“Hellboy”, el infierno personal de Zaki

El nombre que el rapero salvadoreño Carlos Aparicio eligió hace seis años para su proyecto musical es breve pero audaz: «Zaki». Con 27 años avanza en la escena de hip hop latino a pasos de gigante. De su país natal se mudó a Guatemala, donde encontró tanto un segundo hogar como un campo fértil para hacer sonar su mensaje de denuncia social.

Fotos cortesía de Zaki


Tres giras a través de Europa como telonero y acto principal, apariciones en la plataforma mundial The Cypher Effect, canciones suyas colocadas en listas oficiales de Spotify y cinco discos bajo el brazo dan fe del crecimiento artístico de Zaki. “Hellboy”, el más reciente de ellos, revela a un rapero que debe lidiar con su origen, sus ambiciones y las sombras personales de esa violencia que escupe en cada rima. Se trata de una producción sombría, que lejos de emocionar, atrapa y hunde al oyente.

Todo artista construye una identidad de batalla, tanto para mostrar su visión del mundo como para enfrentarse a él. En una cultura como la del hip hop, donde la lengua es arma y el ego pólvora, esta armadura conceptual es esencial. 

Desde las letras precoces de su álbum debut [“999”], Zaki inició la transformación de chico de barrio a lobo solitario. Su estilo lírico fue mutando de las rimas adolescentes a las reflexiones amargas de quien ve caos alrededor suyo y sabe que su esfuerzo por cambiar esa realidad no logrará mucho, pero lo hace de todas formas. Esto tiene lógica, pues Zaki creció en Mejicanos, uno de los municipios más violentos de San Salvador. No extraña que haya decidido hacer hip hop consciente, ese que vuelve imposible olvidar el horror cotidiano.

En los discos que le siguieron, “Amarga vida” y “Trez”, cada canción es una flecha afilada, rica en referencias culturales, sin pelos en la lengua para narrar la vida en los barrios calientes, envueltas en beats con influencias de jazz, trap y boom bap. Zaki también se escucha distinto. Ya no es el muchacho sombrío con un porro en la boca: es el rey de un juego cruel que está condenado a ganar. El título de “Hara Kiri”, su cuarta producción, hace referencia al suicidio ceremonial japonés, que consiste en abrirse las vísceras con un cuchillo. Pareciera que romper el sistema desde adentro también implica romperse a uno mismo.

En “Hellboy” parece que la oscuridad propia sofoca a Zaki cada vez más. Para retratar esta batalla contra sí mismo, el rapero recurrió a los beats de productor Facundo Bragagnolo y los coros de Weedmacker, colegas guatemaltecos del género.

«Se trata de una producción sombría,
que lejos de emocionar, atrapa y hunde al oyente»
 

 El álbum suma un buen número de colaboraciones, con ocho artistas sumados al proyecto:

El talón de Aquiles de esta producción es la cantidad. La mayoría de canciones están bien logradas, pero ahogan los puntos altos. Aun así, no es difícil reconocer los goles seguros. “Volando” es la pista más versátil, con un beat futurista, de ensueño, una declaración de superioridad bendecida por los ancestros del hip hop. Le sigue “Hellboy”, una fantasía futbolera empapada de la sensibilidad trap que el rapero adoptó como un mal necesario desde “Hara Kiri”. En “Gato negro”, una oda a la cultura urbana centroamericana, Zaki colabora de manera precisa con el costarricense SNK, y es uno de los contados momentos donde los coros de Weedsmacker le dan unidad a la composición.

Las barras inconfundibles del boom bap retumban en “Zoo”, un viaje a través de los barrios conflictivos de la infancia con el salvadoreño Oneime. Es la canción más combativa del conjunto. “Mágico González” establece una comparación interesante con el futbolista salvadoreño, cuyos vicios y desórdenes no negaron su habilidad deportiva. Pareciera ser una analogía de orgullo, pero al mismo tiempo una advertencia: ambos vienen del infierno. Como el futbolista cayó, puede caer él.

«No extraña que haya decidido hacer hip hop consciente,
ese que vuelve imposible olvidar el horror cotidiano»
 

Curiosamente, es hasta el final, con “Horrokrux 2”, que todo aquel que escuche “Hellboy” puede entender la profundidad del abismo y la amargura que Zaki trae a la mesa. Es una visión luminosa del más allá donde el artista se reencuentra con aquellos que perdió bajo las garras de la violencia y recibe una lección trascendental. La segunda entrega es un negativo directo: al borde de las lágrimas, es Carlos quien está cansado de presumir sus heridas y se cuestiona su misión, su cordura y su valía. Todo ocurre sin instrumentalización alguna, al desnudo.

Zaki sostiene en entrevistas que el espíritu del álbum es más general, que la lucha que refleja “Hellboy” es la del artista urbano en Centroamérica, herido por la misma violencia que denuncia, perseguido por el estigma de las pandillas, rapeando por denunciar y no para vender. Aunque estos y otros temas comunes se repiten en todas las canciones, el tono de la producción es personal, aunque quizás no de una forma intencional. Zaki no asume al personaje de “Hellboy” como una piel más. Zaki nació como él, del infierno, con todas las posibilidades en su contra, y aún esa identidad es motivo de conflicto: aquello que le da su grandeza como rapero está al filo de sus miedos, heridas y vicios. El gueto te da la reputación, pero también las cicatrices.

Sí se tratara de una analogía con el fútbol, el rapero jugó partido un amistoso con este álbum. A nivel de técnica, Zaki está en un momento alto de sus habilidades y esto es evidente en la confianza para experimentar con pistas que le obligan a ser más flexible con su flow y contenido lírico. Sin embargo, algunas canciones se vuelven redundantes en temas y composición. Una selección más reducida de temas le habría caído mejor a esta entrega.

Por otra parte, aunque la habilidad de los artistas que contribuyen en “Hellboy” es evidente, los momentos más altos de la producción son, en su mayoría, cuando Zaki tiene la cancha para él solo. Los otros raperos la tienen un poco difícil quitándole la pelota y se nota. 

Pueda que este no sea el momento más fuerte de este artista urbano. En todo caso, es un balance de cuentas. La evolución creativa de un artista no se mide en éxitos rotundos o perfección; se mide en la experimentación, vulnerabilidad y disciplina que cada uno de sus trabajos revela. Abrir la figura del hip hopero, del lobo solitario, del dios del juego al mundo, es un paso en la dirección correcta. Aunque esta doble vida –a ratos enfermiza– es una necesidad para el artista, no sobrevive sin la afirmación de la persona que hay detrás. Esta persona no siempre la tiene fácil, admitirlo solo engrandece el mito, para bien y para mal. Ya lo dice el mismo Zaki de manera más contundente y breve:

“Mi nombre es Carlos… ¡Me sabe a mierda el apodo!”

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#Música