La redención de los que se quedan
En un pueblo salvadoreño conocido tradicionalmente por la migración masiva hacia Estados Unidos y la recepción de remesas, existe una pequeña comunidad cuyos protagonistas se han convertido en guardianes del arraigo. Trabajan para transformar la adormecida economía local. Van contracorriente en un lugar donde la principal elección sigue siendo irse.
La devoción por la migración se manifiesta en cada cuadra. En Intipucá, al sur de El Salvador, hay un parque en honor a los migrantes; una réplica gigante de la neoyorquina estatua de La Libertad en el patio de una de las casas; un museo con recuerdos de los primeros migrantes y, aunque el idioma oficial del pueblo y del país es el castellano, la publicidad en el estadio del municipio está escrita en inglés.
Este poblado se convirtió en un símbolo de la migración salvadoreña hacia Estados Unidos. En los noventas, los jóvenes querían irse y los únicos que se quedaban eran los ancianos. Medios de comunicación nacionales y cadenas internacionales llegaron a documentar la fuga masiva, el envío de remesas, las ringleras de casa vacías, y cómo, con la construcción de viviendas de lujo, la arquitectura estadounidense comenzó a sustituir a la vernácula.
El Salvador es un país de migrantes. Según el último informe publicado por la Oficina del Censo, El Salvador es el tercer país latinoamericano con la población más grande en Estados Unidos. Se estima que ya son cerca de 3 millones de salvadoreños en ese país, según el censo.
Intipucá, uno de los 262 municipios del país centroamericano, es una cuna de migrantes. Tiene una población de 7 mil habitantes y aunque no hay una cifra certera de los intipuqueños que migraron, los locales estiman que la mitad de su población vive en Estados Unidos. La alcaldía de la localidad está levantando un censo para determinar cuántas personas permanecen y cuántas se fueron.
El municipio llegó a ser conocido como “el pueblo fantasma”. Pero en medio de ese derrame de gente, surgió una pequeña comunidad que empezó a luchar por transformar la economía local e incentivar a los jóvenes a quedarse. Mientras todos se iban, ellos hacían lo contrario. Yaquelin Portillo, la directora de la Casa de la Cultura del municipio, fue parte de ese esfuerzo. Desde 2006, impulsando programas para que los jóvenes aprendan baile, pintura o panadería, empezó a trabajar por borrar el mote de pueblo fantasma. En paralelo, también germinaron esfuerzos de emprendedores que, contracorriente, están impulsando negocios locales para resucitar la economía de un municipio que por años estuvo condenado al éxodo.
Pero estas iniciativas, que han surgido desde la convicción personal, muestran que, pese a todas las intenciones, el resultado es limitado. La idealización del sueño americano prevalece y, más que eso, no hay esfuerzos articulados que permitan que estos proyectos sean sostenibles: para que más gente decida quedarse.
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Los habitantes de Intipucá se sienten orgullosos de su tradición migratoria. Han forjado un culto a Sigfredo Chávez, quien se cree fue el primer migrante en los sesenta: tienen su estatua en la plaza principal del pueblo, un museo donde resguardan su pasaporte y su boleto de avión; y una calle llamada “Hermano lejano”, en honor a todos los que se fueron.
La Casa de la Cultura, a tres cuadras de la estatua de Sigfredo Chávez, fue de lo más revolucionario que le pudo pasar a este municipio después de los noventa, al acabar la guerra civil salvadoreña. En aquel momento, cuando los jóvenes solo pensaban en migrar, Yaquelin, la directora del espacio, pensó en ofrecerles un “plan b”, para que irse no fuera la única opción.
Luis Ernesto Escobar es de las últimas generaciones de bailarines. Todas las tardes, desde 2014, dedicaba cuatro horas a los ensayos en la Casa de la Cultura. Su madre migró cuando él tenía ocho años. A esa edad, él se convirtió en padre de familia. Le tocó criar a su hermanito Ero, que entonces tenía tres.
“Mi mamá migró por el sueño americano, para mejorar nuestra situación económica. Primero se fue mi papá, pero después de un año ya no ayudó más”, relata el joven de 21 años.
Yaquelin empezó a notar que jóvenes como Luis necesitaban un espacio que les permitiera ocupar su tiempo libre. Intipucá es un pueblo que se apaga de abril a febrero de cada año porque la actividad económica y las actividades recreativas únicamente reviven en marzo, cuando se celebran las fiestas patronales del municipio y regresan al reencuentro con su familia muchos de los salvadoreños que migraron.
