¿Dottie votaría por Trump?

Esta mañana me acordé de Dottie: ¿votaría por Trump?

Joe Bagiant, el viejo periodista literario gringo, nos presentó a Dottie hace ya algún tiempo, sin permitirse ningún matiz edulcorado: una pobre, ignorante, gorda (130 kilos) y cincuentenaria integrante fiel de esa especie de gringos que, a los sesenta, semejan “una pandilla de batracios hipertensos de rostro sonrojado, pillados por sorpresa en mitad de un concurso de toses y gargajos”.

Dottie era del estado de Virginia, y toda su vida vivió en Winchester, el pueblo en el que nacieron también la cantante country Patsy Cline (a quien la “gente de bien” no bajaba de puta borracha) y el propio Bagiant. Allí también nacieron otros miles de güeros y güeras, predominantemente obreros y campesinos pobres, ultraconservadores, republicanos y cristianos fundamentalistas como ella.

Según Bagiant, Dottie estaba inhabilitada para trabajar “por una acumulación de problemas cardíacos, diabetes y otras enfermedades varias. Tiene la presión arterial tan alta que el doctor una vez pensó que el aparato se le había estropeado. Y, por si fuera poco, está quedándose ciega”.

Y esta mañana me acordé de ella, aunque lo más probable sea que Dottie ya ni siquiera esté viva: “el problema es que el seguro médico le cuesta tanto como el alquiler. Su marido gana ocho dólares por hora limpiando coches en un concesionario, y si no hay accidentes les quedan 55 dólares a la semana para comida, calefacción y todo lo demás”.

Si les surgía algún algún imprevisto, aunque fuera de 30 dólares, dejaban de comprar alguna de las medicinas que Dottie utilizaba, lo que provocaba que sus múltiples males se agravaran.

Dottie, en suma, era una #WhiteTrash (así les llaman, lo juro). Una gringa pobre de la América profunda, que siempre iba a la iglesia pero era incapaz de señalar Francia en un mapa -“suponiendo que tenga uno”. Su mundo era muy pequeño.

Bueno, pues me acordé de ella, de Doña Dottie, porque esta mañana leía los tuits y artículos histéricos de cientos de preocupados liberales latinoamericanos y europeos, afligidos hasta el cansancio por el triunfo de Donald Trump, futuro presidente de los Estados Unidos de América.

Y sus argumentos no me convencían del todo.

Sí, en el triunfo de Trump hay un aroma putrefacto a fascismo. Sí. Por supuesto. Y también tiene un tufo a odio racial, machismo y xenofobia, que impregnó el discurso del hombre anaranjado con peluquín y fue repetido hasta la saciedad por la gran prensa global. Sí.

Pero a mí, que la verdad cada vez me da por ponerme más a la izquierda, la explicación única del “votó la supremacía blanca” y la “xenofobia antilatina, antiárabe y antiasiática” me parece poco creíble. O por lo menos insuficiente.

Porque conozco la historia de Dottie y algo (aún mucho siempre es poco) de Estados Unidos. Y sé que en el corazón del capitalismo mundial hay millones de obreros y campesinos güeros igual de jodidos, y endeudados, que millones de obreros y campesinos prietos de nuestras regiones.

Y no es una figura retórica.

En Estados Unidos hay millones de obreros y campesinos que, en los últimos 30 años de capitalismo salvaje, también perdieron sus tierras, sus bienes o sus empleos porque, como nos ocurrió a todos los demás, la globalización les pasó por encima, como una aplanadora de cuarenta toneladas que corre sin frenos a 150 kilómetros por hora.

¿Quién no ha visto los estragos en Detroit, agónica tras el cierre de las armadoras de automóviles? ¿O las imágenes de campesinos en Dakota o Arkansas rematando sus bienes? ¿Y la quiebra de condados y ciudades enteros?

Como ocurrió en el mundo occidental, también a los gringos de a pie les cerraron sus fábricas, les quitaron sus tierras y les redujeron a nada la seguridad social. Nunca como a nosotros los latinoamericanos, claro, que tenemos regiones azotadas por la miseria más impensable que un ser humano pueda vivir (excluyo a África, que lamentablemente se mide de otra manera). Pero lo vivieron.

