Prisiones salvadoreñas: el retrato de una crueldad extraordinaria

Bajo el (débil) argumento de que las medidas extraordinarias están logrando su objetivo y han logrado disminuir los índices de violencia en el país – movimiento que, por cierto, puede fácilmente atribuirse al ciclo electoral- la Asamblea Legislativa, que valora una una nueva prórroga, ha decidido despojar a las personas privadas de la libertad de sus derechos constitucionales y lo han hecho sin siquiera buscar evidencia fehaciente sobre su efectividad o consecuencias.  

Foto FACTUM/Salvador Meléndez


Juan cumplió veinte años hace un mes. Como regalo de cumpleaños, su madre consiguió que un abogado lo trasladara del penal de Izalco al de Apanteos, en El Salvador. Juan lleva ya un año y medio en prisión preventiva y su audiencia de juicio se ha pospuesto por tercera vez. Formalmente, lo acusan de pertenecer a una célula de la pandilla 18 que se dedica a la extorsión; aunque, en realidad, el error más grave que ha cometido Juan es vivir en el empobrecido barrio de Las Palmas, escenario común de redadas masivas contra jóvenes presuntamente pandilleros. Desde que se implementaron una serie de “medidas extraordinarias”, hace dos años, se cancelaron las visitas familiares y cerraron las tiendas institucionales, donde las personas privadas de la libertad podían comprar artículos de primera necesidad. Desde que ingresó, Juan viste la ropa interior que llevaba puesta al momento de su detención. Todo lo demás se lo quitaron. Hace meses que sólo usa agua para su higiene, cuando ocasionalmente hay disponible.

En Izalco, Juan compartía una celda pequeñísima con otros sesenta reclusos, por lo que no era poco común tener que pasar veinticuatro horas del día con partes de su cuerpo fuera de la celda. A pesar del hacinamiento, debido a las nuevas medidas, las autoridades redujeron drásticamente las horas de patio. Salen de la celda tres veces a la semana, por una hora. Recién llegó a Apanteos, a Juan le detectaron un estado avanzado de tuberculosis, pero no hay tratamiento disponible. Sus probabilidades de llegar a los veintiuno se hacen cada día más estrechas. Como Juan, hay al menos otras 18,000 personas esperando su juicio; la mayoría se compone de jóvenes menores a 25 años, con educación básica, identificados como pandilleros.

El Salvador continúa escalando en la lista de naciones con las tasas de uso de detención provisional más altas de Latinoamérica. En los últimos cuatro años, la proporción de personas en prisión preventiva aumentó en 43.3%. Uno no termina de entender cuál es el problema con ello hasta que se imagina encerrado en un entorno despiadado, por años, sin enterarse de qué se tiene que defender y sin conocer la fecha del juicio. Que sea una realidad común en el hemisferio, no quiere decir que sea tolerable. En democracias consolidadas, donde se respetan los derechos humanos, las autoridades son capaces de probar si existen, o no, condiciones para que una persona enfrente un proceso penal en libertad y, en ese sentido, si debe ser privada de la libertar como cautela o si se le pueden otorgar medidas alternativas, como el arresto domiciliario. Esa es la regla. En El Salvador, en cambio, todo funciona al revés. Primero se captura y después, con algo de suerte, las autoridades encuentran evidencia para probar la participación en una actividad criminal. Tampoco se esfuerzan demasiado. Cada día es más común que, en una sola operación policiaca, se detengan entre cien y doscientos jóvenes. Para mandarlos a prisión preventiva, a muchos jueces les ha bastado únicamente el testimonio un policía o testigo protegido identificándolos como pandilleros. Si ello se había consolidado como una práctica común en los años recientes, desde que Donald Trump identificó a la pandilla MS-13 como uno de los grandes males que aquejan a los Estados Unidos, el gobierno salvadoreño ha respondido energéticamente con la ejecución de operativos que aspiran a lograr un nuevo récord en detenciones.

Menos derechos, ¿más seguridad?

