Amor corrupto

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Esta es una historia de amor. Un idilio que no es nuevo, que no se olvida, y que ha permitido que El Salvador, además de migrantes, exporte expresidentes corruptos una vez dejan el cargo. Principalmente a Nicaragua.

El amor con la corrupción viene incluso desde antes de Funes o Saca. O Flores, y la ayuda de Taiwán que nunca llegó. O la privatización de Cristiani que únicamente benefició a un reducido segmento de la población. O Molina, y el primer Miss Universo, con la ferviente necesidad de alejar la atención de la represión y el saqueo.

Un amor que atraviesa generaciones y que ha permitido que el desarrollo sea tan escaso como encontrar petróleo. A lo largo de décadas, El Salvador ha sido permisivo con los corruptos de turno mientras han ejercido sus funciones o han ostentado el poder. Ese amor, que luego se transforma en odio pasajero, ha permitido escoger a los mejores lobos disfrazados de ovejas. Un efectivo ciclo que es aprovechado por nuevos truhanes que prometen castigar a los viejos lobos. Truhanes que son igualmente corruptos -o incluso más-, a los que se les perdona todo mientras puedan mantener la ilusión de la venganza. Luego, el ciclo continúa.

El único temor evidente de los corruptos en vigencia radica en la pérdida del poder y estar sujetos a inminentes revanchismos políticos. No es un temor a una justicia efectiva. Es el temor a que los futuros corruptos que controlen la justicia les cobren las cuentas, como se las cobraron a Flores, a Saca o a Funes. Y como pasará con Bukele.

La corrupción se ha aferrado tanto a la sociedad salvadoreña que hasta aparece invisible, como ese moho que decora las paredes en los edificios olvidados. Tan acostumbrado está el país que cuando se habla de corrupción, los salvadoreños piensan en los políticos como única fuente corrupta.

Y ese es parte del problema. La incapacidad de ver cómo la microcorrupción alimenta la corrupción que hace perder millones, que hace que las 5 mil escuelas que se iban a construir sean otra promesa vacía, que hace que un gobierno se vaya al casino con el dinero de todos.

La microcorrupción de cada día es un patrimonio de El Salvador. Y esto tiene al menos dos explicaciones. La más evidente viene de la impunidad. Si no hay consecuencias por ser corrupto, y si al contrario se premia, ¿para qué entonces me voy a preocupar en ser otra cosa? Esa falta de castigo, esa impunidad, salta a la vista cuando a los salvadoreños los sacan de su hábitat corrupto al que están acostumbrados: esos mismos salvadoreños son ciudadanos ejemplares en Estados Unidos, en Europa, en Australia o dondequiera que se respeten las leyes. Donde existe una consecuencia ante una falta.

La cultura de la vivianada, un marca registrada del actual gobierno, es un lastre del cual deberíamos sentir vergüenza y no ese estúpido orgullo.

Y aquí viene la segunda explicación. No es solo la falta de consecuencias; es que hoy los influencers de la corrupción están en un pedestal. Piensen en Osiris Luna, el director de centros penales, probablemente uno de los funcionarios con más señalamientos de corrupción, que sigue recibiendo su salario sin ningún tipo de preocupación. Piensen en Pablo Anliker, el exministro de Agricultura. Piensen en Carolina Recinos. Y la lista sigue.

Piensen en el presidente. ¿Qué otra figura de autoridad representa el éxito de la corrupción sino aquel que torció todas las leyes posibles para mantenerse en el poder y así lucrarse de él? La niñez recibe un mensaje terrible: una fábrica de Bukelitos, pequeños corruptos, para hipotecar aún más el futuro de El Salvador.

Cada 9 de diciembre se conmemora el Día Internacional contra la Corrupción. Es una buena ocasión para cuestionarnos: ¿Amamos la corrupción en El Salvador? No, no la amamos. Pero nuestra pasividad, nuestro silencio cómplice, la alimenta y le permite crecer.

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