia les compete solo a quienes entienden el lenguaje jurídico. Se trata de procurar el cumplimiento de mínimos para el ejercicio de nuestros propios derechos, sobre todo en una crisis como la que vivimos, en la que es evidente que no necesitamos autoridades estilo monárquicas o mesiánicas; necesitamos un líder y un equipo que de verdad cumpla y haga cumplir la Constitución. Eso implica, en primer lugar, someterse irrestrictamente a  lo que ella dice.

Pareciera ser que, históricamente, el actuar de nuestros gobernantes consiste en ir contra las reglas dictadas, porque les complica sus objetivos. Pero como salvadoreños y salvadoreñas es importante que tomemos consciencia de que las reglas están hechas para respetarse y no son un obstáculo, sino que, al contrario, son las que nos permiten avanzar en armonía. No son un impedimento para concreción de fines, a menos que esos fines tengan propósitos oscuros. 

Hoy por hoy, tenemos un presidente que amenaza, que tergiversa, que hace uso de la manipulación de la opinión pública como política de Estado, que crea conflictos y falsos enemigos, que no comprende la lógica de los Derechos Humanos. Lastimosamente, el presidente tampoco está rodeado de personas sensatas. Al contrario, pareciera que entre ellos se exacerban mutuamente y se dan espaldarazos sin sentido.

Esto genera que buena parte de la población haga eco a frases preocupantes como «qué bonita dictadura». Hay incluso mensajes de apoyo al presidente con imágenes de armas de fuego, poniéndose «a disposición». También la constante apelación absurda al artículo 87 de la Constitución –que presupone una situación gravísima y violenta– es algo que está muy alejado a lo que necesitamos como sociedad en El Salvador.

“La historia nos ha enseñado que el presupuesto para el respeto a los derechos humanos es, precisamente, el límite al poder” 

En este escenario, nuevamente, ha sido la Sala de lo Constitucional la que ha jugado un rol de árbitro. Es imperante tener claro que el árbitro, cuando hace bien su papel, va a señalar lo que está mal, independientemente de que eso sea del agrado de quienes participan. Su rol es ese: cuidar las reglas del juego. Y eso es lo que la sala le ha ordenado a los otros dos órganos del Estado: hagan las cosas bien y bajo el marco establecido.

Por ello, tenemos que apartarnos del discurso antagónico de que «respetar la vida o respetar la Constitución» son cosas distintas o excluyentes. ¡No lo son! Nuestra débil democracia no puede sucumbir a berrinches, a absurdos sin fin o a incapacidades de gobernar según las reglas del juego. 

Es probable que el discurso del órgano ejecutivo no cambie. Pero aún cuando el presidente se empecine en sostener sus constantes ataques a la democracia, debemos seguir ejerciendo contraloría ciudadana. Hace falta mucha sensatez, madurez y cordura en nuestros funcionarios, pero por eso no debemos dejar de insistir en que las cosas se hagan bien. Nadie quiere ver fracasar al gobierno. Por el contrario, a todas y todos nos interesa ver salir al país adelante de tantas crisis que nos toca afrontar. Pero debe hacerse respetando el marco institucional y normativo bajo el cual debemos actuar.


*Gabriela Santos es abogada y profesora de la Licenciatura en Ciencias Jurídicas de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), de El Salvador. Tiene un magíster en Derecho por la Pontificia Universidad Católica de Chile.

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