En todo el mundo, los gobiernos hacen uso de políticas de mano dura cuando la actividad criminal ha escapado de su control. La población, atemorizada, frecuentemente está dispuesta a flexibilizar las reglas del proceso penal si con ello se garantiza que los maleantes terminen en la cárcel. El epítome de ese escenario es El Salvador. Desde hace varios años, la población salvadoreña enfrenta una criminalidad inhóspita, con una de las tasas de homicidios más elevadas del mundo. No hay duda de que, en este país, los crímenes cometidos por las pandillas tienen características especialmente crudas. De forma que de ninguna manera resulta inaudito que a la sociedad le haya parecido razonable que el gobierno implementara políticas radicales y urgentes. Un dato muy ilustrativo es que, de acuerdo con un estudio del Instituto de Opinión Pública de la UCA (IUDOP), más del 60% de la población aprobaría o entendería operaciones de ejecuciones extrajudiciales con fines de limpieza social.  Ante la presión pública, las redadas y las detenciones no paran y, hoy, es el país con la segunda tasa de encarcelamiento más alta del continente – sólo por debajo de Estados Unidos- con 500 personas privadas de la libertad por cada cien mil habitantes.

Por supuesto, como ha sido probado una y otra vez, un aumento en el número de las personas en prisión no se traduce en un decremento en los índices de criminalidad. Ningún otro país mejor que El Salvador como prueba de ello. Ante esa realidad innegable, la nueva narrativa gubernamental para justificar su agresiva política de seguridad se ha centrado en comunicar a la población los datos que les permiten concluir que la causa del reciente auge delictivo ha sido que gran parte de los delitos se planean y dirigen desde las cárceles.

Las medidas extraordinarias

Bajo ese argumento, el 1 de abril de 2016, la Asamblea Legislativa, a petición del Ejecutivo, aprobó una serie de medidas extraordinarias, encaminadas a controlar las comunicaciones de las personas privadas de libertad con el mundo exterior. Con base en dicha ley, las autoridades penitenciarias suspendieron todas las visitas de familiares y conocidos, se cerraron las comisarías, impusieron restricciones severas a los abogados defensores y, para este momento, ya han prohibido el acceso a el Comité Internacional de la Cruz Roja a todas las cárceles del país. También se realizan traslados forzados de un penal a otro, con el objetivo de alejar a los internos de sus comunidades de origen. A pesar del amplio movimiento de internos por razones de seguridad, todo traslado para asistir a audiencias judiciales se ha suspendido. Los procesados sólo pueden participar, de manera remota y sin acceso a su abogado, durante la audiencia de juicio. Con una abrumadora mayoría, la Asamblea también aprobó la implementación de un régimen especial de internamiento para “pandilleros”, un eufemismo para justificar las insalubres y crueles circunstancias a las que son sometidas las personas sentenciadas y procesadas, por igual.

Por definición, algo extraordinario sale fuera del orden o sucede rara vez o por un tiempo corto y definido. Sin embargo, lo que inició como una solución temporal con una máxima duración de un año, fue extendida por un año adicional que vence el próximo 1 de abril. Ante su inminente expiración, la Asamblea ha programado para la próxima semana someter a votación una nueva extensión, una vez más, por otro año. Bajo el (débil) argumento de que las medidas están logrando su objetivo y han logrado disminuir los índices de violencia en el país – movimiento que, por cierto, puede fácilmente atribuirse al ciclo electoral- las y los representantes del pueblo han decidido despojar a las personas privadas de la libertad de sus derechos constitucionales y lo han hecho sin siquiera buscar evidencia fehaciente sobre su efectividad o consecuencias.

La grave crisis humanitaria

De acuerdo a un informe publicado en junio de 2017 por la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) para evaluar los efectos de dichas medidas, las condiciones de habitabilidad de las prisiones ya se habían vuelto insostenibles. Y, de entre las miles de denuncias que han recibido por violaciones a derechos humanos a raíz de esta política, la preocupación más grave es la epidemia de tuberculosis que se ha desencadenado en los penales, como es el caso de Juan. Ocho meses contados a partir de su entrada en vigor, de acuerdo con las declaraciones de las propias autoridades penitenciarias, los casos de infección habían aumentado en 829%. A finales de 2017, las autoridades confirmaron que sólo en una sección del penal Izalco podría haber más de 1,200 personas infectadas. Además del inminente riesgo de un contagio masivo, la preocupación es que, cuando permanece sin atención, la tuberculosis es letal. Los internos de Izalco lo saben mejor que nadie: para junio de 2017, habían visto morir a doce compañeros por falta de cuidado médico.

