Al encuentro de una nueva política

Más de dos décadas le han resultado insuficientes a la dirigencia política salvadoreña para consolidar una profunda reforma institucional del Estado.

En veinticuatro años, desde la firma de los Acuerdos de Paz, los avances han sido contundentes en lo relacionado a consolidar un sistema de partidos políticos fuerte, jerárquico y disciplinado; sin embargo, esto no se ha traducido en el fomento de un sistema de entidades de control independientes a ese poder político y, por lo tanto, con capacidad de ser eficaces y dar respuesta a las atribuciones que legalmente les han sido atribuidas.

Las recientes actuaciones emprendidas por la Fiscalía General de la República retratan las causas de este fenómeno. Durante las últimas dos décadas las fuerzas beligerantes en el conflicto armado salvadoreño han puesto todos sus esfuerzos en diseñar un sistema institucional ad-hoc a sus intereses y, por lo tanto, restrictivo respecto a la injerencia del control como la misma Fiscalía General, la Corte de Cuentas, el sistema judicial, entre otras, en la toma de sus decisiones y actuaciones públicas.

Mauricio Funes, ex presidente de la República y Luis Martínez, ex fiscal general, son investigados actualmente por supuestamente favorecer desde las instituciones públicas a intereses privados, los de Miguel Menéndez en el caso de Funes, y los de Enrique Rais, en caso de Martínez. En ambos, la Fiscalía de Douglas Meléndez ha identificado que la íntima relación de amistad entre estos dos ex funcionarios con los prominentes empresarios ha derivado en la presunta comisión de delitos, como el tráfico de influencias o la omisión de investigación en beneficio de sus amigos.

La experiencia demuestra que cuando las instituciones del Estado, y particularmente, aquellas desde las que se aplica la justicia son compuestas por personas con importante cuota de poder, y un significativo margen de discrecionalidad en la toma de decisiones, la consecuencia inmediata es que sus actuaciones respondan al pago de favores, aunque eso implique ir contra corriente a sus atribuciones legales, es decir, cometiendo delitos.

A los partidos políticos salvadoreños no les interesa la modernización del Estado, en el sentido de profesionalizar su servicio civil, actualizar su regímen de salarios o evaluar sus políticas públicas. Estas tres apuestas permitirían combatir, como lo han hecho en otros países, la ausencia de resultados e impactos para aquellas mayorías históricamente excluidas, y el despilfarro de los escasos recursos públicos dentro de la burocracia del Estado salvadoreño al llevar a los mejores perfiles profesionales a ejercer desde la función pública y a invertir en lo que verdaderamente brinda resultados.

Al contrario, la ausencia de estos temas en el debate público ha permitido que los políticos hagan del Estado un espacio destinado al pago de favores, concediendo plazas públicas a personas sin competencia, capacidad o mérito para el cargo al que han sido nombrados, y por otro lado asignando sin ningún tipo de criterio justificado salarios y gastos del presupuesto nacional que no corresponden a los objetivos para los cuales está prevista la inversión.

Al ser funcional, bajo este análisis, un Estado languidecido, sujeto a ningún tipo de evaluación por resultados, y por lo tanto manipulable a los intereses de quien detenta el poder, no es casual que la emergencia de instituciones de control como el Tribunal de Ética Gubernamental o el Instituto de Acceso a la Información Pública hayan sufrido el acoso institucional del poder en turno al dilatar su composición o negarle de los recursos financieros necesarios para su operación; de hecho, el impulso que estas instituciones han logrado tener en los últimos años ha sido en gran medida gracias a la presión de actores externos a la política nacional, quienes han condicionado su ayuda financiera al Estado salvadoreño a cambio de fortalecer dichas instituciones, lo que no es extraño, nadie invierte en donde no tiene garantías del buen uso de los recursos, y mejor aún si a través de su intervención es posible influir en la toma de decisiones.

Douglas Meléndez ha abierto, con la investigación a Funes y Martínez, la oportunidad, por un lado, de develarnos una vez más, de manera clara, que los abusos del poder derivan en delitos y por lo tanto en perjuicio de los intereses del país; y, por otro, que estas prácticas no son tolerables, y por lo tanto deben ser castigadas penalmente en caso de que se determine que realmente existió un delito.

Pero la reforma estructural que la institucionalidad exige no pasa por una investigación a un ex presidente o a un ex fiscal general, que al final de cuentas responde al estado de ánimo de quien llegue a dirigir en las instituciones, sino más bien de cambios profundos en la composición del equipo técnico del Estado que responda a principios como el mérito y la estabilidad; adicionalmente no se detendrá la discrecionalidad en el uso patrimonial de las instituciones públicas, en la medida que los salarios y la inversión en políticas sean asignadas sin evaluación de impacto y resultados.

Lo anterior nos lleva al origen de todo, transformar radicalmente los vehículos a través de los cuales se toman las decisiones en el país: los partidos políticos. El cambio pasa por abrir los institutos políticos a procesos participativos, con auditorias permanentes y transparentes en su financiamiento. Estas condiciones permitirán que sean los mejores ciudadanos, independientemente de su ideología, quienes encuentren en los institutos partidarios un incentivo para involucrarse en la política y participar activamente en ella.

Devolver el valor a la política a través de estos cambios nos permitirán ir cambiando los problemas del país desde su raíz durante los próximos años. Hacer de los partidos políticos pequeñas células con poder nos ha demostrado tener poco impacto de cambios.

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