La mordida de cada día

Tu corrompes, el corrompe, nosotros corrompemos… ¿Somos tan corruptos los salvadoreños que conjugamos al dedillo este verbo de origen griego que sustenta la vida cotidiana de la inmensa mayoría? En botánica, corrupción es echar a perder un fruto; en política, el sentido de corromper significa hacer tratos bajo la mesa; en la esfera de la institución pública, implica la acción de pervertir el poder en provecho económico de una minoría.

Así podríamos enumerar ejemplos de lo que conlleva vivir en un modelo social donde la corrupción es la norma. Lo hace el consultor que incumple su compromiso de llevar atención a la comunidad donde trabaja y acaba desviando los fondos en función de sufragar un estilo de vida hipster. Lo hace el chófer del transporte público que lleva una caja paralela a la hora de entregar la suma recaudada al final del día. Lo hace el diputado cuando transa con la tabacalera que necesita el respaldo para aprobar una iniciativa de ley que le favorezca a sus ganancias. Lo hace el funcionario cuando desvía los fondos obtenidos de un préstamo internacional para ejecutar obras públicas fallidas. ¿Semos corruptos? Semos.

Hay amigos entrañables que opinan que la corrupción en este pequeño país de 20 mil kilómetros cuadrados es una afición que data desde cuando se fundó la patria, el flamante y pequeño Estado salvadoreño, la república emancipada de la corona española.

Por ejemplo, Carlos Cañas-Dinarte trae a cuenta que, tras la declaración de independencia en 1821, hubo jueces y alcaldes que protagonizaron múltiples actos de corrupción en contra de la República Federal y el Estado de El Salvador entre 1824 y 1858. “Hay prueba de ello en la Recopilación de leyes que hizo Isidro Menéndez”, dice.

Mi conciencia, ese diablillo de los números que cosquillea mi oreja izquierda, me trae a cuenta una lista de sucesos con precedentes que no llegan más allá de ser el titular efímero de la quincena; luego, al cabo de unos pocos días, desaparece entre la nube de la sobre-información que ofrece la prensa cotidiana donde apenas hay tiempo para reflexionar en el siguiente titular, en la próxima masacre, los nuevos territorios recuperados versus los nuevos dominios de las pandillas y etcétera.

Apuesto cien por cien que pocos tienen fresco, por ejemplo, aquel lejano 1990 cuando la Asamblea Legislativa de la época aprobó una ley de saneamiento de los bancos estatales y la creación del Fondo de Saneamiento Financiero (FOSAFI), con recursos del Banco Central de Reserva (BCR), antes de privatizarlos y después de liberar la módica suma de… ¡705 millones de dólares!

Un año después, el ahora diputado Sigifredo Ochoa (entonces Presidente de la Comisión Ejecutiva Hidroeléctrica del Río Lempa, CEL) fue acusado de fraude a la economía pública. Pero fue sobreseído judicialmente en mayo de 1995.

1995 fue un año importante para la historia de la Seguridad Social, cuando un juzgado giró una orden de captura contra el ex director Romeo Majano y cuatro directivos del ISSS investigados por la compra fraudulenta de seguros de vida, estafa en la adjudicación de medicamentos recurriendo a una empresa fantasma.

Tres años más tarde, en abril de 1998, un juez no logró establecer el delito y ningún directivo fue juzgado.

Y el diablillo de los números me sigue haciendo cosquillas y me recuerda la malversación por 15 millones de dólares en el Instituto Nacional del Azúcar (INAZUCAR) o el fraude en el Banco de Fomento Agropecuario (BFA) por alrededor de 16 millones de dólares. El ahora alicaído Raúl García Prieto, otrora una gran promesa en la vida política nacional, huyó, se escondió y al final acudió a los juzgados donde como es lógico— todo se dirimió; pese a las acusaciones de maniobras financieras en la compra del ingenio El Carmen. Y la lista sigue: el caso de Juan Torres y la malversación de la FEDEFUT; el célebre fraude a la economía pública por 57.5 millones de dólares tras el escándalo de FINSEPRO e INSEPRO, que solamente acabó con el encarcelamiento novelesco de Roberto Mathies Hill. Y el caso Credisa. El caso MOP. En fin, me queda corta la memoria. Los amaños en los partidos de fútbol y… Ah, por supuesto, cierro con aquella memorable de este hombre que todavía encuentro en los pasillos del Congreso los jueves de plenaria legislativa:

“Si pude haber robado, robé, pero no tengo las manos manchadas de sangre”.

Antonio Guevara Lacayo es su nombre.

“El pueblo salvadoreño no sólo tiene el cielo por sombrero, sino que es muy tolerante con las diversas formas de corrupción desde que se fundó el Estado”, en aquel lejano 1821, opina Cañas-Dinarte. Y en su opinión, se nos quedó la maña. ¿Será que no podemos vivir sin la mordida de cada día?

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