Sorprendentemente, el reporte emitido por la Procuraduría –que detallaba con tremenda dureza la crisis humanitaria dentro de los penales- terminó sugiriendo la continuación de las medidas por un año más. No sólo eso, también defendió su efectividad proponiendo una relación causal entre la entrada en vigor del decreto y la caída en el número de homicidios reportados en el país. Aunque desprovisto del rigor estadístico más básico, el argumento propuesto en el informe contribuyó para que la Asamblea Legislativa decidiera prorrogar el régimen extraordinario por un año más. Desde entonces, las autoridades no han emitido información oficial que permita conocer en qué medida la vida dentro de los penales se ha agravado. Mientras tanto, ha documentado que la nueva política penitenciaria no sólo no tuvo un efecto positivo sobre la seguridad de la población salvadoreña, sino que ha derivado en los índices de homicidios más elevados de los últimos cuatro años.

Cambiando un par de nombres, no sería difícil de creer que se habla de México, Bolivia u Honduras. Toda proporción guardada, la vasta mayoría de las naciones latinoamericanas presentan condiciones de hacinamiento y abandono relativamente similares a las ahora descritas. También puede decirse con triste certeza que las violaciones sistemáticas al debido proceso son una dolencia continental. No obstante, en El Salvador se han prendido nuevos focos rojos desde que el Ministro de Justicia y Seguridad condujo una campaña mediática masiva para presentar a la población las celdas de aislamiento para aquellos sujetos que, presumiblemente, hayan participado en actos atentatorios contra cuerpos de seguridad: mazmorras que miden dos por cuatro metros, sin acceso a luz ni ventilación. Y, distinto a prácticas aparentemente análogas, la reclusión en estos espacios no tiene carácter provisional. No son horas ni días, sino meses o años los que éstas personas deben sobrevivir ahí. Es decir, el gobierno, a sabiendas de que el régimen de aislamiento prolongado e indefinido constituye una práctica violatoria del derecho internacional, ha decidido comunicar su estrategia con bombo y platillo. Sin embargo, a través esta maniobra publicitaria se entrevé una práctica de Estado que –en otros contextos-  la Corte Interamericana ya ha identificado con un nombre fuerte y claro: se llama tortura.

Ante las circunstancias irregulares bajo las que policías y militares detienen a las personas sería razonable asumir que una acusación penal arbitraria puede suceder en todo momento contra cualquier ciudadano. Pero todos sabemos que eso no es así. Las detenciones individuales y masivas suceden en barrios populares donde la gente vive bajo una compleja vulnerabilidad. Esto le sucede a quien no se puede defender. Lo cierto es que, una vez que el poder de la persecución penal se usa de manera ilegal en contra de un sector específico de la población, poco tiempo pasa para que la misma estrategia se justifique por otras razones sociales, ideológicas o políticas. El riesgo, no sólo es real, es enorme. Eventualmente, todos nos convertimos en Juan.

La buena noticia es que El Salvador no es el único país que ha tenido que superar un contexto de criminalidad compleja. Las experiencias de otros países apuntan a que el proceso de fortalecer y proteger el orden civil democrático es posible mediante un enfoque de seguridad ciudadana. Para ello, se requiere partir de tres premisas. Primero, la criminalidad no se resuelve mediante acciones dirigidas únicamente a la reducción de delitos, sino mediante un trabajo comunitario multifacético que impliquen mejorar las condiciones de vida de la población. Segundo, la impunidad manda la señal de que delinquir sin ser castigado es posible. Ello hace del crimen una actividad muy redituable y, por tanto, epidémica. En ese sentido, el fortalecimiento del sistema de justicia debe ser un pilar fundamental de cualquier estrategia de seguridad. Finalmente, los derechos constitucionales -incluidas las reglas del debido proceso- no deben entenderse como tecnicismos sino como mecanismos de rendición de cuentas para las autoridades que intervienen en el proceso penal; son garantías contra la arbitrariedad.

Tras su reciente visita a El Salvador, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas, Zeid Ra’ad Al Hussein, instó al presidente Salvador Sánchez Cerén a tomar acciones inmediatas para derogar las medidas extraordinarias. Su declaración fue secundada por la Relatora de Ejecuciones Extrajudiciales de la ONU, Agnes Callamard, quien constató que las medidas extraordinarias han resultado en la detención prolongada de 39,100 personas “bajo condiciones crueles e inhumanas” y llamó al cese inmediato de dicha política.

Ojalá que la Asamblea Legislativa tome en cuenta esta llamada de atención internacional ahora que la vigencia de las medidas está por extinguirse. Bien decía Benjamín Franklin que aquellos que renuncian a una libertad esencial para comprar un poco de seguridad momentánea, no merecen ni libertad ni seguridad, y acaban perdiendo ambas.


*Marien Rivera es Oficial de Programa de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF). Una primera versión de este artículo fue publicado en el Blog “Justicia en las Américas” de DPFL.

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