El presidente ausente

Más allá de los insultos habituales, y de la habilidad para gastar horas en diatribas partidarias, a Sánchez Cerén lo recuerdo enérgico, elocuente a su manera, con iniciativa propia y mando, siempre que Schafik lo permitiese. Corría la primera mitad de la década pasada y las sesiones de la Asamblea Legislativa aún se hacían en el edificio anexo, en una incómoda sala donde sobraban los micrófonos. Ningún reportero de política de entonces dudaba de la importancia de Sánchez Cerén en su partido y, por conexión, con la vida pública del país, odiado, querido, reconocido e ignorado: el menos vistoso de los comandante se mantenía vigente.


El tiempo ha cambiado muchas cosas.

La sombra que comenzó en el quinquenio anterior se ha acentuado en este, en el suyo. Sánchez Cerén ha sorteado casi siete años en el ostracismo, pasando de ser el vicepresidente y ministro de Educación deliberadamente ajeno al principal problema del país -incluso de la violencia que arrebató la vida de decenas de estudiantes durante su gestión- a un presidente símbolo.

Aquejado por una enfermedad misteriosa, debido al tesón de Casa Presidencial por no revelar oficialmente de qué se trata, Sánchez Cerén ha cumplido su rol: después de sus chequeos rutinarios en La Habana al presidente lo han paseado en todas las ferias del buen vivir, lugares inmaculados para la ocasión y milagrosamente seguros; ha desayunado tamales en Residencia Presidencial con centenares de personas; ha posado y sonreído como abuelito feliz en los spots que anuncian que el país va por buen camino; ha cumplido “su sueño” de crear una escuela de teatro infantil, uno de sus más grandes logros a juzgar por la publicidad gubernamental; y ha esquivado, como boxeador experimentado, todas las preguntas sobre la tregua entre pandillas.

Hace unos días, el presidente pareció despertar. La historia ya es conocida y sucedió durante una conferencia de prensa donde le pidió a una periodista respeto. Al presidente le molestó una pregunta hacia su ministro de Defensa, una inquietud que buscaba saber por qué Munguía Payés, el ideólogo de la tregua, se hace el desentendido después de que se conociera que en El Salvador, dentro de una cárcel, es posible celebrar a la Virgen mientras se aplaude a un grupo de bailarinas desnudas.  Al presidente le molestó lo que consideró un hostigamiento a su funcionario, una pregunta “partidista”, y no tanto que el penal de Izalco se convirtiera, sin cervezas pero con pollo Campero, en una sucursal momentánea del Luxor.

¿Alguna vez, siendo vicepresidente, le dijo al presidente Funes que su estrategia de pactar con las pandillas era incorrecta, tal como la catalogó hace unos días? ¿Siendo número 2 del gobierno que implementó la tregua, el ahora presidente se sentía libre de responsabilidad? ¿Habrá pensado en renunciar, o enfrentar públicamente a su jefe, por no estar de acuerdo con una estrategia tan radical? ¿Callarse ante lo incorrecto habrá afectado a su ética? Interrogantes sin respuesta pues el momento de energía, de lucidez presidencial, quedó sepultado por las acciones venideras.

Días después, el presidente trató de mostrar alguna certeza para enfrentar la violencia, aunque con la ya habitual desconexión de la realidad: después de acusar a los medios de comunicación de crear un ambiente de percepción sobre tanta muerte anunció que analiza decretar un régimen de excepción para aplacar la violencia; después de aceptar el repunte de homicidios -23 diarios- aseguró que era una respuesta de las pandillas a la estrategia de seguridad del gobierno que “está dando resultados”.

¿Los medios de comunicación han creado una falsa percepción de inseguridad en un país donde hay miles de homicidios, pese a que la estrategia de seguridad es un éxito, que será aún más exitosa cuando se saque a todos los militares a las calles y las libertades individuales se supriman momentáneamente? Algo no cuadra en esa ecuación. Alguien que le haga otra pregunta incómoda al presidente. Quizá esta vez se quede despierto.

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