La guerra civil salvadoreña ocasionó una de las grandes olas migratorias. Con la firma de los Acuerdos de Paz, en 1992, El Salvador enfrentó una nueva fiebre de violencia. Esta vez, ocasionada por las pandillas, conocidas también como maras. Estos grupos se expandieron en todo el país y empujaron, a punta de balas y extorsión, a muchas personas al exilio. Intipucá no fue la excepción.
“Los muchachos me decían: ‘mi papá no está, mi mamá no está’. De ahí tomó más fuerza mi trabajo. Dije: ‘no puedo permitir que más jóvenes sigan muriendo’. Cuando empecé la danza no me imaginé que iba a ser tan grande. El alcalde me decía: un año te doy de ese proyecto”, relata la directora de la Casa de la Cultura.
Yaquelin cuenta que lo que más la motivó a trabajar con los jóvenes ocurrió en 2008, cuando empezaron a formarse pandillas en Intipucá.
“Ese año vivimos guindados de un hilo porque había otros muchachos que se venían a reunir a la Casa de la Cultura. Yo no podía cerrarles las puertas, pero hubo un día que salimos a una competencia de baile a San Miguel y nos amenazaron, nos tiraron unos envases de vidrio. En ese momento dije: esto está muy difícil, tenemos que cambiar la situación”, comenta la directora de la Casa de la Cultura.
Entonces Yaquelin buscó una tregua. Pidió a los jóvenes que la dejaran continuar.
“No sé de dónde saqué la fuerza, pero fui a hablar con uno de ellos y le dije: ‘tenemos que trabajar: vos por tu parte y yo por la mía. Yo no le voy a decir a los jóvenes que no vayan donde ustedes, pero les voy a dar una segunda opción de la que vos tenés’. Ellos pensaban que yo les iba a poner el dedo, o que les estaba quitando gente, pero no era así”, recuerda.
Los incidentes no pasaron a más y las clases en la Casa de la Cultura continuaron.
“Uno llega sin saber nada y con el pasar de los ensayos, de las clases, empieza a tener ritmo en el cuerpo. Yaquelin me ayudó a no tomar los caminos del mal porque eso es lo que inculca el baile. Si no hubiera prometido eso a mi mamá, y sin el apoyo de ella en la danza, andaría en caminos malos”, comenta Luis.
La primera generación de bailarines de la Casa de la Cultura estaba conformada por 20 jóvenes. La mitad se fue a Estados Unidos y la otra mitad se quedó a vivir en Intipucá. Uno vende lácteos en la entrada del pueblo, otro vende mangoneadas, otra es cantante y una tiene una venta de productos varios por el mercadito municipal. Lo que pasa en la Casa es también un reflejo de lo que continúa pasando en el municipio, en el país entero.
Las estadísticas de la agencia de Aduanas y Protección de Fronteras de Estados Unidos revelan un incremento de salvadoreños migrantes detenidos en la frontera sur en 2021 respecto a los últimos tres años. Este año, según los datos publicados hasta octubre, fueron capturados 98,690 salvadoreños, una cifra que casi triplica la cantidad de 37,042 retenidos en 2018.
Los expertos en migración indican que el incremento de la cantidad de deportados es proporcional al incremento de migrantes. Los datos de la Dirección General de Migración y Extranjería de El Salvador indican que las personas continuaron migrando en los últimos cinco años en El Salvador. 103 mil 994 salvadoreños, principalmente de Estados Unidos, fueron retornados entre 2017 y julio de 2021..
El desencanto
Los intipuqueños tampoco han dejado de migrar. Migración reporta que 1,108 residentes de Intipucá fueron retornados de EUA entre 2017 y agosto de 2021. Este año, con las secuelas económicas de la pandemia del coronavirus, ha incrementado la migración, según el alcalde de Intipucá, Elenilson Leonzo. Pone un ejemplo con el que él sostiene esa hipótesis: 47 habitantes del caserío La Agencia migraron hacia Estados Unidos este año.
“Este año se ha ido una comunidad entera. Tengo entendido que hoy están migrando más personas que en los tiempos pasados, con la pandemia muchas personas están impactadas, preocupadas por lo que está pasando”, afirma Leonzo.