Porque sus fábricas y maquiladoras se fueron a otras regiones (como la nuestra) donde ya les tenían preparada mano de obra abaratada, en franco estado de esclavitud, y masas de trabajadores silenciosos, hambrientos, analfabetas funcionales, incapaces de protestar o de reflexionar sobre su entorno social, político y económico.

Muchos de esos gringos, como Dottie -como nos pasó a nosotros- vieron muertos de miedo cómo sus tierras dejaban de ser rentables, ante el embate de las grandes corporaciones multinacionales. Atestiguaron cómo su pequeña industria local era barrida por las grandes firmas globales. Sintieron cómo su trabajo era abaratado y convertido en prescindible de un día a otro. Vieron cómo sus sindicatos, salarios y derechos laborales eran disminuidos a escombros y cómo su vida quedaba reducida a deuda sobre deuda.

A ellos, como a nosotros, les vendieron una idea de sociedad global: individualista, consumista, utilitaria, desechable, desunida, amaestrada para la lógica del mercado del individuo por el individuo y no del ser social, grupal, gremial. Y esa idea se estrelló contra el suelo sin que los “liberales demócratas” pusieran un poco de paja para amortiguar el madrazo. Obama, todo carisma, no fue la excepción.

Bagiant, en el 2004, cuando escribió sobre Dottie y otros de sus paisanos, lo resumió así:

“Lo que los liberales urbanitas no han hecho (esos hipters liberales universitarios de la costa Este y los ricachones neohippies de la costa californiana), es darse un paseo por la tierra de los gordos, exponerse a entrar en contacto con la sucia clase trabajadora americana, esa Norteamérica provinciana de gente que va a la iglesia, que practica la caza y la pesca y que bebe Bud Light”.

Es ese otro Estados Unidos: derrumbado, pobre, endeudado, muerto de miedo, sin siderurgia, banca, teléfonos, ferrocarriles, aeropuertos y puertos, comunicaciones, minas, playas, carreteras, puentes, tierras, montañas, ríos, agua, electricidad, pesca. Y que también vota. Como todos nosotros, que hoy casi estamos obligados a cantar a coro: “piensa ¡Oh, Patria querida! que el cielo un mesero en cada hijo te dio”.

Ver el mapa de la elección de este 8 de noviembre y contrastarlo con el mapa de algunos de los condados más pobres de Estados Unidos puede ayudar un poco: Texas, Alabama, Arkansas, Misisipi, Luisiana, Virginia. Los sitios donde más se ha resentido la pérdida de esas 60 mil fábricas y cinco millones de empleos que Trump les prometió recuperar.

Al menos a mí no me parece descabellado pensar que esos gringos también pudieron salir a votar por “un nuevo renacer”, pero sobre todo por un “obligaremos a las fábricas a regresar a Estados Unidos”.

El Tratado de Libre Comercio, otro de los enemigos del hombre anaranjado, por igual barrió industrias pequeñas en México como en Estados Unidos. Y la catástrofe del campo mexicano de cosecha no industrial, el de la gente más humilde, también fue la catástrofe de los campesinos no industrializados gringos. No se crean que no.

Y si un loco fascista les ofrece volver atrás de todo aquello, esos seres muertos de miedo, de hambre, de rabia, de deudas, lo votarán sin pensárselo dos veces.

Bagiant, el gigante cronista de la América profunda, ha muerto, pero su periodismo literario no. Y ahí dejó algunas claves que hoy nos ayudarían a entender, al menos  un poco, lo que ha ocurrido con Trump este 8 de noviembre.

Lean sus Crónicas de la América Profunda. A mí, al menos, me hicieron preguntarme si Dottie votaría por Trump:

“Aquí, en mi ciudad natal, Winchester, en Virginia Occidental, resulta imposible darle esquinazo a esa América profunda que llevó a George W. Bush a la victoria en 2004 (es la misma que elegiría a un tipo igual de indeseable… aunque luego se volvieran contra él como perros salvajes, por su intento de convertirse en emperador, o lo sacaran a rastras del Despacho Oval bajo custodia)”.

 

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