No es posible contrastar su afirmación con datos de la municipalidad porque desde enero de 2021 la alcaldía está levantando un censo para determinar cuántos habitantes se fueron.
El alcalde señala dos causas de la eterna migración en el municipio que gobierna: que los gobiernos no se han dedicado a apostarle al financiamiento para los jóvenes y que, en su opinión, la cultura de remesas ha generado una especie de comodidad en la población.
“Los jóvenes se acostumbraron a las remesas, están acostumbrados a que se les mande ese dinerito y no quieren trabajar. Los dueños de restaurante se quejan de que nadie quiere ir a trabajar. No hay constancia de los jóvenes, pero tampoco hay constancia en el apoyo hacia ellos ni esfuerzos articulados”, señala.
Zuleyma Flores es profesora de niños de tercer grado de primaria en el complejo educativo de Intipucá. Para ella enseñar o hacer lo que hace es ir también contracorriente. Lo complicado, cuenta, es que cuando muchos niños cumplen los once años, sus padres los mandan a traer con coyotes.
“Cuesta bastante que lleguen porque el padre le está enfocando a los niños que no es prioridad el estudio y los maestros tenemos ese gran trabajo día con día de estar motivando a los alumnos para que lleguen”, comenta.
Ella, como Yaquelin en la Casa de la Cultura, enfrenta la misma limitante: pese a los esfuerzos locales, todavía prevalecen las intenciones de irse.
Óscar Chacón, director ejecutivo de Alianza Américas, una organización que trabaja con comunidades de migrantes en Estados Unidos, considera que esfuerzos locales o proyectos pequeños no logran tener el impacto deseado porque son iniciativas aisladas, y en los países de salida no hay una estrategia para aumentar la inversión social (educación, salud y vivienda) y crear políticas de empleos bien remunerados “y con beneficios generosos” para quedarse.
“Hay una desconexión entre esfuerzos puntuales como este, que se ubican en un ámbito micro de acción; y la realidad macro que ha sido una que no respalda, ni concatena, lo que esfuerzos micros buscan hacer”, opina el experto en movilidad humana.
César Ríos, director del Instituto Salvadoreño del Migrante (INSAMI), tiene 25 años de experiencia en temas migratorios. Desde la sociedad civil, ha impulsando programas para que la población invierta las remesas en algún emprendimiento local y, desde esa experiencia, cree que la deserción escolar que expone Zuleyma es un indicador de que los proyectos locales para evitar la migración irregular tienen un impacto muy limitado. Él coincide con Chacón que el principal problema es que se trata de esfuerzos aislados, y que no hay una estrategia conjunta, que incluya al Gobierno central, para transformar la realidad local.
“Hasta hoy se ha evidenciado que ningún plan, programa ni estrategia de los gobiernos han sido efectivos para enfrentar la migración y para la atención de la familia de los migrantes. Ha sido un fracaso”, señala el también experto en temas migratorios.
¿Y qué características debería tener un proyecto local para incentivar a que más gente se quede en un municipio de tradición migrante ? “No es un problema de un proyecto en particular. El problema es la inexistencia de estrategias genuinas de desarrollo integral alternativo y sostenible. Que abone la idea de que un mejor El Salvador, más equitativo, más tranquilo y seguro, más democrático, más honesto, es posible”, responde Óscar Chacón, el director de Alianza Américas.
Emprender en Intipucá
No hay políticas públicas enfocadas en atender las causas de la migración, pero sí hay pequeños esfuerzos alimentados por el optimismo. Como el que alienta a Willian Martínez. Él emprendió a los 24 años. Quería poner un negocio de lo que más le gusta y lo que más le gusta es el café. Notó que en Intipucá, donde apenas existe un comedor y un mercadito municipal, no había ningún negocio de este tipo y la mayoría de gente tomaba café soluble. Por eso él quería proponer algo diferente. Quería que su pueblo probara café gourmet, molido al instante y preparado en máquina, como él acostumbraba a tomarlo.
A finales de 2018, el Gobierno de El Salvador ofreció un capital semilla para jóvenes que quisieran iniciar un proyecto. La entrega del capital fue parte de un programa coordinado por la Comisión Nacional de la Micro y Pequeña Empresa (CONAMYPE), con financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo.
“El Gobierno nos dio las herramientas para que lo sacáramos adelante. Se nos había prometido el dinero, el capital semilla, pero cuando nos empezaron a dejar tareas la gente fue desertando y ya no quisieron seguir. Al inicio vinieron alrededor de 50”, relata William.
Willian recibió charlas. Los reunieron para capacitarlos y luego les dieron una parte de dinero para empezar su negocio. A cambio les exigieron asistir a reuniones, completar tareas, como encuestas entre los pobladores, y comprobar sus primeros gastos con facturas. Al final, sólo se graduaron cuatro personas, según recuerda el joven.
La Casa de la Cultura depende económicamente del Ministerio de Cultura y de los fondos que le donan las personas que migraron de Intipucá a Estados Unidos. La alcaldía, en cambio, depende de las transferencias que le haga el Gobierno central. Para el alcalde, hay un factor que ha empeorado el panorama: el Gobierno central ha dejado de trasladarle a los municipios el financiamiento que antes les servía para apoyar los programas sociales. Solo a Intipucá le adeudaban un millón 300 mil dólares hasta agosto pasado.
“Mientras no se asuma una responsabilidad de la migración como país y se deje de echarle la culpa a los jóvenes y a la familia, entonces se podrá hacer un buen trabajo. Hasta hoy los gobiernos han actuado responsabilizando exclusivamente a los jóvenes y a la familia del mal uso de la remesa, y nunca incentivan el ahorro, no hay políticas para transformar la remesa en el principal instrumento de negociación y gestión financiera”, agrega Ríos, el director de INSAMI.
Para Ríos, además de que no hay esfuerzos sistematizados, la Superintendencia del Sistema Financiero debería intervenir para que la banca privada diseñe productos para que la remesas dejen de ser vistas y usadas como fondos para consumo. Las remesas podrían servir, en su opinión, de garantía para créditos para vivienda, estudio y para inversión.
“Emprender no es para cualquiera. Hay una frase que a mí me gusta bastante: la pobreza se cura con trabajo, no con caridad. Por eso aquí tendrían que crear las condiciones para que el pueblo se ayude a sí mismo, es lo único que nos va a sacar del tercermundismo en el que estamos”, dice Willian.
Él abrió su negocio 1 de marzo de 2019, durante la fiestas patronales de ese año. Le puso “Pueblo Nuestro.” Mandó a hacer las sillas y las mesas con un emprendedor del vecino departamento de San Miguel, y alquiló un local en la esquina del parque del migrante. El café que vende, desde entonces, es cultivado por productores locales y su eslogan es: “Un pueblo de calidad, merece un café de calidad”.
“Ayudo al que lo cultiva, al que cosecha, a la finca local, y no a una multinacional. Estamos progresando, aunque todavía tenemos bastante problema porque la gente sigue yéndose, el pueblo sigue quedándose vacío”, comenta Willian.
La mayoría de sus contemporáneos migraron. Calcula que se fueron unos 10 amigos suyos. Cuando se le pregunta por qué él decidió quedarse, responde que el hábito de la lectura le ayudó a pensar en permanecer y emprender. Su madre migró sin documentos a causa de la violencia. Tuvo que salir de El Salvador en octubre de 2016 porque la amenazaron.
“Yo quisiera irme, pero por la vía legal, y tener algo ya establecido aquí. No quiero irme a afrontar un camino riesgoso y ser deportado. Primero pienso en tener algo en mi ciudad, y luego viajar a ver a mi madre. Quiere que mis hijos, cuando los tenga, vayan a conocer Estados Unidos, pero no a trabajar y mandar dinero; si no, a conocer”, dice.
Son tiempos difíciles para Willian. En 2020 las ventas se fueron abajo por la pandemia del coronavirus. “Pero decir que Intipucá es un pueblo fantasma es un pensamiento relativo. A pesar de que la gente ha seguido yéndose, mantenemos clientela, hay clientes que vienen todas las tardes”, cuenta. Y pese a todo, no ha renunciado a su ilusión de que su negocio crezca. Su próximo paso, dice, será poner aire acondicionado para que más gente quiera volver.
Hacer lo contrario
Al igual que Willian, el joven del café, Ludwin Navarrete, de 39 años, consiguió un fondo semilla para poner su negocio. Él encarna la reivindicación de otros sueños. Toda su familia migró a Estados Unidos, pero él decidió quedarse. Estudió mercadotecnia y una maestría en docencia universitaria en la Universidad de Oriente (UNIVO). Sus cinco hermanos viven y trabajan en Estados Unidos. Pero él, además de cultivar la tierra, tiene una venta de lácteos en la esquina del Parque los Migrantes.
“No conozco Estados Unidos, nunca he ido a sacar la visa. Aquí no nos falta nada, no hay una vida de deudas, que son los detonantes para que una persona emigre. Aquí no es que uno sea rico, pero yo digo que quizá estoy mejor. Ellos (mis hermanos) están con una gran presión de estar pagando una casa, la discriminación que se sufre allá”, dice este intipuqueño.
Ludwin compró un terreno donde cultiva marañones y cuida su ganado. Decidió quedarse en El Salvador porque para él, más allá del sueño americano, existe el sueño salvadoreño. Quiere que sus dos hijos lo conozcan y puedan elegir, que crezcan teniendo más opciones que pagar un coyote para irse del país donde nacieron.
“Muchas de las personas que están acá son dependientes de las remesas. Al niño desde pequeño se le va quedando como un sueño que la única forma de salir adelante es migrando. Se cree que el lujo es vivir mejor. Y no. El dinero es parte de la felicidad, pero no lo es todo”, dice Ludwin, mientras sostiene a su hijo Damián entre el terreno boscoso que le conduce al cultivo de marañones.
Su hermano, que migró a los 14, ahora tiene 55 y vive en el centro de Los Ángeles. Tiene un taller automotriz y ya tiene una casa propia. “Pero mire el precio que ha tenido que pagar para cumplir ese sueño,” dice. Al hermano le detectaron cáncer en los huesos y actualmente espera que el médico le diga si le amputan el brazo. “No es feliz, me lo ha dicho muchas veces”, cuenta.
Desde la cima del cerro donde Ludwin cultiva sus marañones es posible ver el mar. Y eso, para él, es lo más parecido al sueño salvadoreño. “En mi vejez me veo en una cabaña tomándome una taza de café y otros días en la playa. Me veo con una cabaña de dos niveles frente al mar”, comenta el agricultor.
La utopía de la Casa
En un lugar donde la mayoría piensa en irse, son pocos los que deciden quedarse a hacer lo contrario. Y aún cuando se quedan es difícil descartar por completo la posibilidad de partir.
Luis Escobar, el bailarín de 21 años, terminó el segundo año de bachillerato en Intipucá. Por complicaciones de salud ha tenido que dejar temporalmente los ensayos. Dice que cuando se reponga quiere continuar sus estudios. Quiere trabajar de chef y, si logra completar la universidad, le gustaría ser médico.
Sin embargo, Luis, como muchos jóvenes de su pueblo, no descarta irse. Su madre trabaja en un restaurante en Washington, pero no ha logrado obtener documentos para poder viajar y volver a ver a sus hijos: “A veces uno se siente tan desesperado por ir, por buscar otras opciones”, comenta el joven.
El día que abrió la escuela de baile en la Casa de la Cultura había 20 alumnos. Coreografiaban solo música folclórica, pero luego ensayaron otros géneros, como la salsa, el merengue, y comenzaron a participar en festivales y en competencias de danza en todo el país. En 2019 ganaron el primer lugar en dos de las competiciones. En 2021 son 24 jóvenes y niños los que ensayan.
Yaquelin Portillo, la directora de la Casa de la Cultura, sabe que el espacio que dirige tiene limitaciones. Sabe que en cualquier momento el grupo de los que se quedan puede volverse más pequeño. Los bailarines continúan migrando. Pero ella no quiere dejar de intentarlo. Quiere convertir Intipucá en un lugar donde los jóvenes tengan muchas opciones, donde quedarse o partir sea una elección.
“Siento que ayudo un poco porque en la danza encontraron un aporte económico y más amor por su país”, dice la directora de la Casa de la Cultura.
El pasado 19 de julio, compartió un video en Facebook. Se cumplieron 15 años desde el primer punto artístico de quienes ella llama hijos postizos, Yaquelin, como Ludwin y Willian, son parte de una resistencia en un pueblo donde lo normal es irse y los raros son los que se quedan.
*Este reportaje fue realizado como parte del Programa de Becas de Periodismo de Soluciones, con el apoyo de la Fundación Gabo.
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